¿Fue la Revolución Rusa un éxito económico?
Juan Ramón Rallo señala cómo el crecimiento estalinista se dio a costa de la represión del consumo de sus habitantes, razón por la cual los estándares de vida de la población soviética eran marcadamente inferiores que aquellos de sus pares occidentales en 1985.
Por Juan Ramón Rallo
A raíz del centenario de la revolución rusa, son muchos quienes se han deshecho en elogios acerca de sus logros en promover el desarrollo económico de la extinta URSS: no en vano, la renta per cápita del país pasó de 1.235 dólares internacionales en 1916 a 7.112 dólares internacionales en 1989 (todo ello descontando la inflación); esto es, la renta per cápita se multiplicó por 5,7 en 73 años, lo que equivale a un crecimiento anual promedio del 2,4%. En ese mismo período, por ejemplo, EE.UU. multiplicó su renta per cápita 4,4 veces, es decir, un crecimiento anual promedio del 2%. A tenor de estas cifras, pues, la revolución parecería haber sido un completo éxito económico: un modelo de desarrollo para muchas otras regiones del planeta.
Pero, ¿realmente lo fue? No. Trataré de explicarlo estructurando la cuestión en torno a cuatro epígrafes: primero, la economía de la URSS ya se estaba desarrollando antes de la revolución; segundo, los años de la revolución fueron una absoluta tragedia económica y humana; tercero, el modelo de crecimiento stalinista fue ineficiente y estaba fundamentalmente adulterado; y cuarto, el estancamiento post-stalinista era algo inevitable. En este artículo me centraré en explorar los dos primeros epígrafes; en el próximo, analizaré los dos siguientes.
El crecimiento económico previo a la revolución
Entre 1890 y 1913, los territorios que posteriormente conformarían la URSS experimentaron un crecimiento de su renta per cápita desde 866 dólares internacionales hasta 1.414 dólares, es decir, un crecimiento anual promedio del 2,15%. Si este ritmo de crecimiento se hubiese mantenido entre 1913 y 1989, la renta per cápita habría sido de 7.137 dólares internacionales, esto es, prácticamente la misma que consiguió la URSS en 1989. En otras palabras, el zarismo, un régimen económico cuasi-feudal y todavía fuertemente agrario (en 1913, el 72% de la mano de obra rusa estaba atada a la agricultura), logró entre 1890 y 1913 un crecimiento per cápita análogo al conseguido por la “exquisita” planificación central industrializadora de la URSS.
Es verdad que, si extendemos el rango de años, el crecimiento de la renta per cápita previo a la revolución se reduce (entre 1885 y 1913, el crecimiento fue del 1,7%), al igual que sucedería con la URSS si su declive se hubiera prolongado algunos años más (el aumento promedio de la renta per cápita de la URSS entre 1970 y 1989 fue sólo del 1,2% anual). Pero la idea básica es que el crecimiento de la URSS durante las últimas décadas previas a la revolución no fue tan distinto del crecimiento experimentado por la propia URSS a lo largo de toda su historia.
De hecho, en un sentido fue sustancialmente superior: el PIB de la URSS entre 1890 y 1913 se expandió a un ritmo promedio del 3,6% anual, mientras que entre 1916 y 1989 lo hizo al 3,3%. Durante las décadas previas a la revolución, los territorios que posteriormente conformarían la URSS experimentaron un notable incremento de su población (desde 110 millones de personas en 1990 a 156 millones en 1913: un aumento del 42%), cosa que sucedió en mucha menor medida tras la revolución (la URSS no incrementó en un 42% su población frente a los niveles de 1913 hasta medio siglo después). Si tu población crece muy rápido, tu PIB tiende a crecer más aceleradamente pero, en cambio, tu renta per cápita tiende a expandirse a un menor ritmo (a menos que consigas aumentar muy rápidamente tu nivel de ahorro para así incrementar el stock de capital por ciudadano). La razón cabe hallarla en los rendimientos decrecientes del trabajo: más mano de obra con misma maquinaria produce más en agregado pero es marginalmente menos productiva que menos mano de obra con misma maquinaria. Como veremos en el próximo artículo, el modelo de crecimiento stalinista no sólo se benefició de un relativo estancamiento de la población, sino de su capacidad para coaccionar a la población a ahorrar, lo que le permitió incrementar contablemente la renta per cápita aun a costa de la pérdida de bienestar de su propia población.
