Historias breves de buenas intenciones y malas políticas
Orestes R. Betancourt reúne una serie de historias que ilustran las buenas intenciones y malos resultados de políticas públicas que conciernen los precios, los salarios, la colectivización de los recursos, los subsidios y los impuestos.
Por Orestes R. Betancourt Ponce de León
Lo que ha sucedido, vuelve a suceder; y lo que antes se ha hecho es lo que se hará. No hay nada nuevo bajo el sol.
Libro del Eclesiastés
Los grandes dioses me han llamado, soy el pastor que lleva la salvación.
Código de Hammurabi
El gobierno colonial británico de Delhi decidió eliminar la sobrepoblación de cobras y puso recompensa por cada reptil. La medida surtió efecto inmediato. Sin embargo, las autoridades no previeron otros eventos posteriores. Con tal de recibir más recompensas, los habitantes locales empezaron a criar cobras en sus casas y los administradores de la ciudad notaron que, a pesar de haber menos cobras en las calles, el volumen de recompensas seguía siendo el mismo. Pronto cayeron en cuenta del timo y cancelaron el pago. Por supuesto, tampoco previeron lo que a continuación sucedió. Como actores económicos racionales, los locales decidieron deshacerse de las cobras y pronto las calles de Delhi se inundaron nuevamente de estos animales. Así, los economistas le llaman efecto cobra a las consecuencias imprevistas.
Un evento similar ocurrió en Hanói en 1904 cuando las autoridades francesas determinaron ofrecer un centavo por cada cola de rata traída al ayuntamiento como prueba de la eliminación del roedor. A pesar de la alegría inicial, los inspectores locales pronto comenzaron a ver ratas sin cola por las calles y más tarde descubrieron ciudadanos “ejemplares y emprendedores” que criaban estos roedores en sus casas.
En su ensayo de 1850, “Lo que se ve y lo que no se ve”, Frédéric Bastiat expone que “en el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley, no producen sólo un efecto, sino una serie de efectos”. Explica Bastiat que solo el buen economista “tiene en cuenta el efecto que se ve, pero también aquellos que es preciso prever”. Y es que las complejas interacciones entre individuos, con sus particulares incentivos, son difíciles de prever y estos dos casos pintorescos arriba mencionados ilustran cómo las consecuencias imprevistas transforman buenos propósitos en malas políticas. Establecer controles de precios y salarios, repartir ayudas financieras, colectivizar la propiedad y la producción, e imponer impuestos, han sido cuatro medidas a lo largo de la historia que, aun con buenos propósitos, han resultado ser contraproducentes. Lamentablemente, a decir de Milton Friedman, “uno de nuestros grandes errores es juzgar a las políticas y programas por sus intenciones y no por sus resultados”. Por ello estos errores se repiten y abundan los ejemplos históricos de buenas intenciones devenidas en malas políticas.
Controles
Elaborado alrededor del año 1754 a.n.e., se lee al principio del Código de Hammurabi que este rey babilonio fue llamado por los dioses para establecer “el imperio de la justicia en la tierra, para destruir a los malvados y a los malhechores; para que los fuertes no dañen a los débiles”. Entre las buenas intenciones del código había elementos positivos y novedosos como la presunción de inocencia y el respeto a la propiedad y los contratos. Sin embargo, tal como analizan Robert L. Scheuttinger y Eamonn F. Butler en su libro Cuarenta Siglos de Controles de Precios y Salarios: cómo no combatir la inflación, el Código de Hammurabi impuso un sistema de controles de precios y salarios tan riguroso y detallado que probablemente haya terminado ahogando la producción y el comercio. Afirman los autores del libro que durante y después del reinado de Hammurabi “el número de tamkaru –comerciantes– y hombres ricos mencionados en los documentos declina notoriamente” al igual que el número de transacciones inmobiliarias. En paralelo, el “número de documentos administrativos –burocracia– se incrementa precipitadamente”.
Unos dos mil años después, en su intento de controlar precios y salarios, las buenas intenciones del emperador romano Diocleciano y su “Edicto sobre precios máximos” del año 301 terminaron por ser igual de contraproducentes. Es necesario advertir que para sufragar el constante incremento de los gastos militares y públicos –en beneficios sociales como la Cura Annonae, obras arquitectónicas y burocracia–, los emperadores romanos anteriores a Diocleciano recurrieron a agotar los erarios, subir los impuestos y acuñar más monedas –disminuyendo su contenido de oro y plata. El estado romano, a diferencia de los estados modernos, no tenía la opción de emitir instrumentos de deuda pública para financiar los déficits. Como resultado del mal manejo de las finanzas del imperio y de la inestabilidad política y social del siglo III, cuando Diocleciano subió al trono en el año 284 la inflación ya era la ruina de Roma.
Con tal de frenar la inflación, Diocleciano emitió un “Edicto sobre divisas” en septiembre del año 301 en el cual duplicó el valor nominal de las monedas de plata y cobre en circulación. El economista e historiador Pródromos-Ioánnis Prodromidis argumenta que como consecuencia se duplicó el nivel de precios en el último trimestre del 301. Si el trigo egipcio costaba 640 dracmas por artaba a principios de año,1 en el último trimestre ya alcanzaba los 1332 dracmas.
