Favores y privilegios políticos
por Walter Williams
Walter Williams es profesor de economía en la Universidad George Mason y académico asociado del Cato Institute.
Para entender la política debemos primero olvidarnos de lo que nos enseñaron en las clases de cívica, donde nos daban a entender que tan pronto alguien es electo o nombrado a un cargo público cambia de manera de ser y automáticamente comienza a ser motivado por el bien público. Las cosas no son así. Cuando una persona se transforma en político o en burócrata sigue siendo motivado por el mismo interés personal de siempre, aunque opera en un mercado diferente, con restricciones diferentes. Los compradores en ese mercado buscan favores y privilegios gubernamentales. Los políticos suplen tales favores y privilegios, siendo el precio las contribuciones a las campañas electorales y los votos.
Para entender la política debemos primero olvidarnos de lo que nos enseñaron en las clases de cívica, donde nos daban a entender que tan pronto alguien es electo o nombrado a un cargo público cambia de manera de ser y automáticamente comienza a ser motivado por el bien público. Las cosas no son así. Cuando una persona se transforma en político o en burócrata sigue siendo motivado por el mismo interés personal de siempre, aunque opera en un mercado diferente, con restricciones diferentes. Los compradores en ese mercado buscan favores y privilegios gubernamentales. Los políticos suplen tales favores y privilegios, siendo el precio las contribuciones a las campañas electorales y los votos.
La teoría de elección pública -desarrollada por los profesores Gordon Tullock y James Buchanan de la Universidad George Mason- reconoce que la probabilidad de que el voto de una persona haga alguna diferencia es prácticamente nula. Es decir, la única manera que mi voto cambie el resultado de una elección es si rompo un empate y la probabilidad de ello es casi cero. Los políticos, entonces, explotan la ignorancia racional de los votantes concediendo, a expensas del público que paga impuetos, grandes beneficios a ciertos grupos.
Un buen ejemplo es la industria azucarera. A los dueños les conviene gastar en cabildear al Congreso para conseguir la imposición de aranceles a la importación de azúcar. Si tienen éxito, ello significará millones de dólares en utilidades adicionales, y como se trata de un grupo pequeño de industriales, los costos del cabildeo son bajos y los beneficios se distribuyen entre unos pocos. Se estima que la familia Fanjul, dueña de cañaverales en la Florida, obtiene unos 60 millones de dólares al año en utilidades artificiales.
¿Quién los paga? Como resultado de precios mínimos y de restricciones a la importación de azúcar, millones de consumidores en Estados Unidos pagan unos pocos dólares más por el azúcar que compran. Según la Oficina de Contabilidad del gobierno, los norteamericanos pagan entre mil y dos mil millones de dólares en sobreprecio del azúcar.
Y olvídese de tratar de hacer algo sobre tales costos. Después de todo, ¿cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a montarnos en un avión para ir a Washington y tratar de hacer que el congresista que nos hace pagar cinco dólares más al año por el azúcar que consumimos no sea reelecto? No vale la pena. Pero a los trabajadores del sector azucarero y a los dueños de la industria sí les convine viajar a la capital para hacerle daño al congresista que se atreva a hablar de eliminar las restricciones al libre comercio en azúcar.
A ellos les significa uno o dos mil de millones de dólares al año. Y ¿a quién cree usted que los congresistas van a escuchar? ¿A usted que tiene que pagar cinco dólares más al año en azúcar o a la industria que se queja de "injustas" importaciones que reducen el empleo y las utilidades? Por eso en Washington operan miles de cabilderos que representan a empresas y a sindicatos en su eterna búsqueda de alguna ventajita aquí y algún regalito más allá.
Cuatro dólares aquí y cinco más allá hacen que las restricciones oficiales de diferentes tipos le cuesten a la familia norteamericana promedio entre 5 y 6 mil dólares al año en sobreprecios. Eso es plata.
¿Qué hacer? Sólo podemos insistir que los congresistas cumplan con su juramento y dejen de hacer lo que hoy hacen.
Artículo de la Agencia Interamericana de Prensa Económica (AIPE)
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