Es más, comparar los logros económicos del zarismo con los de la URSS no resulta del todo adecuado. A la postre, es indiscutible que el zarismo constituía un sistema institucional desastroso: lo verdaderamente remarcable es que la URSS apenas consiguiera emular las tasas de crecimiento de ese modelo cuasi feudal. ¿Qué habría sucedido si el zarismo hubiese evolucionado hacia instituciones más inclusivas, esto es, más liberales? Los contrafactuales siempre son arriesgados, pero tenemos ciertas referencias que podrían sernos de utilidad al respecto. Como ya hemos dicho, los territorios de la URSS contaban en 1913 con una renta per cápita de 1.414 dólares internacionales y terminaron en 1989 con una de 7.112 (multiplicó su renta per cápita por 5 con respecto a 1913). ¿Cómo se comportaron países con una renta per cápita similar a la de la URSS en 1913 y que, en contra del zarismo y del marxismo-leninismo, adoptaron instituciones progresivamente más inclusivas? Grecia contaba en 1913 con una renta per cápita de 1.170 dólares internacionales y terminó 1989 con una de 10.111 (multiplicó su renta per cápita por 8,6); a su vez, Portugal exhibía una renta de 1.250 dólares internacionales y alcanzó los 10.372 en 1989 (la multiplicó por 8,3).
Huelga señalar que ni Grecia ni Portugal son países ejemplares en términos de instituciones inclusivas: pero aun así lograron, sin revoluciones socialistas de por medio, éxitos mucho más notables que la URSS. Si, en cambio, apeláramos a países que sí han sido mucho más serios y eficaces a la hora de proteger la propiedad privada de sus ciudadanos, las diferencias serían todavía más palpables: Singapur exhibía una renta per cápita de 1.367 dólares internacionales en 1913, mientras que en 1989 alcanzó una de 13.473 (multiplicó por 9,85); a su vez, Hong Kong contaba con una renta per cápita de 1.279 en 1913 frente a 17.043 en 1989 (multiplicó por 13,3).
* Hemos interpolado los datos para la URSS (1941-1945), para Hong Kong (1914-1949) y para Singapur (1940-1949).
Por supuesto, cabría replicar que Grecia, Portugal y, especialmente, Singapur o Hong Kong son países demasiado pequeños para compararlos con la URSS. Sin embargo, hay otro país que poseía 51 millones de habitantes en 1913 y 123 millones en 1989 cuya comparación sí resulta bastante más pertinente: Japón. La renta per cápita de Japón en 1913 era de 1.387 dólares internacionales, mientras que en 1989 se ubicó en 17.943, es decir, la multiplicó por 12,9 (justamente, el caso de Japón es utilizado como contrafactual histórico por los autores de un importante paper que referenciaremos en el próximo artículo al estudiar el crecimiento económico bajo el stalinismo).
En definitiva, el crecimiento de la URSS no tuvo nada de excepcional ni comparado con las tendencias que ya se estaban experimentando internamente antes de la revolución ni, sobre todo, con respecto a países con un nivel similar de desarrollo por aquel entonces y que adoptaron instituciones (algo) más respetuosas con la propiedad privada y el mercado. A su vez, y por las razones que expondremos en el próximo artículo, el incremento de la renta per cápita dentro de la URSS no necesariamente reflejaba una mejoría de las condiciones materiales de vida de sus ciudadanos, sino un mero productivismo forzado y contrario a sus preferencias. Visto desde esta perspectiva, la experiencia fue muy poco remarcable.
El desastre económico de la revolución
Aun cuando la URSS hubiera sido un incuestionable éxito económico, la revolución que condujo a ella, y que se está glorificando durante estas semanas, fue un inopinable desastre: no sólo por el golpe de estado y la subsiguiente guerra civil perpetrada por el bolchevismo, sino por la implantación del calamitoso “comunismo de guerra” entre 1918 y 1922 (la planificación central en su estado más puro).
