Entre la violencia, la incertidumbre política y el coronavirus
Hernán Büchi dice que a la violencia y la incertidumbre política de Chile, se le suma el factor externo del Coronavirus, todos impactando de manera negativa el crecimiento económico.
Por Hernán Büchi
Latinoamérica, Chile incluido, ha sido el continente de la eterna esperanza y la permanente frustración.
Sus recursos y población auguraban un futuro promisorio, sin embargo, no salía de la miseria y el estancamiento. A comienzos de los 70 y con el apoyo del régimen de la Isla, Chile intentó seguir el camino de Cuba. No solo su economía colapsó, sino también su tejido social e instituciones políticas.
Restaurar el orden, reconstruir instituciones y crear las condiciones para que sus trabajadores y emprendedores volvieran a generar progreso fue arduo, pero finalmente se consiguió. Durante los últimos 30 años, el país avanzó a un ritmo que no había conocido en toda su historia, aunque de más a menos, pues no puede desconocerse el estancamiento en el que nos subsumió el pasado gobierno. Durante esos años, la miseria dejó de ser la condición de las mayorías. La desnutrición prácticamente desapareció y la diferencia que según Allende separaba a los chilenos que tenían o no agua potable quedó en el pasado. Padres que difícilmente habían completado educación básica vieron a sus hijos transformarse en profesionales.
Pero no todas las necesidades pueden satisfacerse al ritmo que se quisiera. A su vez, en la medida que se avanza se visualizan nuevos horizontes y con ello se descubren nuevas metas. Es natural que en una sociedad libre y abierta esos anhelos y deseos se expresen, pero es obligación de los líderes ponerlos en perspectiva, dar prioridad a los más urgentes y ponderar los límites que impone la realidad.
Pero con el paso del tiempo, y tal como había sido en el pasado, poco a poco florecieron las soluciones mágicas –como las que prometen que afectando a solo unos pocos privilegiados todo se resuelve– las que se transformaron en propuestas políticas y se exacerbaron los ánimos. Las voces del sentido común se hicieron y hacen cada vez más escasas. Las inquietudes pasaron a molestias, después a enojo y finalmente a indignación.
La llamada revolución de los pingüinos fue uno de los primeros capítulos en que aparece la violencia y se pierde el sentido de la realidad. El epílogo se está escribiendo hoy con un Instituto Nacional a la deriva, cuando otrora fuera orgullo y anhelo de muchos.
Paradojalmente las supuestas soluciones que con el tiempo se adoptaron para enfrentar las inquietudes –siempre más burocracia– desaceleraron el progreso. Con ello los deseos se hacían más difíciles de alcanzar. El punto álgido fue el último gobierno de Michelle Bachelet. Con sus reformas emblemáticas llevó al país al estancamiento.
Una mayoría que nadie previó quiso salir del círculo vicioso y optó por elegir al Presidente Piñera, quien prometió retomar el rumbo y esa promesa sirvió para un primer año de recuperación. Pero la imposibilidad primero –auspiciada por un Congreso maximalista y poco dialogante en extremo– y la claudicación luego de su programa devolvieron el país a su letargo.
El golpe de gracia final fue un audaz episodio de violencia. Quedó patente que el país cuenta con un Estado fallido en materia de orden público. A las fuerzas de orden y seguridad no se les quiere reconocer legitimidad para actuar, el Ejecutivo no las respalda, el Legislativo no se pronuncia tajantemente en contra de la violencia y más aún parte de sus miembros protege y enaltece la labor de los violentistas. La Fiscalía y el Poder Judicial no son percibidos actuando a la altura de los graves acontecimientos.
Basta el panorama anterior para ser escéptico de una posible recuperación económica. El país puede vivir con la violencia como lo ha hecho La Araucanía por ya largos años. Pero sin duda estará muy por debajo de su potencial. Ni las empresas ni sus trabajadores, que se han esforzado por seguir produciendo, son el origen del problema. Por el contrario, su resiliencia explica que pasados los episodios más críticos la producción retome cierta normalidad.
Gracias a ello y una institucionalidad fiscal y monetaria aún sólidas y respetadas es posible proyectar un crecimiento modesto y no una caída al vacío.