Es entonces cuando Diocleciano, conocedor de los síntomas pero no de las causas de la enfermedad inflacionaria, intenta reparar el daño solo para empeorar la situación y a principios de diciembre del 301 emite el “Edicto sobre precios máximos”. En el preámbulo, Diocleciano comenta que “conviene a nosotros, que somos los padres del género humano, que la justicia intervenga como árbitro” y acusa a los comerciantes de inescrupulosos, avariciosos y perversos, dice que la paciencia imperial se ha agotado luego de años de autocontrol y no entiende cómo los precios siguen subiendo a pesar de las cosechas abundantes. La Universidad de Buenos Aires, en su revista “Anales de Historia Antigua y Medieval” recoge la traducción al español de este edicto. En 39 secciones, se dicta el máximo de precios de más de 1200 productos y salarios con un nivel de detalle que sorprende. Diocleciano llega a dividir y dictar límites para tres productos específicos como erizos de mar, erizos frescos y limpios de mar, y erizos salados de mar. Igual ocurre con sueldos específicos para el obrero que prepara la cal, el obrero que hace paredes de mosaicos, y el obrero que hace pisos de mosaicos. Resulta hilarante ver cómo también se dictaminan los límites de los salarios del limpiador de cloacas, del sastre de calzones, y del sastre de calzones de fieltro.
El preámbulo del edicto confirma la magnitud de la inflación y el hecho de que los emolumentos de los legionarios eran aumentados a causa de este fenómeno:
“… la violenta avaricia (…), que sin consideración por el género humano, no cada año, ni tampoco cada mes o cada día, sino de hora en hora y aun a cada momento se apresura a acrecentar y aumentar sus ganancias…”.
“Quién ignora, pues, que la audacia enemiga de la utilidad pública se presenta al ánimo de los especuladores para aumentar los precios de las mercancías, no al cuádruplo o al óctuplo sino a tal punto que la razón de la lengua humana no puede describir o el precio o el hecho”.
“Y por último, que a veces el soldado en la compra de un artículo se ha visto despojado del donativo y el estipendio…”.
Termina Diocleciano por manifestar que “el miedo como preceptor resulta ser moderador justísimo de los deberes; nos agrada, pues, que si alguien resistiere la forma de este estatuto sea sometido por su audacia a la pena capital”. El castigo incluía al que “por el ansia de comprar favoreciese la codicia del vendedor” y al “que posea los artículos (…) y considere que (…) debe ocultarlos”. Así, pagando justos por pecadores, no sorprenden los resultados de las virulentas buenas intenciones de Diocleciano, “padre del género humano”.
El escritor de la época Lactancio (245-325) cuenta que se derramó sangre por “objetos pequeños y baratos”, que los bienes desaparecieron de los mercados, y que a la larga los precios empeoraron. La medida no hizo sino incrementar el desabastecimiento en aquellas provincias del imperio donde el límite de precios era inferior al punto de equilibrio de la oferta y demanda. A más carestía, más transacciones fuera de los límites del edicto y a mayores precios. Esto sin contar, para mayor déficit de las arcas del estado romano, el costo del ejército de auditores. Como conclusión, “después de que muchos se encontraron con sus muertes, la pura necesidad llevó a la revocación de la ley” según Lactancio. El fracaso fue total. Ya enfermo, Diocleciano se convierte en el primer emperador en dejar voluntariamente el trono en el año 305. Treinta años después, un papiro recoge el precio del trigo a 63 veces el límite impuesto por el “Edicto sobre precios máximos”.
H. J. Haskell en su libro El New Deal en la Antigua Roma comenta que los sucesivos emperadores siguieron la tendencia de incrementar los gastos e impuestos, devaluar la moneda con la consecuente inflación, y decretar controles de precios y salarios. La naturaleza siempre expansiva del aparato estatal sobre la economía no es un fenómeno exclusivo de los regímenes modernos. Argumenta H. J. Haskell que este fue el fin del imperio romano occidental. El historiador francés Jean-Philippe Levy así lo resume: “En más de una ocasión, tanto el pobre como el rico rezaron para que los bárbaros los liberasen del yugo de la intervención del estado romano. En el año 378, los mineros de los Balcanes se pasaron en masa al bando de los invasores visigodos”.
Los controles de precios y salarios simplemente no funcionan y cuatro mil años de historia así lo demuestran. No importa si se aplican bajo la dictadura socialista de Chávez y Maduro –aquí las buenas intenciones son de dudar– o durante la presidencia del republicano Richard Nixon, amén del país y del sistema de gobierno, no funcionan.
Hoy una de las iglesias de San Juan Crisóstomo, en el Peloponeso griego, utiliza parte del “Edicto sobre precios máximos” de Diocleciano como marco de una de sus puertas. Al menos allí esta política económica encontró mejor uso.
Ayudas
Jeffrey Sachs, un economista con buenas intenciones, argumentaba en 2005 en su libro El fin de la pobreza que para el año 2025 la pobreza extrema mundial podría ser erradicada. Los 15 mil millones de dólares que EE.UU. iban a destinar para ayuda internacional en 2005 eran “mucho menos de lo que se debería dar para resolver la crisis global de miseria extrema”. Sin ignorar el rol de los mercados, Sachs aboga por planificar la ayuda financiera al desarrollo desde los países ricos para lograr este objetivo.
No es tan simple y aunque no lo parezca, la generosidad puede ser contraproducente tal como ilustra la historia de Mansa Musa. “Señor de las Minas de Wangara” y décimo mansa –rey de reyes–, Mansa Musa I gobernó el Imperio de Mali entre 1312 y 1337, un territorio que hoy corresponde, total o parcialmente a Mauritania, Senegal, Gambia, Guinea, Burkina Faso, Mali, Níger, Chad y Nigeria. El comercio de oro, sal, cobre, y marfil y los tributos desde pueblos vasallos hicieron de Mansa Musa el hombre más rico en la historia de la humanidad. Su fortuna se estima en unos 400 mil millones de dólares actuales. Duplica así el patrimonio de Jeff Bezos y supera el de nombres legendarios como la familia Rothschild y Rockefeller –con 350 y 340 mil millones de dólares respectivamente.