La renta per cápita, que en 1916 —en plena Primera Guerra Mundial— se había ubicado en 1.235 dólares internacionales, se hundió hasta los 526 en 1921, esto es, un colapso del 58% (un 62,8% frente al nivel de 1913). Para que nos hagamos una idea de lo que supone esta magnitud: una renta de 526 dólares per cápita era inferior a la renta per cápita de la URSS en el año 1600 o a la renta de que hoy muestran la República Centroafricana o Zimbabue. Este hundimiento del PIB per cápita se materializó, como es obvio, tanto en la producción agraria como en la industrial: con respecto a 1913, la producción agraria se hundió un 40%, mientras que la producción industrial lo hizo un 69% (además, semejante colapso no se vio compensado por unas mayores importaciones, pues éstas se hundieron un 85%). Bajo cualquiera de las diversas estimaciones efectuadas, el desplome fue gigantesco:
Valor agregado bruto de la agricultura y de la industria en la URSS entre 1913 y 1928
Fuente: Markevich y Harrison (2011)
Como es lógico, semejante grado de pauperización tuvo nefastas consecuencias, no ya sobre el confort material de los ciudadanos, sino incluso sobre sus propias vidas: las hambrunas y las epidemias (consecuencia, en parte, del hundimiento de la producción, pero también de su utilización democida como arma política) costaron siete millones de vidas, a las que habría que sumar otros dos millones como consecuencia de la guerra y del terror.
El propio Lenin tuvo que admitir a finales de 1921 que el comunismo de guerra había sido un calamitoso (y criminal) error para luego justificar la adopción de la Nueva Política Económica (la cual, en palabras del propio Lenin, era un tipo de “capitalismo de Estado”, similar al que 70 años después quiso implantar Gorbachov con la Perestroika, mucho más descentralizado, y orientado al mercado, que el aplicado ulteriormente por Stalin):
En parte debido que nos vimos desbordados por los problemas bélicos y en parte debido a la posición desesperada en la que se encontraba la República cuando terminó la guerra imperialista, cometimos el error de adoptar directamente el modo de producción y de distribución comunista. Pensamos que con la venta forzosa de los excedentes agrarios bastaría para abastecer a las fábricas y, así, alcanzar el modo de producción y distribución comunista.
No es que tuviéramos un plan tan claramente delineado como éste, pero actuamos aproximadamente bajo estas directrices. Eso es desgraciadamente así. Digo desgraciadamente porque, tras experimentarlo brevemente, nos convencimos de que [el comunismo de guerra] era una equivocación y de que iba en contra de lo que previamente habíamos escrito acerca de la transición desde el capitalismo al socialismo.
La cuestión, claro, es si tanto sufrimiento, tanta devastación, tanta muerte y tanta pauperización como la traída por la glorificada revolución rusa entre 1917 y 1922 valieron la pena, habida cuenta de que el desarrollo económico cosechado por la URSS probablemente no habría diferido demasiado del que habría experimentado el zarismo. De hecho, la URSS no recuperaría el nivel de renta per cápita perdido específicamente a causa de la revolución (contabilizando tanto la pérdida de crecimiento real como potencial) hasta 1935, es decir, 18 años (y millones de muertes) después de que se iniciara la propia revolución. Lo hizo, además, bajo el puño de hierro del stalinismo: un modelo de desarrollo que, sobre el papel, aparentemente cosechó un crecimiento bastante acelerado pero que lo hizo sobre unas bases insostenibles y a costa de la represión política, económica y social de su propia población.
Anteriormente expliqué por qué el crecimiento experimentado por la URSS a lo largo de su existencia no tuvo nada de extraordinario y por qué, además, la propia revolución fue un desastre humano y económico sin paliativos. Sin embargo, si uno observa la evolución de la renta per cápita después de la Segunda Guerra Mundial, el grado de expansión alcanzado sí parece mucho más espectacular: la URSS pasó de exhibir una renta per cápita de 1.913 dólares internacionales en 1946 a 5.667 dólares internacionales en 1971, esto es, consiguió un crecimiento anual promedio del 4,3%. Es verdad que el ritmo de expansión posterior fue mucho más mediocre (entre 1971 y 1989, el país solo consiguió un incremento promedio de la renta per cápita del 1,2%, y si tomáramos 1991 como fecha final de la URSS, apenas del 0,6% anual), pero el cuarto de siglo que transcurre entre 1946 y 1971 sí parece muy notable y digno de imitación.
