Hablemos de drogas

Guillermo Miranda Cuestas dice que "Es cierto que El Chapo escapó por un túnel, pero también es cierto, e incluso más preciso, decir que escapó por la corrupción. El hecho que el Estado mexicano sea superado por la capacidad del crimen organizado de corromper no solo el control de su extenso territorio, sino de su prisión de mayor seguridad, explica mejor el fracaso de la guerra contra drogas".

Por Guillermo Miranda Cuestas

Es cierto que El Chapo escapó por un túnel, pero también es cierto, e incluso más preciso, decir que escapó por la corrupción. El hecho que el Estado mexicano sea superado por la capacidad del crimen organizado de corromper no solo el control de su extenso territorio, sino de su prisión de mayor seguridad, explica mejor el fracaso de la guerra contra drogas. Las cifras de este millonario negocio hablan por sí solas.

Un estudio de 2013 de la Organización de Estados Americanos (OEA) presenta un cálculo muy revelador sobre el incremento del precio de la cocaína a lo largo de sus fases de producción, distribución y consumo. Un kilo de pasta base de hidrocloruro, necesaria para producir cocaína, requiere de entre 450 y 600 kilos de hoja de coca; kilos por los que el granjero de la selva colombiana recibe entre $585 y $780. Al transformarse en pasta base, el kilo se vende en $2.700; luego, en $7.000 en los puertos colombianos; en $10.000 en América Central; en $15.000 en la frontera norte de México; y en $27.000 al mayoristas en EE.UU. Después de adulterar la sustancia para duplicar su volumen, el gramo de cocaína refinado alcanza un precio de $165, equivalente a $330.000 respecto al mismo kilo que salió de Colombia, país que provee el 95% del consumo de cocaína en EE.UU. según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés). En resumen, el valor del kilo de pasta se multiplicó en el mercado negro en casi 500 veces. ¿Qué se hace con ese dinero?

Ese dinero sirve, entre otras cosas, para financiar impunidad y armas. La impunidad es fundamental para el narcotraficante, quien requiere de espacios de ausencia estatal para operar. En países con instituciones débiles y problemas socioeconómicos profundos, el dinero generado del tráfico de droga sirve para corromper funcionarios y empleados públicos, tales como diputados, alcaldes, jueces, policías y claro está, custodios en cárceles de máxima seguridad. Asimismo, el control territorial también es indispensable para el tráfico de drogas y para ello debe comprarse armas. De hecho, la distribución de la droga se asocia con altos grados de violencia por la disputa del territorio. Este factor resulta crítico al considerar que es América Central, de acuerdo a las cifras de la OEA, donde transita el 80% de la cocaína consumida en EE.UU.

Debatir el tema en El Salvador encuentra distintas resistencias. Se dice que la violencia en el caso salvadoreño tiene poca relación con el narcotráfico, a diferencia de Guatemala y Honduras. Y es verdad. Mientras Guatemala es un cuello de botella por su ubicación geográfica en la ruta de la droga, Honduras tiene un territorio poco poblado y por ende idóneo para el tráfico aéreo. Solo entre febrero y marzo de 2012 se descubrieron 62 pistas de aterrizaje clandestinas en cuatro ciudades hondureñas, según un informe de la UNODC de ese mismo año. Sin embargo, para los migrantes salvadoreños indocumentados que sufren de esclavización y demás violaciones en su paso por áreas sometidas por el narco, el argumento no vale. Quien lo niegue no solo ignora masacres como las de Tamaulipas y numerosos trabajos periodísticos sobre el tema, sino el hecho de que los cárteles han diversificado sus actividades a otros “rubros” como trata de personas, prostitución infantil, venta de armas, contrabando, etc.

Hablemos de drogas pero con otro lenguaje, un lenguaje honesto e informado. No es honesto ni es informado señalar únicamente los costos de políticas de despenalización o legalización sin considerar sus beneficios —fiscales, por ejemplo— y sobre todo los costos de la política actual, cuyas vidas humanas suman más que las víctimas de su propia adicción. Incluso, desde un enfoque de salud pública y con el espacio legal y los recursos tributarios necesarios, estas víctimas podrían recibir una mejor atención a su enfermedad. En una región donde ningún gobierno tiene la capacidad de continuar esta guerra y mucho menos de ganarla, varios países han comenzado a modificar sus políticas antidrogas al reconocer una premisa cada vez más evidente: la guerra contra las drogas fracasó hace ratos. Si todavía se resiste a entenderlo, el Señor de los Túneles agradece su incomprensión.

Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de Hoy (El Salvador) el 22 de julio de 2015.