Como practicante musulmán, Mansa Musa decidió visitar la Meca en 1324 y no empacó ligero de equipaje. Se estima que su caravana estaba compuesta por 8 mil soldados y cortesanos –otros cálculos hablan de un total de 60 mil–, 12 mil esclavos con 4 libras de oro por persona y 100 camellos con 300 libras de oro también cada uno. Para mayor espectáculo, otros 500 sirvientes precedían la caravana y cada uno llevaba un bastón de oro de entre 6 y 10,5 libras. En total, al sumar los máximos estimados, Mansa Musa cargó con aproximadamente 38 toneladas del metal dorado. Algo así como llevar a lomo de camello de un lado a otro del continente africano el equivalente hoy a las reservas de oro en el banco central de Malasia –más de lo que tienen países como Perú, Hungría o Catar en sus bóvedas.
Al llegar a El Cairo y visitar al sultán mameluco An-Nasir Muhammad por primera vez, Mansa Musa le entregó 50 mil dinares de oro como gesto de apreciación –para tener una ligera idea, por su valor en oro actual, entre unos 13 o 14 millones de dólares.2 An-Nasir a su vez le ofreció un palacio al mansa de Mali como seña de hospitalidad y ahí estuvo este junto a sus miles de acompañantes durante tres meses. Todos los días el “rey de reyes” hacía caridad y daba lingotes de oro a los pobres, escolares y oficiales del sultán que se encontraban en su camino y sus emisarios recorrían los bazares pagando a sobreprecio con oro. El historiador árabe Al-Makrizi (1364-1442) cuenta que los regalos de Mansa Musa “sorprendían la vista por su belleza y esplendor”. Pero la alegría duró poco. Fue tanto el caudal de metal dorado que inundó las calles de El Cairo que se estima que el valor del dinar de oro cayó un 20% y le tomó a la ciudad unos 12 años recobrarse de la presión inflacionaria que tal devaluación causó. El mismo proceso sucedió luego en Medina y La Meca.
Al parecer esta historia no termina aquí. Luego de completar el hajj y de regreso por El Cairo, tal vez con la intención de reparar el error y ayudar, cuenta A.J.H. Goodwin que Mansa Musa compró de vuelta oro con la promesa de pagarlo luego a una elevada tasa de interés. Los prestamistas accedieron gustosos. Al sacar de circulación el oro, este se revalorizó y los precios disminuyeron. Sin embargo, escribe Goodwin que Mansa Musa pagó de una vez el préstamo con intereses incluidos tan pronto llegó a Mali “y los prestamistas fueron arruinados al caer el precio del oro por el suelo”. Así, por segunda vez, los buenos propósitos de Mansa Musa hicieron más daño que bien. Otras fuentes comentan que Musa desperdició todo el oro que se había llevado, a tal punto que los narradores orales no gustan hablar de él ni elogiarle por semejante derroche fuera del imperio.
Producto de consecuencias imprevistas, y a pesar de las buenas intenciones de Mansa Musa, este puede ser el primer caso de ayuda exterior fallida en la historia. Desde entonces, el efecto cobra en la ayuda internacional al desarrollo se repite una y otra vez y abundan otros ejemplos más recientes:
- Entre los 1950s y 1960s bajo el programa Food for Peace –creado por Dwight D. Eisenhower en 1954– los mercados de la India, Paquistán e Indonesia tuvieron que competir con el flujo masivo de productos agrícolas donados desde EE.UU., lo que llevó a la bancarrota a miles de campesinos y restringió el desarrollo de la agricultura en estos países por décadas.
- En 1971 el gobierno noruego destinó 22 millones de dólares para una planta procesadora de pescados en Kenia, en el lago Turkana. El objetivo era exportarlos y dar empleo a la etnia Turkana, pero ellos eran nómadas sin conocimientos ni interés en la pesca. Además, el costo de los equipos de refrigeración y agua potable eran muy elevados. La planta cerró a los pocos días.
- El Banco Mundial prestó a Tanzania más de 10 millones de dólares para el procesamiento de anacardos. Como resultado, en 1982 Tanzania tenía 11 fábricas capaces de procesar tres veces más lo que de todas maneras era producido cada año. Encima, en poco tiempo 6 de las fábricas estaban ociosas y necesitaban piezas de repuesto y las otras 5 funcionaban a menos del 20% de su capacidad. Era más barato para Tanzania enviar sus anacardos crudos a la India para su procesamiento.
- En 1995, durante la guerra civil en Sudán, la organización Christian Solidarity International comenzó a pagar entre 100 y 50 dólares de rescate por los esclavos de la etnia Dinka capturados al sur del país. Comenzó a ser más lucrativo venderle esclavos a los bienintencionados europeos y norteamericanos que venderles al norte por 15 dólares. La dinámica de las buenas intenciones incentivó este mercado y a los esclavistas a tomar más cautivos.
A los problemas de las consecuencias imprevistas se suma el de los incentivos de las propias organizaciones que trabajan en el sector de la asistencia internacional. En la serie investigativa Ayuda fallida: ¿qué salió mal?, la organización Devex –que es la plataforma de comunicación y el mayor proveedor de servicios de contratación para el sector del desarrollo internacional, o sea, que para nada está en contra de la asistencia exterior– reportó como solo en Kenia en los últimos diez años unos 22 proyectos fallaron en casi todos los sectores “incluyendo la salud, la educación, la igualdad de género, la vivienda y la adaptación al cambio climático”. Devex llega a una conclusión clave para entender por qué estos errores se repiten: “En un sector que tiende a recompensar las buenas noticias con más financiación, las organizaciones de ayuda pueden ser reacias a admitir las deficiencias de un proyecto o, lo que es peor, el fracaso de un proyecto”.