¿Lo fue? No. Como a continuación expondremos, el modelo de crecimiento estalinista (que arrancó a comienzos de los treinta y se prolongó, con escasas modificaciones, hasta el colapso de la URSS) no solo estaba condenado al fracaso en el medio-largo plazo, sino que, incluso cuando pareció triunfar, se asentaba sobre la represión del bienestar de sus ciudadanos.
El represivo modelo de crecimiento estalinista
El PIB crece cuando producimos más bienes (o servicios): sean estos bienes de consumo o de inversión. Los bienes de consumo sirven para dar respuesta a nuestras necesidades actuales (comida, vestimenta, vivienda, ocio, lectura, etc.), mientras que los bienes de inversión sirven para aumentar nuestra capacidad para producir los bienes de consumo que satisfarán nuestras necesidades de mañana. Existe, por tanto, una cierta disyuntiva entre ambos: si producimos más bienes de inversión y menos bienes de consumo, viviremos en el futuro mejor a costa de vivir hoy peor. ¿Vale la pena semejante ejercicio de austeridad? Pues depende: cualquier economía debería producir bienes de consumo o de inversión en las proporciones dictadas por las preferencias de sus ciudadanos. Si estos prefieren satisfacer sus necesidades futuras en lugar de las presentes (es decir, si deciden voluntariamente ahorrar), la economía debería fabricar más bienes de inversión; si, en cambio, los ciudadanos necesitan urgentemente colmar necesidades presentes insatisfechas, deberían fabricarse más bienes de consumo.
Si producimos más bienes de inversión y menos bienes de consumo, viviremos en el futuro mejor a costa de vivir hoy peor. ¿Vale la pena?
Sin embargo, imaginemos que somos un dictador económico cuyo objetivo prioritario es incrementar el crecimiento del PIB y a quien las necesidades de la población nos importan entre poco o nada. En tal caso, la mejor estrategia consiste en impulsar la producción masiva de bienes de inversión: fabricar bienes de inversión para que estos fabriquen todavía más bienes de inversión, aun cuando ello suponga reprimir la mejora de los estándares de vida presentes del grueso de la población. Pues bien, esta es la esencia del modelo de crecimiento estalinista que aplicó la URSS desde la llegada de Stalin al poder.
La planificación centralizada impuesta por el autócrata georgiano se orientaba a incrementar la producción de bienes de inversión a costa de bienes de consumo. El propio Stalin lo reconoció en su libro de 1951 Los problemas económicos del socialismo en la URSS:
Si siguiéramos las sugerencias de nuestros camaradas, deberíamos dejar de priorizar la producción de medios de producción para pasar a priorizar la producción de artículos de consumo. Pero ¿cuáles serían las consecuencias de dejar de priorizar la producción de medios de producción? Pues que destruiríamos la posibilidad de que nuestra economía nacional continuara expandiéndose, dado que nuestra economía no puede crecer sin priorizar la fabricación de medios de producción.
Las palabras de Stalin no eran mera retórica, sino una exacta descripción del proceso que se llevó a cabo. Mientras que antes de la revolución socialista, e incluso durante los años de la Nueva Política Económica leninista, entre el 60-70% de toda la producción industrial se orientaba al consumo, a partir del estalinismo ese porcentaje llegó a descender incluso por debajo del 30%.
Distribución de la producción industrial entre bienes de consumo y bienes de inversión
Fuente: Michael Ellman. Socialist Planning (1989).
Algo parecido a esto, claro, también sucede en las economías capitalistas, pero en mucha menor medida (el peso de la inversión en el PIB suele ubicarse entre el 15-20%, mientras que en la URSS llegó a copar casi el 35%) y, sobre todo, por decisión voluntaria de sus ciudadanos: son ellos los que escogen cuánto quieren ahorrar (e invertir) y cuánto desean consumir (no así en la URSS, donde tal decisión les venía impuesta por la planificación central). Por consiguiente, cuando estudiamos la evolución de la renta per cápita en la URSS, no hemos de perder de vista que un elevado (y creciente) porcentaje de la misma estaba materializado en bienes de inversión que no contribuían a mejorar directamente la calidad de vida de sus ciudadanos: entre 1928 y 1955 (periodo estrictamente del estalinismo), la renta per cápita aumentó un 140%, pero el consumo per cápita apenas creció un 30%. De ahí que los estándares de vida fueran, por lo general, sustancialmente más bajos que aquellos que corresponderían a países con una renta per cápita análoga.
