Gasto e inflación en el imperio romano
Orestes R. Betancourt Ponce de León relata la historia del declive del imperio romano producto del gasto público excesivo y la inflación.
Por Orestes R. Betancourt Ponce de León
El ciclo de gasto e inflación no es un fenómeno exclusivo del estado moderno y 2000 años de historia desde el imperio romano son obstinados en dar muestras de ello.
Para sufragar el incremento de los gastos militares y públicos en beneficios sociales, construcciones y burocracia, los emperadores romanos agotaron los erarios, subieron impuestos y desvalorizaron el denario. El estado romano, contrario a los estados modernos, no podía emitir instrumentos de deuda pública para financiar los déficits y postponer la bancarrota al menos temporalmente. Como resultado, cuando Diocleciano sube al trono en el 284 y estabiliza el imperio luego de crisis del siglo III, la inflación ya era la ruina de Roma. ¿Cómo se llegó a ese punto?
Gasto
Cuentan Bruce Bartlett en Como el excesivo gobierno mató a la antigua Roma y H. J. Haskell en El New Deal en la Antigua Roma como luego de Augusto (27 a.n.e. -14) el número aproximado de habitantes de Roma que recibían grano gratis –Cura Annonae– eran 200.000. En el siglo III, dos libras diarias de pan sustituyeron al grano y Septimio Severo (193-211) ordenó distribuir aceite. Aureliano (270-275) añadió cerdo y vino gratis, hizo los subsidios hereditarios, y los amplió a otras ciudades.
Al mismo tiempo, desde inicios del siglo II los gastos en administración y obras públicas –templos, baños y acueductos– eran masivos. Bajo Adriano (117-138) todas las ciudades fueron embellecidas, por ejemplo Segovia con su acueducto. Si cada emperador gastaba por vanidad o buena voluntad, los gastos militares pronto serían cuestión de supervivencia personal. Septimio Severo (193-211) dijo a sus hijos Caracalla y Geta antes de morir: “vivid en harmonía, enriqueced a los soldados y burlaos del resto”. Septimio compró la lealtad de los legionarios subiendo sus salarios de 300 a 500 denarios anuales. Caracalla (211-217) aprendió y en cierta ocasión dijo “nadie debe tener dinero excepto yo, para que pueda dárselo a los soldados”.
Con el gasto in crescendo, cuenta H. J. Haskell que ya desde Marco Aurelio (161-180) el imperio estuvo cerca de la bancarrota. Para pagar la defensa de las fronteras del Danubio el filósofo-emperador subastó los tesoros de la corona. Cuando las legiones exigieron más remuneración, Marco Aurelio respondió: “todo lo que reciban por encima de su salario debe ser exigido de la sangre de sus padres y parientes”. Se refería, podemos asumir, a los impuestos.
Con el aumento de los impuestos, los más influyentes conseguían “exenciones”. Una mayor carga impositiva sobre menos contribuyentes ahogaba las finanzas públicas. En vano intentó Caracalla (211-217) recaudar más impuestos –para defender las fronteras norte y este contra los germanos y los partos y construir Termas de Caracalla– cuando en el 212 otorgó ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio. Con la inflación y la posterior crisis económica del siglo III, es de esperarse que lo recaudado fuese menos.
Agotadas las arcas y sin ingresos de los impuestos, Caracalla (211-217) aumentó el circulante disminuyendo el peso del denario y su contenido de plata al 50%. Afirman Bruce Bartlett y A.H.M. Jones que esto comenzó con Nerón (54-68) quien disminuyó la plata del denario de 95% a 90%. Marco Aurelio (161-180) lo redujo a 75% y Septimio Severo (193-211) a 60%. Para mediados del siglo III, era del 5% y bajo Claudio II Gótico (268-270) solo un 0.02%. Robert L. Scheuttinger y Eamonn F. Butler aseguran que “parecería claro que la principal causa de la inflación fue el drástico crecimiento de la oferta monetaria debido a la devaluación de la moneda”.