Cabe preguntarse entonces, ¿funciona la ayuda al desarrollo internacional? La respuesta es compleja. Contrario al argumento de Jeffrey Sachs de aumentar el gasto en ayudas al desarrollo internacional, William Easterly afirma que “Occidente ha gastado 2,3 billones de dólares en ayuda extranjera en las últimas 5 décadas (y) tanta compasión bien intencionada no ha traído resultados para la gente necesitada”. El socorro internacional en casos puntuales de desastres naturales o epidemias es válido y necesario. Pero cuando se trata de asistencia financiera para el desarrollo en general a mediano y largo plazo, las voces críticas –Peter Bauer, Deepak Lal, Ian Little, Bela Balassa, Jagdish Bhagwati, Anne O. Krueger, Thomas Sowell, Dambisa Moyo, William Easterly, George Ayittey, Christopher J. Coyne, Linda Polman, Michael Maren– argumentan que el flujo de capitales desde países desarrollados no hace sino impulsar la corrupción de los gobiernos destinatarios, disminuir la responsabilidad de estos gobiernos con los más necesitados, y posponer las reformas necesarias para que estos países se integren al comercio mundial bajo instituciones democráticas sólidas y economías libres de lastres burocráticos.
Muy a pesar de sus buenas intenciones, Mansa Musa demostró como la ayuda financiera a los más pobres puede ser contraproducente. No se trata de renunciar a ser solidarios sino de aprender y ser más efectivos en la noble tarea de ayudar a los más necesitados.
Colectivización
En la segunda parte de Política, Aristóteles critica el colectivismo de Platón en República y afirma: “Lo que es común a un número muy grande de personas obtiene mínimo cuidado; pues todos se preocupan especialmente de las cosas propias, y menos de las comunes, o sólo en la medida en que atañe a cada uno”. Hace más de dos mil años Aristóteles había entendido que lo que es de todos es de ninguno, y peor, las consecuencias nefastas que esto tiene. Los delirios colectivistas de Stalin y Mao asesinaron de hambre a 7 millones de seres humanos durante el Holodomor y 45 millones durante el Gran Salto Adelante. Sin embargo, y esta vez con buenas intenciones, otros intentos de colectivizar la producción y el consumo, ya sea por creer que era la idea más pragmática o por seguir una utopía, también han terminado en decepción y tragedia. Los asentamientos de Jamestown y Plymouth y la utopía de New Harmony de Robert Owen son ejemplos de buenas intenciones contraproducentes que vienen al caso.
Fundadas en 1607 y 1620 respectivamente, las colonias Jamestown en Virginia y Plymouth en Massachusetts fueron los dos primeros establecimientos británicos exitosos –a un altísimo costo humano– en lo que hoy es EE.UU.3 Los peligros a enfrentar eran cosa seria: la posible hostilidad de los habitantes locales y de los españoles que no querían competencia en el nuevo mundo, enfermedades, la incógnita de una tierra extraña a los cultivos tradicionales británicos, y muchos más. Al tanto de esto y preocupados por asegurar sus ganancias, la Virginia Company y la Plymouth Company negociaron con los colonos condiciones de propiedad y consumo colectivo de las tierras. El fin era asegurarse que los colonos asumieran como comunidad los riesgos y la defensa, para así poder pagar como grupo las inversiones antes pactadas. Lo cual es “un método mediocre de repartir las pérdidas pues concentra las inversiones del grupo en un solo activo muy poco diversificado”, tal como afirma Robert C. Ellickson en su artículo “Property in Land”. Esto, unido al problema de la falta de incentivos que genera la colectivización de cualquier tipo de propiedad fue la receta para un fracaso devenido en tragedia.
Al año de haberse establecido en Jamestown, 66 de los 104 colonos habían muerto por hambre, ataques de tribus vecinas, y enfermedades. Lo peor vino en el invierno de 1609 durante “el tiempo de la hambruna” cuando los colonos recurrieron a comer perros, ratas y caballos para sobrevivir, se presume incluso de un caso de canibalismo. Para la primavera de 1610, solo 60 de los 500 pobladores habían sobrevivido. Al invierno y la sequía, se le había sumado la baja productividad de los colonos. La tierra era propiedad de la Virginia Company y los colonos estaban sujetos a contratos de trabajo donde cada cual recibía partes iguales de la producción con total independencia del esfuerzo individual. A pesar de ser temporada de cosecha, cuando en mayo de 1611 el nuevo gobernador Thomas Dale llega a Jamestown se encuentra que el ocio era el estado de ánimo y en las calles se jugaba a la petanca. El capitán John Smith en su Historia General de Virginia, Nueva Inglaterra y las Islas Summer –una suerte también de memoria personal de su tiempo en Jamestown– describe el estado de cosas así: “Cuando nuestra gente se alimentaba del almacén común y trabajaban todos juntos, se alegraban de que pudieran escapar de su trabajo o dormirse en su tarea sin importar cómo”. La situación cambió en 1614 cuando el gobernador Thomas Dale decidió entregar tres acres de tierra a cada colono y 12 en caso de una familia. Los incentivos de la propiedad privada pronto dieron resultados y John Smith calculó en siete veces el incremento de la producción. John Rolfe –que había sido líder de la colonia– le comentó a la Virginia Company que desde entonces los indios Powhatan le pedían maíz a los ingleses, contrario a como había sido anteriormente.
