¿Es realmente la pandemia una alarma para Occidente?

Ryan Bourne reseña el libro The Wake Up Call de John Micklethwaite y Adrian Wooldridge, libro que considera que subestima la importancia de la incertidumbre y factores específicos de cada país frente a un patógeno nuevo y le atribuye demasiada importancia a los errores o aciertos de los estados.

Por Ryan Bourne

El COVID-19 ha puesto a prueba la calidad de los estados en muchos países occidentales y estos han sido desnudados. Así concluye John Micklethwait y Adrian Wooldridge en su nuevo libro, The Wake Up Call.

Una observación poco controversial dirían algunos. Pero los dos revisan el desastre a través de los países para tratar de identificar lecciones en los países exitosos y en aquellos que fracasaron. Su conclusión: los mejores resultados de salud pública de Asia del Este resaltan el legado de un fracaso importante en Occidente (especialmente en Gran Bretaña y EE.UU.) —décadas de no tomar en serio al Estado. 

Los supuestos días de gloria del buen gobierno hasta la década de 1960 le dieron paso a los excesos del ala izquierda en la década de los 1970 y a los excesos del neoliberalismo en las décadas de 1980 y 1990. La consecuencia de ambos ha sido el desplazamiento e inversión por debajo del nivel óptimo en las funciones esenciales del estado, una mala calidad de los servicios públicos y del liderazgo político. Los dos autores quieren que la pandemia nos despierte del estupor, alentando reformas significativas para re-enfocar el estado y las medidas para elevar el prestigio del mismo servicio público. 

Como un liberal, estoy predispuesto a creer que las muertes y la masacre económica de este año se deben a los inútiles y sobredimensionados estados occidentales. Actualmente estoy escribiendo mi propio libro acerca de cómo los políticos no lograron pensar como economistas durante esta crisis y he criticado cómo la creciente envergadura del estado podría haber desplazado la concentración en actividades esenciales, como el control de enfermedades infecciosas, mientras que resalto cómo los fracasos más específicos del estado han empeorado las cosas. 

Pero mientras que han habido muchos errores de competencia y cálculo, el libro de Micklethwait y Wooldridge inconscientemente resalta la dificultad de encontrar conclusiones aptas para ser fácilmente generalizables acerca de por qué algunos estados se han desempeñado mejor que otros. A ratos, casi nos topamos con una tautología:

“¿Por qué a algunos países les fue bien con el COVID-19?”

“¡Porque tienen gobiernos más eficaces!”

“¿Cómo sabemos que tienen gobiernos más eficaces?”

“¡Porque les fue bien con el COVID-19!”

El problema al que se enfrenta cualquier análisis que busca “lecciones” acerca de los estados en este episodio es que los análisis sencillos de correlación no encuentran relación alguna entre las muertes/población y el tamaño del estado, el gasto en salud en relación al PIB, las medidas de eficacia del estado, las medidas de capacidad del estado, la preparación para una pandemia, la política fiscal reciente, o la desigualdad —las métricas favorecidas por muchos comentaristas (ver mi hilo en Twitter aquí).

Micklethwait y Wooldridge sostienen como ejemplo los estados de Asia del Este, por ejemplo, los cuales de hecho han gozado de tasas de mortalidad mucho más bajas y tienen mucho qué podríamos admirar desde un punto de vista más amplio. Aún así parece un salto exagerado implicar, como ellos lo hacen, que las características de sus estados —tales como no estar sobre-cargados con unos gigantescos estados de bienestar y aquello de concederle a los funcionarios estatales un status superior— explican su buen desempeño con el COVID más que, por ejemplo, haber tenido una experiencia reciente con SARS y MERS. Especialmente porque dicha teoría no puede explicar el éxito relativo de, por ejemplo, Alemania, ni mucho menos el de Grecia

“Tres cosas sobresalen entre los fracasos: una total falta de urgencia; una incapacidad de organizar la realización de pruebas y la provisión de equipos de protección; y la política disfuncional”, dicen Micklethwait y Wooldridge —una visión muy enfocada en EE.UU. y el Reino Unido que quizás también incluye a Brasil y Bélgica. Pero no había razones para esperar que Grecia, Australia y Polonia estuviesen lidiando mucho mejor con el COVID-19 que Suecia y Suiza, dada la estabilidad relativa de la política de los segundos. Entonces, ¿cuáles son las implicaciones? 

