Hoppe le grita a una nube
Alejandro Bongiovvani considera que Hans Herman-Hoppe parece menos molesto con el Estado que con la "decadencia moral", postura que estaría reñida con el liberalismo clásico y el movimiento libertario.
Hans Herman-Hoppe parece menos enojado contra el Estado que contra la “decadencia moral”. El Estado es malo porque atenta contra la “moral tradicional”. La propiedad privada sería la solución, no del Estado, sino de la podredumbre moral, que él llama “descivilización”. Veremos, a continuación, que en Hoppe hay también un Estado no tan malo y una propiedad privada no tan buena. La clave, aparentemente, sería si estos elementos ayudan o no a sostener su querida “moral tradicional”.
Empecemos entonces por definir qué es la “moral tradicional” que tanto preocupa a Hoppe. ¿Se trata acaso de la lamentable falta de respeto a la propiedad privada? ¿De la laxa consideración por los contratos, piedra basal de la sociedad? ¿De que el Estado aplaste la actividad económica con su presión fiscal? Bueno, para Hoppe la cosa es mucho más amplia. En Monarquía, Democracia y Orden Natural (Unión Editorial, Argentina, 2013) dice que el enemigo es la “decadencia familiar, el divorcio, la bastardía, la pérdida de autoridad, el multiculturalismo, los estilos de vida extravagantes, la desintegración social, el sexo y el crimen” (p. 254). Las leyes que permiten que la gente se divorcie son inconcebibles para Hoppe, lo que muestra que su respeto a los contratos sólo existe, de nuevo, si estos no contrarían la “moral tradicional”. Que el sexo y el crimen sean puestos en un mismo plano resulta, a lo menos, llamativo.
Pero no es ésta la única pista que nos da Hoppe para entender su obsesión con la moralina. El autor repite estar preocupado por el “aumento de todos los indicadores de desintegración y disfuncionalidad de la familia (tasas de divorcio, bastardía, abusos infantiles y conyugales, familias monoparentales, soltería, estilo de vida excéntricos y aborto)” (p. 261). Para Hoppe, como se precia, ser soltero y abusar de un niño, abortar y llevar una vida excéntrica es básicamente lo mismo. Queda así todo igualado y mezclado en una sopa de perversiones que Hoppe promete exorcizar con su teoría.
En otro borbotón que aúna maldades reales con imaginarias, el autor pretende acabar con “la vulgaridad, la obscenidad, la profanación, el uso de drogas, la promiscuidad, la pornografía, la prostitución, la homosexualidad, la poligamia, la pedofilia o cualquier perversión o anormalidad concebible” (p. 273). Casi resulta gracioso —como Abe Simpson gritándole a la nube— que Hoppe llegue a quejarse también de que actualmente “todo el mundo se trata por el nombre de pila” (p. 279).
Pero nuestro autor no es el único que le grita a las nubes. Su diagnóstico de “podredumbre moral” es compartido por conservadores no libertarios, a quienes Hoppe atiende durante un capítulo del texto porque su solución no sería eficaz. No porque sea injusta, sino porque no sirve. La propuesta de los conservadores no libertarios (como Pat Buchanan, a quien Hoppe se refiere) es “combinar las políticas económicas de la izquierda con el nacionalismo y el conservadurismo cultural de la derecha, para crear una nueva identidad que sintetice los intereses económicos y las lealtades culturales y nacionales de la proletarizada clase media en un movimiento político independiente y unificado” A esta opción, Hoppe la llama “nacionalismo social o socialismo nacional (nacionalsocialismo)” (p. 258).
A Hoppe lo une la meta con esta corriente (el reestablecer la “moral tradicional”), pero “¿se podría mantener el socialismo económico (seguridad social, etc.) en los niveles actuales y restaurar la normalidad cultural (familias naturales y reglas de conducta normales)?” (p.260). Hoppe cree que no, por lo que lo mejor para un conservador sería ser anti-estatista extremo. Su diferencia no es con el fin sino con la elección del medio. El Estado de bienestar no sirve para el fin propuesto. “Quede claro, en todo caso, que la degeneración moral y la decadencia cultural que nos rodean —los signos de la descivilización— son, si no totalmente al menos en parte, las consecuencias inevitables del Estado de bienestar y sus instituciones centrales”. El Estado es culpable de la degeneración moral, que es el verdadero problema.