La colonia de Plymouth recorrió un camino paralelo al de Jamestown con algunas añadiduras que valen la pena mencionar. En 1620, 102 colonos parten para el nuevo mundo en el Mayflower y de ellos, 41 eran pilgrims –puritanos de corte calvinista críticos de la iglesia anglicana. Esta expedición es pionera por tres razones: el Pacto del Mayflower fija un gobierno por voluntad y aprobación de los propios gobernados –muchos historiadores ven su influencia en la Declaración de Independencia de 1776–; la colonia de Plymouth representó un lugar donde la libertad de religión era respetada4; y por último, Plymouth confirma que un régimen de propiedad privada era no solo justo sino necesario. Ante la insistencia de los inversores de Londres, los colonos acordaron trabajar bajo un régimen de propiedad y consumo colectivo durante siete años, luego, inversores y colonos recibirían el fruto del trabajo total. Mientras, los colonos recibirían del almacén común según sus necesidades. Para los primeros seis meses, casi la mitad de los colonos habían fallecido por enfermedades, entre ellos su primer gobernador. William Bradford asume entonces la administración del asentamiento. Tres años después todavía Plymouth era apenas capaz de producir alimentos para subsistir. En sus memorias Del asentamiento de Plymouth, William Bradford explica la raíz del problema en la falta de incentivos que se desprendía de “este curso y condición común” que era la administración comunal. Continúa Bradford diciendo que era “evidente la vanidad y arrogancia de Platón y los antiguos al pensar que cambiar la propiedad por la comunidad en pos de la riqueza común, los haría felices y florecientes”. En referencia directa al régimen de propiedad en Plymouth, Bradford asevera: “Esta comunidad, en la medida en que lo fue, se encontró que generaba mucha confusión y descontento y retrasaba mucho el empleo que hubiera sido para beneficio y comodidad. Porque los jóvenes, que eran los más aptos y capaces para el trabajo y el servicio, se quejaban de que debían dedicar su tiempo y sus fuerzas a trabajar para las esposas e hijos de otros hombres sin ninguna recompensa”. En 1623, luego de mutuo acuerdo y deliberación, Bradford decide dar parcelas de tierra a cada familia en proporción con su número de miembros. Cuenta en sus memorias que: “Esto tuvo mucho éxito, ya que hizo que todas las manos fueran muy trabajadoras, por lo que se plantó mucho más maíz del que se hubiera plantado de cualquier otra manera”.
Nunca más las colonias de Jamestown y Plymouth regresaron a la propiedad colectiva y se pensará que Norteamérica se había curado de esa obsesión. Pues no. En abril de 1825 Robert Owen compró a los rappitas –un grupo que se desprende del luteranismo alemán– el pueblo de Harmony, en el estado de Indiana. Owen rebautizó el pueblo como New Harmony y se dispuso a poner en práctica la utopía, su certeza expuesta en 1816 en “Un discurso a los habitantes de New Lanark”: “Sé que la sociedad puede formarse de manera que exista sin crimen, sin pobreza, con mejor salud, con poca o ninguna miseria, y con inteligencia y felicidad multiplicada por cien”. A este buen fin se dedicaron los 900 nuevos habitantes de New Harmony que encontraron tierras cultivadas, edificios en excelente estado y suficiente ganado adquirido de los rappitas.
Luego de llegar a New Harmony a principios de 1826, cuenta Robert Dale Owen –hijo de Robert Owen– en sus memorias Threading My Way: Twenty-Seven Years of Autobiography como “por un tiempo la vida allí fue maravillosamente agradable y esperanzadora”. Había libertad de expresión e incluso vestimenta y se celebraban conciertos y reuniones semanales para discutir los principios de la comunidad, tal como menciona Robert Dale; quien también explica cómo hasta ese momento “el comité ejecutivo estimaba el valor del servicio de cada persona para luego dar a todas las personas empleadas respectivamente crédito por la cantidad de productos que podían retirar de los almacenes”. Un sistema de distribución que demostró ser ineficiente y desde un principio desincentivó la producción. He aquí porqué para Robert Dale la vida fue agradable y esperanzadora… ¡por un tiempo! Y es que New Harmony fue experimentando, uno por uno incluso antes del arribo de Robert Dale, los trastornos que un siglo después de manera trágica sufrieron los países donde el socialismo de inspiración marxista se implantó. No es casual que, en 1875, Marx en Crítica al Programa de Gotha describa a pie juntillas el mismo proceso ideal de distribución colectiva antes de alcanzar la fase comunista: “La sociedad le entrega un bono (al trabajador) consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (…) y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió”.
En su libro El paraíso en la tierra: ascenso y caída del socialismo, Joshua Muravchik describe la evolución de New Harmony y resulta que sus paralelismos históricos con los posteriores regímenes comunistas del siglo XX, desde la pequeña Albania de Hoxha o la gigantesca China de Mao, son de calco: baja producción, ineficiencia, despilfarro, informantes, absolutismo unipersonal, culto a la personalidad, marginalización de un sector, y un liderazgo ajeno y renuente a la realidad.
Los problemas se comenzaron a acumular desde la fundación de New Harmony en abril de 1825. Un visitante reportaba que “las calles estaban llenas de holgazanes que todo lo tenían que debatir”. Un residente escribía que “en lugar de esforzarse por saber quién debe hacer más, el mayor esfuerzo se pone en acusar a otros de hacer poco” lo que daba lugar al “reino de las denuncias”. A la escasez se le sumaba la ineficiencia del sistema de distribución arriba mencionado. Otro poblador recordaba en sus memorias que “incluso las ensaladas se depositaban en el almacén para ser repartidas en diez mil pasos innecesarios, por lo que llegaban a las mesas en mal estado y marchitas”. ¿Cómo entonces se financiaba New Harmony? Con el dispendio de la fortuna de Robert Owen, quien a principios de 1826 decide ir un paso más adelante y aprobar una nueva constitución para establecer la fase final, una “Comunidad de Igualdad basada en el principio de propiedad común” tal como narra Robert Dale. Explica Robert Dale que bajo esta nueva constitución “todos los miembros, según sus edades, no según el valor real de sus servicios, debían ser suministrados, lo más cerca posible, con alimentos, vestimenta y educación similares; (…) vivir en casas similares y, (…) ser alojados de la misma manera”. Esta nueva etapa es lo que Marx luego llama en Crítica al Programa de Gotha la “fase superior de la sociedad comunista: … ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!”.