Lo que Micklethwait y Wooldridge quieren implicar es que los problemas estructurales asociados con los estados occidentales (ser obsoletos, estar sobredimensionados y capturados por intereses especiales y las personas de la tercera edad, etc.) contribuyeron a la falta de enfoque en la cuestión en ciernes. 

Pero mientras que ciertamente tienen razón cuando dicen que los errores cometidos se hubiesen dado sin importar quién fuera el líder, es un poco exagerado sugerir que estos problemas se derivan de un enfoque insuficiente en las pandemias. “Los exámenes de los gobiernos no son muy distintos a aquellos que toman los estudiantes: aquellos que han estudiado y tomado en serio la materia suelen sacar una mejor nota”, dicen ellos. Aún así EE.UU. y Reino Unido de hecho eran señalados por los tecnócratas como los países mejor preparados para una pandemia respiratoria antes de que golpeara el COVID, mientras que Grecia y Nueva Zelandia obtenían una mala calificación. Gran Bretaña, en particular, siguió de cerca los consejos del comité SAGE en los primeros días de la pandemia —un nivel de captura tecnocrática con unas consecuencias terribles, aparentemente. 

Para reiterar, claramente hubieron importantes fallos de los estados en la realización de pruebas, la comunicación, los consejos, la calidad de los sistemas de pruebas y rastreo de contactos, la provisión de equipos de protección personal, y en los hogares de tercera edad. Los autores tienen razón de que algunos de estos problemas surgieron debido a una centralización excesiva del estado y los incentivos perversos de la política. Pero con un nuevo patógeno hay todo tipo de incertidumbres y factores específicos de cada país que afectan la propagación también, incluyendo la demografía, la densidad poblacional, las redes sociales, los nexos de transporte, la experiencia con virus anteriores y dónde el virus obtuvo su semilla. Wooldridge y Micklethwaite menosprecian estos factores, atribuyéndole demasiado a los errores del gobierno central exclusivamente. 

Al hacerlo, ellos desafortunadamente se unen a todos desde aquellos en las páginas de opinión de The Guardian hasta el creciente movimiento “nacional conservador” diciéndonos que la pandemia demuestra la necesidad de ciertos tipos de políticas que ellos deseaban desde antes. En el contexto del miedo de los autores de que los populistas y demagogos simplemente culpen a China, o simplemente demandaran más estado, su libro es mejor entendido como una defensa de la visión de la revista The Economist del estado —un estado centrista, fiscalmente conservador, socialmente liberal, internacionalista y tecnócrata. 

Esa es una visión del mundo perfectamente respetable, y hay mucho en ella con lo que podríamos estar de acuerdo. Hacen un buen trabajo de exponer la falsa promesa de los extremos en la izquierda y la derecha. Pero sus “reformas” propuestas, delineadas a través de los lentes estadounidenses de un presidente imaginario Bill Lincoln (William Gladstone mezclado con Abraham), incluye impuestos sobre las emisiones de dióxido de carbono, re-dirigir el estado lejos del servicio nacional obligatorio, salarios más altos para los políticos, localizar el poder y reformar la policía. 

Algunas de estas son ideas buenas; algunas malas. Aún así muchas de sus lecciones de políticas pública parecen tan tendenciosas como culpar a la “austeridad” o a la desigualdad de nuestro problema actual.

Este artículo fue publicado originalmente en Cap X (Reino Unido) el 2 de octubre de 2020.