“Las utopías no pueden cambiar el hecho de que el mantenimiento de las instituciones básicas del Estado de bienestar contemporáneo y el deseo de volver a las familias, normas y conductas tradicionales, son metas incompatibles” (p. 260). ¿La palabra “utopía” es casual? ¿Hoppe ve como utópico (deseable pero imposible) tener un Estado de bienestar que asegure la moral tradicional? El autor cree que el Estado es malo porque atenta contra la meta de volver a la “normalidad moral” y concluye de manera lapidaria que “se puede tener una cosa —socialismo (asistencialismo)— o la otra —moral tradicional— mas no ambas”. ¿Qué pensaría Hoppe si el socialismo sí fuera la forma de asegurar la “moral tradicional”? ¿La libertad es esencial o accesoria? Hay una frase (cuyo autor no recuerdo) que me parece oportuna: “Dicen que Ámsterdam es la ciudad del pecado, pero en realidad es la ciudad de la libertad. Lo que sucede es que en libertad mucha gente elige el pecado”. ¿Valoramos la libertad por sí misma o sólo cuando su ejercicio apunta hacia dónde queremos? En Hoppe la respuesta parece clara. Lo principal es que no haya pecado. El Estado democrático es gran generador de pecado y perversión. Por esto es que hay que eliminarlo.
Así como dedica páginas a criticar a los conservadores no libertarios, también lanza dardos venenosos contra los libertarios no conservadores. Se burla de la aparentemente tonta ansia de libertad e individualidad que bulle en el pecho de los libertarios, que “también se equivocan queriendo sintetizar economía de mercado y el multiculturalismo” (p. 271) y critica al vive y deja vivir. Los libertarios no conservadores, dice Hoppe en una sorprendente ad hominem, son degenerados. Por este motivo, señala que “se adhieren al movimiento libertario un número inusualmente elevado de personas anormales o pervertidas” (p. 273). Digamos que si la perversidad incluye un rango tan amplio de conductas —desde escuchar música exótica, ser homosexual o soltero— es lógico que, para Hoppe, casi toda la gente sea degenerada y el mundo se esté pudriendo moralmente.
Llega incluso a decir que se trata de una ingenuidad típicamente libertaria el señalar como buena la abolición de la esclavitud en EE.UU., sin ver que el proceso dio más poder al gobierno federal. ¿Uno debería preferir un estado federal más chico pero con una gran cantidad de individuos siendo vendidos y tratados como animales?
Pasando al lado propositivo del libro, lo que el autor propone como solución es una monarquía hereditaria. ¿Por qué? En primer lugar, porque basándose en que —como ya señalaba John Stuart Mill en On Liberty— desde el advenimiento de la democracia las personas sienten que gobiernan y por tanto han bajado la guardia frente al poder. Mill dice que “luego de siglos de resistirse contra el poder gobernante, a partir de la elección periódica de los gobernados, muchas personas comenzaron a sentir que limitar el poder no era demasiado importante. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma”. Mill acertaba en creer que la democracia no asegura necesariamente la libertad. Pero Hoppe va más allá. Con la democracia, per se no hay libertad alguna. Sólo con una monarquía hereditaria podría la libertad ser asegurada.
“Las monarquías hereditarias constituyen el ejemplo histórico de los gobiernos de propiedad privada, las repúblicas democráticas el de los gobiernos de propiedad pública” (p. 95). Hoppe comete la extravagancia de hablar de gobierno público y gobierno privado e iguala la propiedad privada con la propiedad que tendría el monarca respecto a su reino. Y como el monarca tendría, según Hoppe, una visión de largo plazo (frente a la de corto plazo del gobernante democrático) sólo parasitaría poco a la sociedad, que florecería bajo esta monarquía estática, en la que habría claros límites para subir y bajar. Los monarcas siempre serían monarcas y los gobernados siempre serían gobernados. Esto sería virtuoso, dice Hoppe, porque entre los gobernados existiría una conciencia de clase —similar a la del marxismo— pero de “clase gobernada” que los tendría siempre en guardia frente a una “clase gobernante” que jamás dejaría de serlo. “A la barrera casi insalvable que imposibilita el ascenso social se opone la reforzada solidaridad de los gobernados, quienes se reconocen como víctimas actuales o potenciales, arriesgándose la clase dirigente a perder su legitimidad si aumenta los impuestos” (p. 62). ¿De dónde emerge la “legitimidad” de la que habla Hoppe? ¿Y por qué se perdería si aumentan los impuestos y a qué nivel? ¿Y por qué se debería estar en guardia frente a una sobre explotación por parte del gobernante si justamente Hoppe basa su teoría en que lo bueno del monarca es que su visión de largo plazo le impide hacer explotación irracional? El autor no lo detalla.