Un caso extremo, y dramático, de este ahorro draconiano impuesto por el estalinismo para financiar la industrialización del país fue el Holodomor: esto es, la gran hambruna ucraniana que acabó con la vida de más de cuatro millones de personas. Para financiar la sobreproducción de bienes de inversión, Stalin decidió forzar la colectivización del agro soviético —en contra de lo establecido por la Nueva Política Industrial leninista—. La expropiación y colectivización de la tierra de los agricultores le permitía al Estado soviético requisar (venta forzosa a precios fijados por el Estado) cuanta producción agraria deseara para, por un lado, alimentar al ejército y a los trabajadores industriales en la ciudad y, por otro, exportar los alimentos para así importar maquinaria (los detalles del proceso de colectivización agraria estalinista están excelentemente descritos por Paul Gregory en el capítulo 2 de su The Political Economy of Stalinism).
Los muy bajos precios fijados por el Estado para requisar parte de las cosechas, la fuerte represión estatal contra los agricultores que se resistían a ser atracados y las malas condiciones climáticas hundieron la producción agraria a comienzos de los treinta: y, pese a las malas cosechas que se vivieron en todo el país y especialmente en Ucrania, el Estado soviético optó por seguir requisándolas para así remitirlas a las ciudades, pero también para seguir exportándolas con el propósito de financiar la importación de maquinaria. Literalmente, Stalin optó por matar de hambre a una parte de la población soviética para mantener el ritmo de su industrialización. Ahorro forzoso en su más deshumanizadora expresión.
Producción de cereal, exportaciones y requisiciones (millones de toneladas)
Fuente: Nikolai Shmelev y Vladimir Popov. 'The Turning Point' (1989). Tengamos presente que, como señala Mark Tauger (1991), la estadística oficial de la producción de 1932 se halla con total seguridad inflada, de modo que la requisición y exportación se efectuaron sobre montos mucho menores.
Otro ejemplo, mucho menos dramático pero también ilustrativo de los bajos estándares de vida derivados del ahorro forzoso soviético, es la infrainversión en vivienda. En 1980, la URSS contaba con una renta per cápita comparable a la de España a comienzos de los setenta: sin embargo, el 20% de las familias urbanas compartía apartamento con otras familias (en 1960, el porcentaje ascendía al 60%) y un 5% de ellas —normalmente solteros— vivía en dormitorios dentro de las fábricas. En otras palabras, la sobreinversión en bienes de capital para impulsar el crecimiento a efectos estadístico del PIB se nutría, en parte, de una infrainversión estructural en vivienda (y es que la vivienda, por sí sola, no contribuía a impulsar el crecimiento del PIB, por lo que fabricarla no constituía una prioridad estatal por mucho que mejorara la calidad de vida de sus ciudadanos).
En definitiva, ¿cómo logró crecer la URSS durante el estalinismo y las dos décadas siguientes? Imponiendo una enorme austeridad a sus ciudadanos para de ese modo financiar la inversión industrial. La sobreproducción continuada de bienes de capital —a costa de la infraproducción de bienes de consumo y de la no reposición de los bienes de capital que se iban deteriorando— permitió industrializar el país para así seguir produciendo más bienes de capital: que esa industrialización permitiera o no terminar satisfaciendo las necesidades vitales de sus ciudadanos (esto es, que se produjeran bienes de consumo en variedad, cantidad y calidad suficientes) constituía una cuestión absolutamente secundaria para los planificadores centrales, pues lo prioritario era exhibir propagandísticamente músculo —capacidad de aumento del PIB— frente al capitalismo.
Por supuesto, al análisis anterior podría replicársele que, si bien la represión de las necesidades ciudadanas fue algo deplorable, al menos logró un objetivo notable que habría sido imposible alcanzar de otro modo: completar en un tiempo récord la transición desde una economía fundamentalmente agraria —la Rusia zarista— a una economía industrializada —la URSS de mediados del siglo XX—. Pero tampoco ese es un auténtico logro: como explican Cheremukhin, Golosov, Guriev y Tsyvinski, si la URSS hubiera seguido una trayectoria similar a la que siguió Japón, su industrialización, y el incremento de su renta per cápita, no sólo habría sido mucho más rápida, sino que se habría producido sin necesidad de tamaña represión del bienestar de sus ciudadanos.