El asesinato de Alejandro Severo (222-235) abre la Crisis del Siglo III. En 49 años se suceden 20 emperadores, ocurre la Plaga de Cipriano y las guerras internas y externas son constantes. La devaluación del denario y la interrupción del comercio interregional y el nivel de producción favorecieron los precios al alza.
Aureliano (270-275) momentáneamente restauró la paz y reformó el sistema monetario y fiscal: introdujo el aureliniano con un 5% de plata y cinco veces el valor nominal del denario y ordenó recaudar impuestos en especie. Mientras el denario, con un baño de plata, seguía en circulación. Estas medidas indicaron que el estado no confiaba en el denario como depósito de valor y su poder adquisitivo se desplomó.
Otros dos elementos contribuyeron a la espiral inflacionaria:
- En partes del imperio se recurrió al trueque –probablemente por la pérdida de confianza en el denario– y más monedas persiguieron menos mercancías. Los impuestos en especie también aumentaron el circulante en manos de la gente al estado dejar de recaudar efectivo.
- Si el denario tenía 0,2% de plata y el aureliniano 5%, probablemente la Ley de Gresham aumentó la velocidad de circulación del denario. Al tener menor valor metálico, los individuos intentan deshacerse del circulante inferior y ahorrar en la moneda fuerte.
Las causas de esta espiral inflacionaria se debate y posiblemente todos estos elementos hayan contribuido.
Inflación
Un áureo –la unidad monetaria en oro– era todavía 25 denarios durante Septimio Severo (193-211) y Diocleciano fijó el cambio en el 301 a 1:1200. Comparado con el oro, el denario perdió su poder adquisitivo 48 veces en apenas 90 años. Para conocer la inflación, el problema es encontrar un registro de precios estable en el tiempo. Los salarios de los legionarios y el precio del trigo en Egipto y son los indicadores más útiles al alcance.
La paga anual de los legionarios subió de 150-225 denarios durante Augusto (27 a.n.e.-14) a 500 bajo Septimio Severo (193-211), luego 600-900 con Caracalla (211-217), hasta llegar a 7500-12400 bajo Diocleciano (284-305). ¿Querían los emperadores la lealtad de las legiones? Por supuesto. También es probable el intento de igualar sus sueldos con el incremento general de precios. No parece natural que la ambición de los legionarios haya aumentado casi 13 veces en apenas 67 años entre Caracalla y Diocleciano.
El precio del trigo en Egipto aumentó, ligera pero prolongadamente, de 4,2 dracmas greco-egipcios por artaba bajo Augusto (27 a.n.e.-14) a 9,2 en 150 años. La artaba era una unidad de medida de grano en el antiguo Egipto. Con Marco Aurelio (161-180) los precios promediaban 17,5 hasta que Aureliano (270-275) asume el poder. Las reformas de Aureliano empeoraron la situación y el trigo aumentó a 200 dracmas en el año 276. Pródromos-Ioánnis estima el trigo ya en 640 dracmas para el año 301. Entonces, Diocleciano emite el “Edicto sobre Precios Máximos”. El escritor de la época Lactancio (245-325) cuenta que se derramó sangre por “objetos pequeños y baratos”, que los bienes desaparecieron de los mercados, y que los precios empeoraron. En el último trimestre del 301 el trigo valía 1332 dracmas.
En apenas 27 años, entre Aureliano y Diocleciano, viviendo Roma en relativa estabilidad, el trigo egipcio aumentó 76 veces su valor promedio.
Treinta años después, un papiro recoge el precio del trigo a 63 veces el límite impuesto por el “Edicto sobre Precios Máximos”.
Los sucesivos emperadores incrementaron gastos e impuestos, devaluaron la moneda con la consecuente inflación, y decretaron controles de precios y salarios. El historiador Jean-Philippe Levy así lo resume: “… tanto el pobre como el rico rezaron para que los bárbaros los liberasen del yugo de la intervención del estado romano. En el año 378, los mineros de los Balcanes se pasaron en masa al bando de los invasores visigodos”.
Si tanto gasto hundió al imperio romano por su propio peso, ¿qué no sucedería con las frágiles economías de nuestros países?