Hoppe establece un monarca homo economicus, que explotará el gobierno de manera más racional que el mero “curador” del gobierno democrático (p. 90). Esto choca contra su defensa de la teoría subjetiva del valor. Cuando en otro capítulo ataca la inmigración (porque produce degeneración moral) Hoppe recuerda la teoría subjetiva del valor a quienes sostienen que la inmigración genera mejoras en el ingreso real. El autor dice que al ser el valor subjetivo, uno puede preferir un nivel de vida inferior pero permanecer lejos de personas de “otros pueblos” (p. 197). Es inobjetable su apreciación del valor subjetivo. Pero ¿qué pasa con quienes quieren vivir en sociedades democráticas, incluso sabiendo que el precio es la eterna vigilancia del poder público? Esta valoración no es considerada por Hoppe. Tampoco está en su análisis la valoración subjetiva de su deseado monarca, a quien el autor pinta como un homo economicus sólo preocupado por las rentas económicas. El monarca es bueno porque requiere menos riqueza del sector privado (al ser sólo él y los suyos) que una burocracia democrática. Además el monarca ve el largo plazo (no matará a la gallina de los huevos de oro) a diferencia del gobernante democrático que tiene un plazo limitado. Pero omite Hoppe que un monarca también valora subjetivamente, y que puede usar su poder para saqueos, violencia y crímenes no motivados por mera ambición económica. De hecho, todas las revoluciones liberales (que obviamente Hoppe no valora) partieron por el hecho de que los burgueses se sentían ultrajados por el poder los monarcas. Si es una idea ingenua suponer que con la mera democracia la libertad está asegurada, ¿cuánto más ingenua es pretender que lo estará en una monarquía?
Para agregar algo a la idea de monarca de Hoppe, cabe señalar que el parasitismo permitido de la monarquía se extendería sólo a quienes son parte de la “elite natural” que menciona el autor. “Tan sólo la familia gobernante —y en menor medida sus amigos, operarios y socios— participarán de la renta fiscal y disfrutarían de una existencia parasitaria. La jefatura del gobierno —incluido el patrimonio— se transmite dentro de la familia gobernante” (p. 62). Hoppe permite que se casen los miembros de la elite, pero dentro de la familia extendida, para mantener así el poder endogámico. Parece casi gracioso semejante planteo. Pero Hoppe va en serio.
Si vemos que el autor plantea con la monarquía un Estado no tan malo, en su idea de las comunidades urbanas plantea una propiedad privada no tan privada, limitada por su colectivismo moral. Las propiedades —en la constructivista “utopía” (¿o distopía?) hoppeana— son de una empresa o un individuo, que transmite derechos pero no el nudo dominio. De este modo el propietario gestiona zonas que atraen a personas que desean vivir o establecerse comercialmente. Pero se reserva el derecho de administrar junto con “el sostén de la elite de la comunidad” la zona, de modo que nadie pueda “vivir de manera alternativa”. También se reserva al derecho de expulsión, igual que en un club, a “los miembros de la comunidad que aboguen, anuncien o hagan apología de actividades incompatibles con la finalidad esencial del pacto: la protección de la propiedad y la familia” (p. 285). Si alguien se jacta de ser soltero, se lo expulsa; lo mismo ocurre con los homosexuales, practicantes de yoga u otros que lleven una vida “diferente”. Por supuesto, si uno de los habitantes propone que se pueda votar, y que no que sea la “elite” la que decida, también se lo expulsará. “Con el objetivo de proteger la propiedad privada, no se puede contener nada parecido a un derecho a la libertad (ilimitada) de expresión de los arrendatarios, ni siquiera en la posesión de cada cual” (p. 287). La utopía hoppeana se parece mucho a una distopía comunitaria que para ser sostenida requiere que no haya voces democráticas ni distintas miradas. El “hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio ambiente, homosexualidad o comunismo tendrán que ser erradicados de la sociedad si se quiere mantener un orden libertario” (p. 287).
De lo anterior, ¿podría algún libertario o liberal clásico sostener que la defensa de una “moral tradicional” desde el Estado (mediante una monarquía absoluta, sin separación de poderes ni derechos individuales) es compatible con una visión en favor de la libertad de las personas? ¿Qué tiene que ver con el liberalismo el impedir manifestar ideas que sobre “formas de vida alternativas” que no le gusten a la comunidad? ¿Dónde está el individualismo en un autor que habla en términos totalmente colectivistas?
El libro parte de algunos supuestos muy ciertos —el aumento de tamaño y funciones del Estado se ha comido a muchas comunidades privadas de todo tipo, metiéndose en donde no debía meterese. Y la democracia ha adormecido un poco el antiguo espíritu de vigilar al poder— pero a partir de ellos se elabora un delirio constructivista al servicio de arengar a las siempre existentes cabezas oscurantistas, sedientas de vibrar en una identidad colectiva. Hoppe levanta el puño y le grita a la nube de la modernidad. No son pocos los que gritan con él.