Érase una vez, todos los conservadores creían en el libre mercado
Scott Lincicome, Norbert Michel y Alex Nowrasteh indican que el nuevo consenso de no pocos conservadores lejos de combatir las políticas tradicionales de la izquierda, las están empaquetando en otra marca.
Por Scott Lincicome, Norbert Michel, y Alex Nowrasteh
Los liberales tienen muchos desacuerdos filosóficos y políticos con los conservadores en temas como la seguridad nacional, el matrimonio homosexual y la legalización de las drogas, pero siempre han coincidido en los beneficios del libre mercado. Ahora, justo cuando parece que los estadounidenses están hartos de una economía fuertemente regulada y de la escasez y los aumentos de precios que inevitablemente produce, algunos conservadores han decidido que necesitan un nuevo enfoque.
Aunque el momento parece extraño y la lógica falla dado el estado regulatorio masivo que se ha construido durante las últimas décadas, estos conservadores creen que el trabajador estadounidense está en crisis debido al libre mercado. Recientemente, en el Instituto de Estudios Intercolegiales, los participantes conservadores en el Foro Económico Estadounidense consideraron “enfoques alternativos a la economía” en busca de un nuevo “camino a seguir” para el conservadurismo.
Su enfoque no es tan favorable al libre mercado, y no es exactamente nuevo. Su llamado fusionismo “a favor de los trabajadores” tiene poco espacio para el liberalismo que Ronald Reagan alguna vez llamó “el corazón y el alma del conservadurismo”.
Este desarrollo –un nuevo conservadurismo arraigado en el escepticismo del libre mercado– conlleva serios riesgos para los trabajadores estadounidenses. Y uno no necesitar mirar más allá del Foro Económico Estadounidense para ver esos riesgos.
Tomemos como ejemplo al orador principal y exrepresentante comercial de EE.UU., Robert Lighthizer, quien elogió la política comercial del presidente Trump de “aranceles, amenazas, negociaciones y política industrial” y denunció a los librecambistas como tontos “materialistas” obsesionados con el consumo. Impulsando una alternativa de “comercio equilibrado” que favoreciera la producción, agregó que “la mejor manera de arreglar el consumismo es subir los precios”.
Después del lado el espectáculo de un abogado multimillonario que les dice a los estadounidenses arruinados por la inflación que adopten precios aún más altos, Lighthizer revela un malentendido profundo y peligroso de la economía básica. Los trabajadores no trabajan por la grandeza nacional; trabajan para consumir bienes y servicios.
Un ataque de aumento de precios contra el “consumismo” es, por lo tanto, un ataque contra todos los trabajadores.
La política comercial “anticonsumo” también perjudica a los trabajadores de otras maneras, como lo demostró el mandato de Lighthizer. Los aranceles sobre los metales y las importaciones chinas, por ejemplo, perjudicaron a los fabricantes consumidores de importaciones, sometieron a los exportadores a represalias extranjeras, disuadieron la inversión y alimentaron un auge de cabildeo cuando miles de empresas pidieron exenciones o su propia protección arancelaria (¿Tal vez esos trabajos de K Street son lo que el excabildero Lighthizer quiso decir con política comercial “pro-trabajador”?).
Y a pesar de todos los dolorosos aranceles y la grandilocuencia de la era Trump, el déficit comercial de EE.UU. aumentó entre 2016 y 2019, lo que demuestra una vez más que el “comercio equilibrado” es un objetivo de política comercial inútil y absurdo. En este caso más reciente, un déficit levemente menor entre EE.UU. y China fue compensado por déficits bilaterales más grandes con Vietnam, México, Alemania y otros.
Como los liberales “estúpidos” (palabras de Lighthizer) han explicado durante décadas, la balanza comercial es un terrible marcador de puntaje en política comercial porque está impulsada por los patrones globales de ahorro e inversión, no por acuerdos comerciales o aranceles. Una vez más se ha demostrado que tenemos razón.
Esas políticas de “EE.UU. primero” realmente lograron precios más altos y evitaron el ajuste y la recuperación de la era de la pandemia. Hoy en día, los fabricantes estadounidenses todavía sufren algunos de los precios del acero más altos del mundo. New England corre el riesgo de escasez porque el proteccionismo marítimo bloquea el acceso a la energía de Texas. Y la fórmula infantil –protegida durante mucho tiempo por los aranceles, las regulaciones y los contratos gubernamentales que tanto aman los defensores de la política industrial conservadora– sigue escaseando alrededor del país.
El comercio a menudo parece desordenado y caótico, pero entrega los bienes. El proteccionismo genera escasez y miseria.
El nuevo consenso del Foro Económico Estadounidense también parece requerir una visión escéptica de la inmigración legal, con la que los conservadores se han sentido incómodos durante mucho tiempo. Muchos temen que los inmigrantes voten por los demócratas y les quiten los trabajos a los estadounidenses, pero los votantes hispanos actualmente tienen una tendencia republicana y los votantes asiático-estadounidenses lideran la oposición a las políticas progresistas en ciudades como San Francisco. Los inmigrantes también tienen más probabilidades de iniciar negocios, innovar y trabajar que los estadounidenses nativos –todas las contribuciones que, contrario a lo que afirman varios panelistas, aumentan la productividad y los salarios de los estadounidenses.
Algunos de estos conservadores también ven a Wall Street con escepticismo, pero esa visión se basa en la idea errónea de que Wall Street es un bastión de los mercados libres. Sin embargo, la realidad es lo contrario: empresas como Blackrock, Goldman Sachs y Citibank tienen relaciones público-privadas con el gobierno federal similares a las de Fannie Mae y Freddie Mac, las empresas patrocinadas por el gobierno que ayudaron a colapsar los mercados en 2008.
Las empresas financieras son algunas de las más reguladas en EE.UU. Durante mucho tiempo se han ocupado de las normas sobre capital, liquidez, divulgación y apalancamiento, así como de la amenaza constante de que los reguladores inventen nuevas normas o hagan cumplir las antiguas de manera diferente. Este marco protege a las grandes empresas establecidas de la competencia y la innovación, lo que reduce aún más la eficiencia de los mercados de capital y perjudica a los trabajadores estadounidenses. Incluso si la Ley Dodd-Frank de 2010 –una ley contra la que Trump hizo campaña pero que no logró corregir– se derogara por completo, permanecería un marco contraproducente y terriblemente complicado.
Caso tras caso, estos conservadores exigen que abandonemos el libre mercado mientras ignoramos las numerosas intervenciones gubernamentales que ya están en marcha y sus innumerables fracasos. No buscan contrarrestar las ideas económicas de izquierda que sustentan la expansión del estado, sino simplemente cambiarles la marca.
Sin embargo, el mal marketing no es el problema de las políticas económicas progresistas. Las políticas en sí son defectuosas. Nuevas palabras de moda, justificaciones, objetivos patrióticos o marcos no harán que la gestión estatal de la economía sea más exitosa de repente.
Las consecuencias de estas malas políticas están actualmente disponibles para que todos las vean. Precios altos y crecientes, salarios reales decrecientes, menos productos y de menor calidad e incertidumbre sin fin. Más de las mismas políticas, bajo cualquier nombre, producirán más de los mismos resultados. Y eso no terminará bien para los conservadores – ni para nadie más.
Este artículo fue publicado originalmente en Cato At Liberty (EE.UU.) el 12 de agosto de 2022.