Comparativa del PIB per cápita de la URSS, de Japón y de una URSS con trayectoria japonesa
Fuente: Cheremukhin, Golosov, Guriev y Tsyvinski (2013)
El estalinismo fue un modo ineficiente, represivo, parasitario y criminal de industrializar la URSS. Un modelo que no solo debe ser cuestionado por alcanzar fines con medios inapropiados, sino también por ser mucho menos eficaz en alcanzar esos fines que modelos de desarrollo alternativos tan realistas como que fueron aplicados por muchos otros países estructuralmente similares a la URSS durante esos mismos años.
El inevitable declive del modelo estalinista
Al margen de su eficiencia y de su respeto por el bienestar de sus ciudadanos, lo cierto es que el modelo de crecimiento estalinista, basado en el ahorro forzoso de la población para sufragar la industrialización acelerada del país, estaba condenado al fracaso: y es que invertir continuamente en bienes de capital no permite conseguir un crecimiento ilimitado. En esencia, por dos motivos.
Primero, si el número de bienes de capital aumenta pero el número de trabajadores no lo hace, la productividad de los nuevos bienes de capital tenderá a caer. Por ejemplo, si un empleado a duras penas puede manejar 10 máquinas distintas, proporcionarle más maquinaria no logrará incrementar sustancialmente la producción nacional. Durante bastante años, la URSS consiguió evitar la aparición de rendimientos decrecientes del capital gracias a la existencia de un “ejército industrial de reserva” que podía movilizar a discreción para incrementar la fuerza laboral en la industria (especialmente, a través del traslado de trabajadores desde el campo a la ciudad y logrando la incorporación de la mujer al mercado laboral), pero a comienzos de los setenta esa bolsa de trabajadores desapareció y, por tanto, seguir aumentando la dotación de bienes de capital dejó de impulsar tanto el crecimiento.
Productividad media del capital por sectores (1960=100)
Fuente: Nikolai Shmelev y Vladimir Popov. The Turning Point (1989).
Por otro, si una economía acumula muchos bienes de capital, el coste anual de mantener y reponer esa enorme infraestructura se dispara (algo que es especialmente grave si la nueva inversión ha entrado en rendimientos decrecientes): tan es así que llegaremos a un punto en el que todo el ahorro de la economía irá destinado únicamente a reponer el equipo de capital existente y no a continuar incrementándolo (de hecho, en el modelo de crecimiento de Solow, el equilibrio se alcanza cuando todo el equipo de capital deja de crecer y todo el ahorro se destina a reponerlo). La URSS, obsesionada con seguir aumentando su dotación de bienes de capital, consiguió maximizar la inversión dirigida a crear nuevos bienes de capital —en lugar de reponer el equipo existente— alargando la vida útil de la maquinaria y de las infraestructuras. El problema es que esta estrategia tiene las patas muy cortas: la vida útil no puede extenderse indefinidamente sin que afecte de manera grave a la propia productividad del capital y, además, diferir la reposición de los bienes de inversión impide renovarlos por otros más modernos y con mejor tecnología incorporada.
Ambos problemas se conjuraron a partir de los setenta, llevando a la Unión Soviética a un muy considerable estancamiento. Economías mucho más ricas que la URSS, como EE.UU., Francia o Alemania (que, por tanto, tenían un menor potencial de crecimiento), se expandían a ritmos que duplicaban los soviéticos; economías más o tan pobres como la URSS, como España, Portugal o Irlanda, triplicaban su crecimiento. Japón, que estaba entre ambos grupos, también lo triplicaba.
Evolución de la renta per cápita (1971=100)
Fuente: Maddison Project.
