Herencia maldita
Macario Schettino señala las razones históricas por las cuales Latinoamérica ha sido consistentemente una de las regiones más desiguales y violentas del mundo.
En varias ocasiones le he comentado que América Latina es el continente más desigual y más violento del mundo. Algunos no lo creen, y encuentran algún país africano con más desigualdad (sí los hay) o algún otro que es más violento durante un tiempo. Pero se trata de casos aislados o de momentos específicos. De manera estable, nuestro continente es el más desigual y el más violento.
¿Qué más tenemos en común los latinoamericanos? En materia económica, además de la desigualdad, somos países de ingreso medio, muy dependientes de las materias primas, y tradicionalmente reacios al libre comercio. Sin duda, hay variantes. México es ahora un país que no depende de materias primas y muy abierto al comercio, pero sólo lo ha sido por los últimos 25 años. Chile parece a punto de salir del ingreso medio. En lo general, sin embargo, ésas son características económicas de los países latinoamericanos.
Históricamente, nuestros puntos en común son conocidos: culturas autóctonas que no desarrollaron metalurgia (salvo de oro y plata), y que nos heredaron una cantidad no menor de costumbres e ideas. Luego, la conquista y la colonia, que nos dejó idioma y religión, modificados por dichas culturas originales.
Políticamente, (casi) todos nos independizamos en el primer cuarto del siglo XIX, y luego vivimos medio siglo de caudillos, 35 años como proveedores del capitalismo global, y después las guerras civiles y el clientelismo populista del siglo XX, que en América del Sur se reflejó en la disputa entre blancos y colorados, y en México estaba subsumido en un único partido.
Es una visión esquemática (unos pocos renglones), pero me parece que ayuda a entender por qué nuestra gran desigualdad y desatada violencia. Las independencias fueron más maniobras de las élites locales que luchas liberales, y es la dinámica entre esas élites y los caudillos lo que explica mejor nuestra historia. En esencia, América Latina vive, en los últimos dos siglos, las relaciones de poder que Europa conoció entre los siglos XIV y XIX. Al compararnos con Europa (y sus brotes) de forma contemporánea, nos abruma una sensación de atraso que creo que explica un cierto complejo de inferioridad, pero también la desesperación frente a una aparente lentitud en nuestro avance: económico, político y social.
Tanto nuestra desigualdad como nuestra violencia son más parecidas a las que Europa y sus brotes vivieron hace cuatro siglos, y también lo es nuestra religión y, con un poco de ajuste, la política y la economía. Cualquier país latinoamericano de hoy, en cuanto a sus características sociales, políticas y económicas, no desentonaría en el siglo XVII europeo. El secularismo, la innovación, la competencia, la globalización, no son lo nuestro. Queremos todo lo bueno de los países que hoy son desarrollados, sin pagar el costo que ellos cubrieron durante siglos.
Reducir la violencia implica contar con un Estado fuerte como el que los europeos construyeron en ese tiempo, o el que tienen países asiáticos incluso desde antes (y que no perdieron con la invasión europea). Impedir que ese Estado abuse requiere limitarlo legalmente, pero nuestro Estado de derecho es muy débil, y lo hemos debilitado aún más con excesos 'garantistas' (imposibles de cumplir sin el Estado fuerte, por cierto).
Reducir la desigualdad implica terminar con el capitalismo de cuates, propio de los estados de élites (como fueron creados los latinoamericanos). Ese proceso puede acelerarse a través de la innovación y la competencia, hoy bloqueados por leyes hechas para defender las clientelas, sostén de los caudillos.
De cierta forma, terminar con la sociedad desigual y violenta, la economía primaria y cerrada, y la política de caudillos y clientelas implica dejar de ser latinoamericanos, en el sentido histórico. Creo que vale la pena hacerlo.
Este artículo fue publicado originalmente El Financiero (México) el 19 de septiembre de 2017.