Pero desgraciadamente la historia no termina allí. El contendor del Presidente Piñera en la última elección proponía una nueva Constitución, aun cuando no dio jamás detalle alguno de su contenido, mientras él respaldaba la institucionalidad vigente, que permite cambiarla por los caminos establecidos y previa discusión de propósitos concretos. Pero en diciembre se acordó una reforma para permitir la catarsis colectiva que su contendor proponía. Es la última claudicación de su programa. Es entendible que, sin respaldo de los otros poderes de Estado para contener la violencia, haya creído que eso ayudaría a un consenso para actuar al respecto. Pero el hecho que no se pronuncie claramente por la alternativa que estaba implícita en su proyecto, es renegar definitivamente de su propuesta.
La incertidumbre política que genera este proceso no debe minimizarse. Sus efectos económicos serán de mediano y largo plazo y su intensidad dependerá de la evolución de los acontecimientos. Las personas se proyectan e invierten incluso en sociedades devastadas por largas guerras civiles. No nos extrañemos entonces que algunos lo seguirán haciendo en un Chile con instituciones inciertas. Pero ello se hará a un nivel que estará lejos del potencial del país y el precio se pagará en esperanzas y anhelos incumplidos.
Por su parte, resulta muy ingenuo pensar que Chile entero podrá discutir en paz y consensuar todos sus objetivos comunes.
La humanidad lleva milenios intentando buscar mejores maneras para convivir y progresar en grupos cada vez más numerosos. Incluso en núcleos básicos como la familia no es posible la utopía que se propone de una asamblea que todo lo resuelve. La experiencia práctica nos indica que muchas veces sus miembros optan por caminos alternativos, temporales o incluso por la separación definitiva.
Por ello no es necesario ser muy perspicaz para suponer que pretender hacer borrón y cuenta nueva del pasado y sus instituciones tiene otro propósito. Las experiencias de Venezuela o Bolivia indican que por lo menos algunos intentarán, con el anzuelo de enumerar una larga lista de anhelos y deseos transformándolos en supuestos derechos, generar una institucionalidad que les garantice el poder. Como en esos países la violencia los acompañará como elemento de persuasión. Durante el desarrollo de este proceso la economía chilena sufrirá. El sueño de un país desarrollado, capaz de lograr el bienestar e igualdad que algunos honestamente anhelan, quedará nuevamente sin cumplirse, como ha sucedido hasta ahora en todo el continente.
Los dos problemas antes indicados –violencia e incertidumbre– que están afectando hoy severamente las posibilidades de progreso de nuestra nación lo seguirán haciendo por mucho tiempo.
Ambos son problemas que el país se auto infligió y que solo él puede resolver. Existe, sin embargo, un riesgo externo que en las últimas semanas ha tomado forma. Cuando la economía global parecía retomar fuerzas al despejarse varias incógnitas que la afectaban, la naturaleza decidió recordarnos que siempre depara sorpresas.
El nuevo virus, el Coronavirus (Covid-19), tendrá efectos humanos y económicos mayores a lo esperado inicialmente.
Hace más de 100 años, al terminar la Primera Guerra Mundial, la llamada “fiebre española” cobró la vida a más de 40 millones de personas. Más vidas que la gran guerra. El progreso económico y tecnológico permitirán, que aún en el caso que el Covid-19 se transforme en pandemia, su impacto sea de una escala mucho menor, aunque siempre lamentable. No olvidemos que la gripe común cobra la vida de cientos de miles de personas todos los años.
Aunque Chile se libere de la enfermedad, la economía sentirá el impacto. Como ya se vio estas semanas con la experiencia China, el comercio se interrumpe. El turismo se modera o detiene. Las cadenas de producción dejan de fluir y las empresas deben acumular stocks o dejar de producir.
No es posible predecir hoy cuan extendido y profundo será el impacto en la economía global. Pero aún en el caso más crítico –un pánico generalizado que deprima el comportamiento del consumidor global– el efecto será temporal y debiera ser seguido por una fuerte recuperación. Las experiencias pasadas así lo indican. El calor del verano que en pocos meses llega al hemisferio norte puede moderar la epidemia y aparecerán mejores medidas de prevención y tratamiento.
La violencia, la incertidumbre política y el Coronavirus afectarán las posibilidades de progreso. El Covid-19, factor externo, es sin duda el que puede ser más dramático en el corto plazo, pero debiera superarse rápidamente ya que se están realizando los esfuerzos correspondientes para que así sea. Los dos primeros factores en cambio, en tanto factores internos, encuentran un inexplicable respaldo en diversos actores de la política nacional. Lo cierto es que solo la sociedad chilena puede alzar la voz para superarlos. Si no lo hace será uno más de los países latinoamericanos que ha visto frustrarse sus esperanzas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Mercurio (Chile) el 1 de marzo de 2020.