Y no olvidemos que este modestísimo incremento de la renta per cápita se seguía produciendo a costa de una fuerte represión de los estándares de vida de la población soviética: en 1985, cuando Gorbachov llegó al poder, el consumo per cápita en la URSS era, en el mejor de los casos, un 71,4% inferior al estadounidense, un 58% inferior al francés y un 38% inferior al español (digo en el mejor de los casos, porque estas estadísticas no tienen plenamente en cuenta las diferencias de calidad entre los productos soviéticos y los occidentales, de modo que las brechas reales eran con toda seguridad mayores). Unas diferencias de estándares de vida que, a la vista de la divergente evolución de la URSS y del resto de países, no paraban de agrandarse.
Por supuesto, los dirigentes soviéticos trataron de abandonar el (agotado) modelo de crecimiento estalinista basado en la acumulación persistente de nuevo capital y en la movilización de la fuerza de trabajo: quisieron mejorar la eficiencia (la productividad) de los factores productivos existentes… pero no pudieron. Cuando se trata de impulsar el progreso técnico y un aprovechamiento más eficiente de los factores productivos existentes, el socialismo fracasa. A la postre, la planificación central es muy mala economizadora de recursos escasos: la falta de precios de mercado que indiquen a los planificadores cómo maximizar la creación de valor para el consumidor minimizando los costes de oportunidad, y la presencia de incentivos disfuncionales en los gestores de las empresas públicas (cumplir con los objetivos nacionales de producción maximizando, y no minimizando, la demanda de factores productivos) conducen a un despilfarro masivo de recursos. El socialismo no puede calcular y, justamente por ello, no economiza, sino que despilfarra.
Por ello, cuando el crecimiento expansivo basado en la acumulación —ineficiente pero masiva— de factores productivos comenzó a agotarse, el crecimiento intensivo basado en el mejor aprovechamiento de los factores existentes no fue capaz de tomar el relevo: y ante semejante bloqueo, a los jerarcas soviéticos solo se les ocurrió huir hacia adelante, esto es, ahondar en el modelo de crecimiento extensivo mediante el incremento adicional del peso de la inversión en el PIB (a partir de 1975, superó durante todos los ejercicios el 30% del PIB) y continuar alargando la vida del equipo productivo (la vida media de los bienes de equipo pasó de 8,3 años en 1970 a 10,3 en 1989), todo lo cual terminó minando todavía más la escasa eficiencia que de por sí exhibía la economía soviética. De ahí que la productividad total de los factores (variable que mide la parte del crecimiento económico no explicable por la mera acumulación de nuevos factores productivos: cambio tecnológico, economías de escala, reestructuración hacia sectores de alto valor añadido, complementariedades entre sectores, mejoras organizativas dentro de las empresas, etc.) se frenara en seco durante los ochenta. Un modelo de crecimiento extensivo agotado y un modelo de crecimiento intensivo imposible de alcanzar.
Atrapado en la parálisis —alto ahorro forzoso entre la ciudadanía para no conseguir casi ninguna mejoría en la calidad de vida debido al agotamiento de un modelo de crecimiento que era incapaz de ganar eficiencia—, Gorbachov trató de reformar el sistema de planificación central mediante una liberalización económica similar a la Nueva Política Económica leninista o a la ejecutada por China en 1978 de la mano de Deng Xiaoping. Un socialismo que diera algún tipo de participación al mercado para que este pudiera impulsar el crecimiento mediante ganancias de eficiencia que solo el mercado puede lograr. Pero una vez la URSS abrió un poquito la mano en la esfera política (Glasnost) y en la esfera económica (Perestroika), el sistema autocrático se vino abajo.
Conclusión
En definitiva, la Revolución rusa que condujo a la creación de la URSS no tiene nada de admirable. En sí misma, fue un sangriento golpe de Estado contra la naciente república que provocó un colapso económico jamás experimentado en la región. A su vez, el régimen dictatorial que alumbró la revolución no consiguió nada remarcable que no hubiese podido lograrse de manera más eficiente y con mucho mayor bienestar ciudadano mediante instituciones respetuosas con el mercado: al cabo, el modelo de crecimiento estalinista industrializó la URSS de manera torpe, represiva, minando los estándares de vida de sus ciudadanos (especialmente, de la población rural) y colocando al país en una dinámica de expansión insostenible que se vino abajo a partir de los setenta. La URSS no es un modelo de nada salvo de todo aquello a lo que no debemos parecernos.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez faire de El Confidencial (España) el 15 y el 17 de noviembre de 2017.