España: Escándalo en la Sociedad General de Autores de España

Lorenzo Bernaldo de Quirós considera que "En el ámbito de los principios, la propiedad intelectual es un animal diferente a la propiedad física y su protección legal es cuestionable. La segunda, por definición, es escasa y la primera no lo es".

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

La denominada “trama parasitaria” creada para defraudar millones de euros a la Sociedad General de Autores de España (SGAE) es el último y mayor escándalo protagonizado por una entidad cuya posición monopolística en el mercado de la gestión de los derechos de propiedad intelectual se ha traducido a lo largo de los años en un constante abuso de poder amparado por la legislación y, sobre todo, por el gobierno. Los gestores del monopolio han terminado por estafar a sus representados del mismo modo que durante años han sangrado a los usuarios de los teóricos derechos de autor. Este es el resultado de la existencia en España de un marco legal, la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) que concede una verdadera patente de corso a la SGAE, injustificable tanto en un Estado de Derecho como en una economía libre y competitiva. Sin duda la corrupción es siempre posible pero es casi inevitable cuando se conceden monopolios protegidos por una legislación obsoleta al servicio de intereses privados.

En el ámbito de los principios, la propiedad intelectual es un animal diferente a la propiedad física y su protección legal es cuestionable. La segunda, por definición, es escasa y la primera no lo es. Las imágenes, las ideas, los sonidos etc. tienen posibilidad de ser reproducidos hasta el infinito. De alguna manera tiene rasgos muy similares a los de los denominados bienes públicos: la no rivalidad en el consumo, esto es, el escuchar una emisora de radio no impide a otros el hacerlo y la imposibilidad de excluir a los consumidores de su uso o disfrute. Por ejemplo, no puedo impedir el acceso a una película, a un libro o a cualquier otro producto de la inteligencia humana que se me ofrece de manera gratuita en la red. Como señaló Benjamín Tucker a finales del siglo XIX, si alguien quiere monopolizar sus ideas, la única forma de hacerlo es mantenerlas fuera del mercado. Aunque se rechace este planteamiento de máximos, lo cierto es que la articulación legal e institucional de los derechos de propiedad intelectual en España tiene efectos perversos.

En este contexto, el caso de la SGAE es un claro reflejo del llamado problema de agencia, la situación que se crea cuando un actor económico (el principal) depende de la acción o de la moralidad de otro (el agente) para conseguir sus fines pero sin poseer una perfecta información. La existencia de esa información asimétrica crea los incentivos necesarios para que el agente, cuyo nivel de información es superior, utilice los recursos suministrados por el principal en su propio beneficio. Este riesgo existe siempre en cualquier organización, pero crece de manera exponencial en las que operan en mercados no sometidos a presión competitiva, como es el caso de aquellos en los que la SGAE desarrolla su actividad.

Desde la SGAE se ha afirmado de manera permanente que la gestión de los derechos de propiedad intelectual en España no constituye un régimen monopolístico en tanto existen ocho entidades que realizan ese tipo de actividad. Esta tesis es falsa ya que cada una de esas organizaciones se ha especializado en un determinado conjunto de derechos que nadie más gestiona.

Este hecho no es el resultado de un proceso competitivo en virtud del cual las instituciones que mejor sirven a sus representados han logrado una posición de monopolio, sino de la existencia de un entorno legal y administrativo que las blinda de la competencia de terceros lo que inevitablemente reduce sus incentivos para operar de modo eficiente y facilita el abuso de su posición dominante. Este es el efecto inevitable de la creación de barreras legales que impiden o dificultan de manera extraordinaria la entrada en el mercado de potenciales competidores.

De entrada, la LPI impone coactivamente la gestión colectiva y obligatoria de la gestión de los derechos afectos a ese tipo de propiedad impidiendo que su titular/es tenga la opción de administrarlos individualmente. Además la entidad que los gestiona representa a aquellos por mandato legal; es decir, puede recaudar los ingresos proporcionados por los derechos sin necesidad de que el propietario de éstos haya delegado la gestión de los mismos. Esto supone la colectivización de la propiedad y la creación de una especie de sindicación forzosa para los productores de bienes y servicios intelectuales que resulta más propia de un sistema autoritario-corporativista que de una democracia. Por añadidura, la SGAE tiene una clientela cautiva lo que agudiza los problemas de agencia, esto es, la tendencia de sus directivos a actuar en su propio provecho como muestra el “affaire” que hoy sacude la organización liderada por Teddy Bautista.

Para hacer más patente la anormalidad española, la imposición de la obligatoriedad no está amparada por ninguna directiva comunitaria.

Aunque la LPI no prohíbe de iure la existencia de entidades de gestoras de derechos  competitivas entre sí, su articulado favorece de facto la configuración de un mercado monopolístico. Por un lado impide la creación de instituciones de gestión con ánimo de lucro a fin de “garantizar la protección de la propiedad intelectual” sin que sea posible establecer cuál es la conexión lógica o relación de causalidad entre esa proclama legal y la proscripción de la búsqueda del beneficio. Por otro, la LPI exige una autorización previa del Ministerio de Cultura para poder constituir una entidad gestora de los derechos de propiedad intelectual. Esta restricción, inaceptable desde la óptica de la libertad de empresa, lo es aún más en tanto concede al gobierno carta blanca, una discrecionalidad absoluta para decidir quién puede o no acometer esa actividad; esto es, el Ministerio de Cultura tiene la facultad para organizar el mercado de derechos de propiedad intelectual como lo estime conveniente, lo que constituye una verdadera autopista para la arbitrariedad y el favoritismo.  

En conclusión, el “Caso SGAE” pone de relieve la lamentable regulación de los derechos de propiedad intelectual vigente en España. Si bien la casuística de sus abusos sería enciclopédica desde los intentos de cobrar derechos de autor por la representación de obras del Siglo de Oro, cuyos autores murieron hace siglos y sus descendientes se han extinguido, hasta la imposición de tarifas discriminatorias a los usuarios a través de  su poder monopolístico, lo esencial es la consagración legal y gubernamental de una intolerable situación de privilegio al servicio del poder y de los intereses particulares. Aunque, en puridad, la mejor Ley de Propiedad Intelectual es la que no existe, al menos habría que modificar de manera radical la existente cuya base es la arbitrariedad y una de sus consecuencias la corrupción.