El fracaso de New Harmony se aceleró. Un primer grupo disidente decide partir ante la creciente animosidad religiosa de Owen quien dos semanas después de aprobada la constitución es investido con poderes de decisión absolutos. El periódico local decía en su editorial semanas después: “Bajo la dirección del señor Owen, las más gratificantes anticipaciones del futuro pueden ser satisfechas con seguridad”. Owen instauró un sistema de chequeo donde cada habitante era evaluado en base a su trabajo y cada domingo se daban los resultados en reunión pública. Para el otoño de 1826 Owen expulsaba unas veinte familias que había considerado indeseables para la comunidad. A pesar de los problemas que se acumulaban, en mayo de 1827, Owen da un discurso y proclama que “el sistema social ahora está firmemente establecido… y no podría sentir más alegría en saber que los obstáculos han sido superados”. New Harmony moría y Owen vivía una realidad paralela. Para 1828 desaparecía este proyecto de utopía, de hermandad colectiva. Owen culpó de tal fracaso a los propios habitantes por no ser material para ese “hombre nuevo” que tal proyecto debía concebir. Por supuesto, la culpa siempre es de otros. Sin embargo, Robert Dale sí entendió la naturaleza del fracaso y fue profético: “No creo que pueda tener éxito ningún experimento que remunere igualmente todos los hombres, el diligente y el dilatorio, el artesano hábil y el trabajador común, el genio y el esclavo. Hablo de la época actual, lo que puede suceder en un futuro lejano es imposible de prever e imprudente de predecir. Lo que puede ser seguro predecir es que un plan que remunera a todos por igual, (...) fracasará, social y financieramente”. Hoy sabemos de estos fracasos.
Además de New Harmony, hubo otros bien intencionados ensayos que terminaron en fiasco: “Idéntico fin padeció Icaria, el experimento del comunista Cabet, cuyos miembros acabaron queriendo matarse de hambre unos a otros, y algo menos truculentamente sucumbió Brook Farm, la llamada Granja de los Intelectuales” cuenta Antonio Escohotado quien en su segundo volumen de Los enemigos del comercio trata en detalle estas utopías devenidas en distopías a pequeña escala.
Para debatir la conveniencia de la propiedad privada sobre la colectiva, sea esta última a manos de una comunidad específica como Jamestown o New Harmony, o a manos del todo poderoso Estado, es necesario entender los bienes por su naturaleza de exclusión y rivalidad en el consumo tal como propuso Paul A. Samuelson en 1954 –y lo que de aquí se ha desprendido que es la clasificación de estos bienes en privados, públicos, comunes y de club.5 Por su naturaleza no excluyente, los bienes públicos y comunes desembocan en el problema del free rider6 y los bienes comunes en específico en lo que Garrett Hardin acuñó en 1968 como “La tragedia de los comunes”7, esto es, el consumo individual de los bienes comunes agota estos en detrimento final del colectivo. Sobreviene con la tragedia de los comunes lo que Aristóteles ya advertía en Política: “Lo que es común a un número muy grande de personas obtiene mínimo cuidado”. Lo mismo sucede cuando los bienes que son privados por naturaleza se administran por el colectivo. De paso, se pierde el incentivo para producir y la violencia pronto reemplaza el esfuerzo voluntario individual. No importan las buenas intenciones y las promesas de utopías, la colectivización sea a manos de una comunidad o del estado, puede terminar, en el mejor de los casos en desventura, en otros en promontorios de cadáveres.
Impuestos
Tal como aseguran A. H. M. Jones en Inflación bajo el Imperio Romano, Bruce Bartlett en “Como el excesivo gobierno mató a la antigua Roma”, y H. J. Haskell en su libro El New Deal en la Antigua Roma, parte de las causas de la desintegración del imperio romano occidental está en el excesivo nivel de impuestos que la burocracia impuso sobre sus ciudadanos. Sucedió que los más ricos los evadían a través de medios legales e ilegales mientras las clases media y baja no podían. Cuenta Bruce Bartlett como “en los cincuenta años posteriores a Diocleciano (284-305) la carga impositiva se duplicó aproximadamente, haciendo imposible que los pequeños agricultores vivieran de su producción”. El pensador de la época Lactancio (250-325) describe la situación así: “El número de beneficiarios –del gasto de la burocracia imperial– comenzó a superar el número de contribuyentes de impuestos; de modo que los medios de subsistencia de los labradores se agotaron por las enormes imposiciones, las granjas fueron abandonadas, y los terrenos cultivados se convirtieron en bosques”. Los impuestos, lejos de contribuir a mantener el imperio, fueron la ruina y catalizador de su caída.
No se esperaban los césares y burócratas romanos que los incentivos y leyes económicas actuaran con independencia de mandatos y disposiciones. Sucede con los impuestos –al igual que con los controles, las ayudas y la colectivización– que las consecuencias imprevistas pueden dar al traste con las buenas intenciones de quien tome las medidas. Así sucedió en 1990 cuando el Congreso de EE.UU. aprobó la entrada en vigor para el año siguiente de un 10% de “Impuesto al lujo” sobre “los autos con un valor superior a 30.000 dólares, a los barcos con un valor superior a 100.000 dólares, a las joyas y pieles con un valor superior a 10.000 dólares y a los aviones privados con un valor superior a 250.000 dólares” según The Wall Street Journal. Si los más ricos pagaban por tales bienes superficiales, entonces podían contribuir más a la sociedad. Debían de pagar su parte correspondiente. Su fair share tal como hoy, 20 años después, socialistas como Ocasio-Cortez y el ala más a la izquierda del partido demócrata truenan desde Twitter y sus curules. Sin embargo, la ley de oferta y demanda actuó con independencia de los congresistas. Sucede que la demanda de productos de lujo es, por lo general, elástica. Un millonario puede fácilmente comprar un auto de lujo o hacer una donación caritativa o comprar una casa nueva en Mónaco. Por otra parte, la oferta de estos bienes en el corto y mediano plazo es inelástica. Sucede que una fábrica de Ferrari no puede ser fácilmente transformada para producir otros bienes ni las habilidades específicas de un trabajador de la línea de ensamblaje de yates pueden ser fácilmente transferibles a otra actividad. La carga impositiva de tal impuesto cae entonces sobre la oferta, sobre la clase media-baja que trabaja en esas fábricas, sin contar las pérdidas que tales compañías tendrían en detrimento de otros gravámenes como el corporativo –o impuesto sobre sociedades. Si no hay demanda, los precios bajan y hay reducciones salariales, despidos y cierres. Los millonarios seguirán comprando sus yates en otros lugares e irán de vacaciones a Bali.
