Hitler y la suspensión de la mente crítica

Manuel Hinds dice que la ambición de poder y el miedo son emociones tan poderosas que suspenden el pensamiento crítico, circunstancia que han aprovechado todos los gobiernos tiránicos.

Por Manuel Hinds

Milton Mayer, un profesor de la Universidad de Chicago, vivió en Alemania poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, trató de entender por qué los alemanes habían apoyado a Adolfo Hitler y el nazismo. Con este propósito, formó un grupo de diez personas a quienes entrevistó a profundidad, individualmente y en grupo, por más de un año. El consenso fue el siguiente: “El nacionalsocialismo fue una revulsión de mis amigos contra la política parlamentaria, el debate parlamentario, el gobierno parlamentario… Fue el fruto final de el repudio del hombre común a los ‘canallas’. Ellos querían una Alemania purificada de políticos, de todos los políticos. Ellos querían un líder representativo en lugar de representantes no representativos. Y, Hitler, el [supuesto] hombre puro, el anti-político, era el hombre, no manchado por la ‘política’, que era solo una tapadera para la corrupción”.

Por supuesto, el gobierno nazi no sólo fue mucho más corrupto que los viejos políticos (todos los funcionarios altos y medianos y muchos bajos se hicieron súper millonarios) sino también esencialmente destructivo: mató a 6 millones de judíos y a varios millones de eslavos en el Este de Europa, además de meter a Alemania y al mundo entero en una guerra en la que la primera tuvo por lo menos 5 millones de muertos, y el segundo, cerca de 80 millones.

La pregunta es, entonces: ¿cómo se tragaron esa mentira tan grotesca los alemanes, que los demás eran políticos y los nazis no, que los demás eran corruptos y ellos no? Hitler, que a veces era muy didáctico, explicó cómo fue que les hizo tragársela, diciendo: “Una concentración masiva está diseñada para desconectar el pensamiento”. En realidad, no sólo las concentraciones sino su estrategia política entera estaban diseñadas para desconectar el pensamiento y dejar conectadas sólo las emociones, que él entonces distorsionaba para lograr inyectar su odio —porque odio era el combustible que él usaba para mover a las masas—. Como lo escribió en su libro Mi Lucha: “El arte del liderazgo, tal y como es mostrado por los grandes líderes en todas las edades, consiste en enfocar la atención de la gente contra un adversario único, teniendo cuidado de que nada divida la atención en secciones… El líder de genio debe tener la habilidad de hacer que diferentes oponentes parezcan pertenecer a esa sola categoría porque personas con naturaleza variable y débil entre sus seguidores pueden comenzar a sentirse dudosos de la justicia de su propia causa si tienen que enfrentar diferentes enemigos…”. Hitler llamaba a este enemigo al que había que atacar continuamente, culpándolo por todo, el “enemigo interno”.

Hitler era muy hábil para poner en práctica sus consejos. Era un maestro de la teatralidad, de los escenarios, de los espectáculos y, especialmente, los que involucraban la proyección de poder militar, de armas de fuego, de violencia contenida dentro de formaciones geométricas perfectamente alienadas. Esta proyección de poder tenía dos propósitos aparentemente contradictorios pero en realidad concurrentes: por un lado, hacer sentir poderosa a la gente, y, por el otro, intimidarla con el mismo poder del que ella se sentía parte. El mensaje era claro: mientras estuvieran del lado de Hitler, estarían seguros, pero si no lo estaban, recibirían toda la violencia que se mostraba en los fusiles, los cascos y los rítmicos y pesados pasos militares.

El ansia del poder y el miedo son emociones muy poderosas, especialmente si son experimentadas simultáneamente a la vista de muchos soldados y armamentos. Son tan poderosas que suspenden el pensamiento. Pero también son emociones que requieren ser dirigidas porque pueden cambiar de blanco en un momento. Esta dirección la dan las inyecciones de odio.

El odio primordial de Hitler era contra los judíos, pero no podía actuar contra ellos si no eliminaba primero las instituciones democráticas, que dependían de los partidos políticos. Entonces aplicó las inyecciones de odio en dos movimientos. En el primero concentró el odio en los políticos y los partidos políticos, que él decía que eran corruptos, ligándolos con el enemigo principal diciendo que eran malos porque se habían entregado a los judíos. En ese primer movimiento, Hitler no tenía ningún empacho en decir lo que quería porque la gente, tan expuesta a la desconexión de la mente pensante, ya no medía las consecuencias de lo que él decía. Poco antes de acabarse a los partidos, dijo en una concentración política: “Somos intolerantes. Me he puesto un objetivo: limpiar los 30 partidos políticos de Alemania”.

El ataque a los políticos y los partidos políticos lo enfocó en el Parlamento, al que intimidó llevando soldados de sus propias fuerzas armadas —la SA y las SS—al recinto de la legislatura para que le dieran todo el poder legislativo a él (más o menos como el 9 de febrero en El Salvador). Los intimidó y se lo dieron. De allí en adelante, él tuvo todo el poder en sus manos y eliminó todos los partidos políticos. Por supuesto, dejó vivo un partido político, el Nazi, el propio de él, que concentraba todos los vicios de los desaparecidos y varios más. Ya sin oposición que lo pudiera detener, pudo concentrar del todo el odio contra los judíos y cambiar su objetivo de poder de dominar Alemania a dominar el mundo entero.

Ninguna de estas cosas es extraña para los que hayan visto las cosas que están pasando en El Salvador: la conversión de la presidencia en un generador de espectáculos; la definición de los políticos y los partidos políticos, menos el propio, como el enemigo interno que hay que eliminar (realizada diciéndole a los nuevos reclutas del Ejército que le tenían que ayudar a él en su lucha contra la delincuencia y contra los alcaldes, diputados y otros políticos, que acusó de mantener a la delincuencia, y a quienes llamó exactamente “el enemigo interno”); la inyección de odio contra los políticos y las instituciones democráticas y contra los que financian los partidos; la militarización de la Asamblea para intimidarla a que entregara su poder al presidente; la deformación de la realidad al punto de decir que esa invasión fue hecha para proteger a los diputados; y luego la negación de estas cosas frente al público…todo, todo eso, es familiar.

Esta similitud plantea una pregunta clave: si en El Salvador el Presidente logra deshacer a los partidos políticos y quedarse sólo con los dos partidos propios, ¿quién va a ser el blanco de los odios entonces? Tiene que haber otro blanco porque un régimen así constituido sólo puede sobrevivir si tiene un “enemigo interno” al cual echarle todas las culpas y contra el que el inyecta todo el odio —el odio que es el combustible que mueve a todos los gobiernos tiránicos—. Muchos de los que ahora están complacidos porque actualmente el odio no es contra ellos deberían de pensar intensamente en esa pregunta. Al fin y al cabo, Hitler en Alemania no tuvo que preocuparse mucho por los comunistas, que se hicieron nazis en su mayor parte, así como en El Salvador la base principal del triunfo electoral del Presidente fueron votantes tránsfugas del FMLN. Igual pasó en otros países con otros tiranos que usaron estrategias parecidas para llegar al poder total y mantenerlo, como Chávez en Venezuela, que de atacar a los políticos pasó a atacar a la propiedad privada. Y como Fidel Castro en Cuba. Y como varios más, en realidad.

Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de Hoy (El Salvador) el 24 de febrero de 2020.