Feudalismo de ayer y de hoy

Alberto Benegas Lynch (h) asevera que hay un "peligroso correlato entre el feudalismo y lo que en gran medida ocurre en nuestro atribulado mundo moderno

Por Alberto Benegas Lynch (h)

El estudio de la historia tiene sus bemoles. Para sobresimplificar se la suele dividir en períodos como si en cada etapa las ocurrencias fueran homogéneas sin percatarse que son múltiples y muy variados los hechos y las ideas que los produjeron y, asimismo, que en cada una de esas clasificaciones a veces pretendidamente cerradas se entremezclan infinidad de sucesos que preanuncian una nueva época o contradicen los ejes centrales del mismo período bajo estudio.

Con estas salvedades, decimos que el feudalismo comenzó a gestarse a partir de la decadencia del imperio romano (a veces situada con la muerte de Justiniano en el año 600) que en gran medida abrió las compuertas que paulatinamente dieron lugar a las excursiones de los bárbaros. Decadencia debida al abandono de la fructífera tradición jurídica durante la República y la primera parte del Imperio. En todo caso, para buscar seguridad en un clima en el que ésta ya no se otorgaba desde Roma, se fueron instalando quienes, a su vez, en general, fruto de la rapiña y la conquista, se apropiaron de grandes extensiones de tierra y con el paso del tiempo se entronizaron reyes —generalmente por la fuerza— quienes otorgaban propiedades a designados lores o barones que, a su vez, manejaban esas propiedades a su arbitrio rodeados de esclavos y siervos de la gleba que podían ser maltratados a criterio del “señor” y quienes debían seguir las instrucciones de esos “superiores” para las siembras y cosechas, debían obtener permisos para comerciar, carnets para agremiarse y pedir autorización para contraer nupcias (sin perjuicio del “derecho de pernada” que se ejercía desde le vértice del poder a lo que la mujer del vasallo debía someterse).

Como es del dominio público, la aberrante institución de la esclavitud estaba muy generalizada, ya en la antigüedad Aristóteles la justificaba y en Edad Media había Papas que poseían esclavos como Gregorio I y Sto. Tomás de Aquino escribía que la esclavitud era consecuencia del pecado de Adán.
El feudo era un contrato entre el barón y sus vasallos quienes eran feudatarios, por el que éstos últimos se comprometían a entregar parte importante del fruto de su trabajo al primero (quien además retenía derechos como que sus animales pasten en las tierras que usaban los vasallos etc.), mientras que el barón prometía seguridad a sus siervos. Asimismo, los barones dependían del rey a quienes se les debía lealtad y socorro en caso de guerra. Así se fue consolidando el entramado de una nueva forma de gobierno.

Los siervos liberados por actos considerados heroicos fueron radicándose en pequeñas aldeas denominadas “burgos” cuyos habitantes, al ser libres, dieron un impulso notable al comercio a través de lo cual se fueron estableciendo normas y principios como el respeto a la propiedad y a la palabra empeñada que fueron tan combatidos por Marx al denostar al “espíritu burgués”, intensificado a partir del Renacimiento pero vuelto a aplastarse a partir contrarrevolución francesa y la idea de estado-nación junto a parlamentos desbocados y alejados de su misión específica de proteger los derechos de todos.

Quiero concluir estas líneas al subrayar el peligroso correlato entre el feudalismo y lo que en gran medida ocurre en nuestro atribulado mundo moderno. Se declama a los cuatro vientos la democracia que, contrariamente al espíritu y a la letra de quienes la concibieron, se transformó en un remedo grotesco de ese sistema puesto que en gran medida hace tabla rasa con el respeto a los derechos de las minorías. Es como si la explotación se hubiera revertido: antes las minorías aplastaban a las mayorías, ahora son las mayorías las que expolian a las minorías a través de “reyes” disfrazados con el título de Presidentes de los que dependen gobernadores de provincias o estados miembros que no son más que barones feudales de la misma manera que lo son los empresarios prebendarios siempre a la conquista de mercados cautivos, en cuyo contexto toda la organización política se basa en la arbitrariedad y el despojo a los gobernados. En este cuadro de situación, la llamada división horizontal de poderes se ha convertido en una burla a la inteligencia.

Es de esperar que surjan nuevamente burgos —islotes de libertad— con hombres de coraje moral que alimenten la esperanza de un espíritu de dignidad y respeto recíproco y donde quede claro que, en esta instancia del proceso de evolución cultural, el mandante es el gobernado y su empleado y mandatario es el gobernante.