En 1993, The Washington Post reportaba que en un año y medio el impuesto a los yates había recaudado 12,7 millones de dólares, fondos para apenas sufragar los gastos de Departamento de Agricultura por 2 horas mientras se había “contribuido a la devastación general de la industria náutica americana, así como de los joyeros, peleteros y fabricantes de aviones privados que también fueron blanco del impuesto especial”. El Joint Tax Committee había estimado que en el primer año, esto es 1991, el gravamen sobre las ventas de aviones privados recaudase 6 millones de dólares, pero el resultado fueron unos decepcionantes 53 mil dólares, apenas un 0,9% de lo proyectado. En total, ese primer año los impuestos al lujo recaudaron 97 millones de dólares menos de las proyecciones iniciales mientras los fabricantes de yates de Maine y Massachusetts perdieron un 77% de sus ventas y tuvieron que despedir a 25 mil trabajadores tal como confirma The Wall Street Journal. Bajo consenso bipartidista, el Congreso canceló el Impuesto al Lujo en 1993 para todos los bienes excepto los autos, los cuales luego fueron cancelados en 1996 con entrada en vigor el 1ro de enero de 2003. El impuesto al lujo tuvo corta vida.
Por otra parte, parece tener larga vida la idea del impuesto a la riqueza –que es sobre el valor del patrimonio de un individuo, diferente de un gravamen sobre la renta, que se basa en los ingresos de una persona. Thomas Piketty avivó la discusión en 2013 con su libro El capital en el siglo XXI y en EE.UU. en particular es un debate que ha renacido desde 2016 con la campaña presidencial del senador “socialista democrático” Bernie Sanders.8 El propósito es redistribuir la riqueza y solventar programas sociales con estos ingresos. Más fácil dicho que hecho. Resulta que, amén de estas supuestas buenas intenciones, los resultados en los países europeos donde se ha intentado no han sido satisfactorios. Entre las razones para la derogación del impuesto a la riqueza en los países europeos, en 2018 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) reportó la evasión y elusión fiscal; el riesgo de fuga de capitales debido a “la creciente movilidad del capital y el acceso de los contribuyentes ricos a los paraísos fiscales”; el hecho de que “no se suelen cumplir los objetivos de redistribución”; y lo que es peor, “la preocupación por los elevados costos administrativos y de cumplimiento, en particular en comparación con sus limitados ingresos”. A ellos hay que sumarle el impacto negativo sobre la innovación y la toma de riesgos en las inversiones y las dificultades de tasar propiedades como arte, yates, casas, activos financieros, y propiedad intelectual.
Francia es uno de los ejemplos de esta buena intención devenida en naufragio. El impuesto a la riqueza fue puesto en vigor primero entre 1982 y 1986, y luego entre 1989 y 2017 con el nombre de “Impuesto de solidaridad sobre la fortuna”. Se estima que unos 42 mil millonarios abandonaron el país entre 2000 y 2014, y la cifra aumentó exponencialmente en 2015 (10 mil) y 2016 (12 mil). Entre ellos estuvo el actor Gérard Depardieu quien acusó a la entonces administración del socialista François Hollande de sancionar “el éxito, la creación, el talento, y en realidad la diferencia”. Durante su existencia, el aporte anual al PIB de este impuesto “solidario” fue de apenas entre un 0,1% y un 0,2% según la OCDE. El economista francés Eric Pichet calculaba en 2007 que este gravamen hacía perder desde 1989 unos 200 mil millones de euros por fuga de capitales, provocaba un déficit fiscal anual de 7 mil millones de euros, el doble de que lo recaudaba, y además, reducía el PIB en un 0,2% al año, es decir, los mismos 3,5 mil millones de euros que aproximadamente ingresaba. Concluye Pichet que “el impuesto sobre el patrimonio empobrece a Francia, desplazando la carga fiscal de los contribuyentes ricos que salen del país a otros contribuyentes”. El caso de Suecia es similar. El fundador de IKEA Ingvar Kamprad abandonó el país en 1973 para escapar de las pesadas cargas impositivas, entre ellos al patrimonio, y solo regresó 40 años después una vez estos fueron abolidos en 2007. Ese último año se estimaba que el impuesto al patrimonio recaudaba anualmente unos 4.500 millones de coronas suecas mientras que desde su puesta en vigor en 1947 había hecho perder unos 1,5 trillones de coronas. Con un cálculo aproximado, en 60 años por este gravamen se perdió 5,5 veces lo que se recaudó. No sorprende entonces que de 14 países europeos que tenían este tipo de impuesto, hoy solo 3 lo mantienen.9
Junto con Piketty, los académicos Gabriel Zucman y Emmanuel Saez son de las voces más reconocidas que abogan por el impuesto a la riqueza. En un artículo para el Washington Post, Zucman y Saez reconocen que en 1990, 12 de los países de la OCDE tenían este impuesto mientras hoy solo son tres. Luego sostienen que “los escépticos señalan la experiencia de Europa, considerándola una debacle que predice el fracaso también a este lado del Atlántico (...) no importa que Francia, Alemania y Suecia hayan eliminado estos impuestos bajo gobiernos conservadores, que normalmente se oponen a este tipo de impuestos”. ¡Precisamente! Zucman y Saez se contradicen en su argumento. Dice mucho que de los 9 gobiernos que decidieron derogar este gravamen, 6 hayan sido de centro o izquierda. Más adelante, Zucman y Saez comentan que los impuestos a la riqueza europeos “incluían innumerables exenciones y deducciones que Elizabeth Warren y Bernie Sanders planean eliminar”. Habría entonces un ejército de auditores, contadores y abogados para tasar cuadros, joyas y acciones en la bolsa. Al final, estos autores reconocen el problema de la evasión fiscal y culpan a los gobiernos europeos de ello: “Europa tolera la competencia fiscal. Un parisino con aversión a los impuestos sólo necesita mudarse a Bruselas para liberarse inmediatamente de estas imposiciones en Francia”. Pero, ¿por qué Francia ha de imponerle a Bélgica sus leyes? O lo que es peor, ¿por qué los votantes belgas de distintas tendencias tienen que aceptar lo que digan los votantes de un gobierno extranjero? La respuesta es más estado intervencionista, y esta vez transnacional.
Cada año África pierde unos 50 mil millones de dólares por evasión de impuestos. Cabe preguntarse, si Europa, con toda la solidez de sus instituciones, no ha sido capaz de llevar adelante esta idea, ¿qué quedará para países donde la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia en la administración pública son rampantes?
Argentina es el país con mayor carga impositiva en la región y la octava nación del mundo que más pierde PIB por evasión fiscal –un 4,42%. En términos absolutos, al país austral se le escapan 21.400 millones de dólares al año, solo superado por las muchas mayores economías de EE.UU., China, India y Japón. Hace semanas, el gobierno de Alberto Fernández aprobó un impuesto a la riqueza con el objetivo de paliar los estragos económicos del COVID-19. Queda esperar por los resultados de las buenas intenciones de la Casa Rosada.
Conclusiones
En su libro de 1759, La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith cuenta que “el hombre del sistema (…) se imagina que puede arreglar las diferentes partes de la gran sociedad del mismo modo que se arreglan las diferentes piezas en un tablero de ajedrez. No considera para nada que las piezas de ajedrez puedan tener otro principio motor que la mano que las mueve, pero el gran tablero de ajedrez de la sociedad humana tiene su propio motor totalmente diferente de los que el legislativo ha elegido imponer”. El “hombre del sistema”, desde Hammurabi hasta el argentino Alberto Fernández, desconoce que son poco relevantes las buenas intenciones cuando son las interacciones de numerosos individuos, con sus particulares incentivos, las que determinan los resultados de cualquier política. Muy a menudo, las consecuencias imprevistas terminan por dar al traste con los buenos propósitos de emperadores, socialistas utópicos e incluso economistas que olvidan lo que se ve y lo que no se ve, tal como decía Frédéric Bastiat. Los controles de precios y salarios, las ayudas financieras, la colectivización, y los impuestos son ejemplos de ello. Cuando las políticas públicas ignoran la evidencia empírica, es muy probable que las buenas intenciones terminen por ser malas políticas.
Notas:
1. La artaba solía ser una unidad de medida de grano en el antiguo Egipto, equivalente a 22,41 kilogramos. El dracma greco-egipcio era equivalente a 1/4 de denario.
2. Tomando en consideración que el dinar tenía un peso de 4,5 gramos y una pureza en oro de entre 22k y 24k, a día de hoy sería entre unos 12,7 y unos 13,8 millones de dólares. Hoy día el precio del oro cambia constantemente y otros estimados dan al dinar un peso de 4,25 gramos. También, esto es basado en el valor actual del oro per se, no en el poder adquisitivo de 50 mil dinares en el año 1324. En cualquier caso, sorprende que Musa entregue una fortuna solo por el hecho de llegar a El Cairo.
3. Fundada primero en 1585, y por segunda vez en 1587 luego de su inicial fracaso, técnicamente Roanoke fue la primera colonia británica. Sus poco más de cien colonos desaparecieron y la colonia fue encontrada abandonada y en ruinas en 1590. Hoy el paradero de sus habitantes es un misterio.
4. Con todas sus imperfecciones, al menos ahí el credo no se imponía a pólvora y acero mientras que Europa se desangraba en las Guerras de Religión.
5. Aunque no de manera esquemática y siempre en dependencia de los grados de excluibilidad y rivalidad en el consumo, los bienes se pueden clasificar en: Bienes privados: excluibles y rivales en el consumo. Excluible en tanto una persona puede impedir a otra de este bien y rival en el consumo en tanto el uso de una persona disminuye la cantidad del beneficio disponible para el consumo de otra. Ej.: un lote de tierra, un auto, o un activo financiero. Bienes públicos: no son excluibles ni rivales en el consumo. Ej.: la luz de un faro (un capitán no puede excluir a otro del uso de este bien ni tampoco disminuir su cantidad disponible). Bienes comunes: no son excluibles pero son rivales en el consumo. Ej.: los peces en el océano, el pasto de un lote de tierra propiedad colectiva, los beneficios del medio ambiente. Bienes de club: son excluibles pero no rivales en el consumo. Ej.: el servicio de tv satelital o un estadio de béisbol.
6. El problema del free rider o beneficiario gratuito es cuando una persona recibe el beneficio de un bien no excluible –sea un bien público o común– sin tener que necesariamente pagar por él, por lo tanto su incentivo será no pagar por ese bien.
7. Para desafiar la tragedia de los comunes como teoría absoluta, Elinor Ostrom en “El gobierno de los bienes comunes” señala éxitos y fracasos donde la propiedad colectiva –en manos de una comunidad, no del estado– puede administrar eficientemente bienes comunes como los recursos naturales. Pero esto es, de manera voluntaria y en pequeñas comunidades.
8. Para una crítica detallada a la tesis de Thomas Piketty, ver la colección de ensayos compilados por Jean-Philippe Delsol, Nicolas Lecaussin y Emmanuel Martin en “Anti-Piketty”.
9. Los países que abolieron este impuesto son Austria, Dinamarca, Finlandia, Francia, Alemania, Islandia, Irlanda, Italia, Holanda, Luxemburgo, y Suecia. El impuesto al patrimonio se mantiene en Noruega, España, y Suiza.