Entre la demagogia y la ignorancia
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Nestor Kirchner, flamante primer mandatario de la Argentina, ha utilizado su reciente visita a Madrid para lanzar un ataque en toda regla contra las empresas españolas instaladas en la república austral. Quizá, el líder peronista ha pretendido ganar puntos ante la opinión pública de su país "enfrentándose" al gran capital, a las maléficas multinacionales. Sin embargo, esta estrategia demagógica y cortoplacista resulta suicida para un país sumido en la mayor crisis de su historia y necesitado de la inversión exterior para superarla. Si la confianza en Argentina estaba bajo mínimos en España, las inoportunas manifestaciones de su Presidente la han llevado al subsuelo. Del mensaje kirchneriano no sólo van a tomar nota las compañías hispanas, sino toda la comunidad internacional de negocios.
Las declaraciones de Kirchner reflejan "tics" muy inquietantes. Por un lado, el recurso a la retórica populista aumenta la desconfianza de los mercados y siembra dudas muy intensas sobre la posibilidad de que el nuevo gobierno ponga los medios necesarios para salir de la crisis. Por otro, la apelación al exterior como fuente de los males del país muestra tanto la inexistencia de un propósito de enmienda por parte del ejecutivo argentino con relación a los errores cometidos en el pasado como una visión equivocada del origen real de los problemas. En el mejor de los casos, las palabras del dirigente peronista muestran una considerable inexperiencia; en el peor, la vuelta a una gestión de la cosa pública que ha sido el determinante básico de la debacle vivida por la república austral desde el 2001. Así pues, el estreno internacional del presidente argentino ha sido cuanto menos desafortunado. Ha desaprovechado una magnífica oportunidad para transmitir credibilidad.
La recuperación de la actividad económica argentina se asienta sobre arenas movedizas. Después de la suspensión de pagos de la deuda y con una intermediación financiera en sus mínimos históricos, la economía real se volvió inmune a cualquier shock económico y político en el corto plazo. Desde esta perspectiva, el rebote de la economía austral tras su colapso era inevitable y ha permitido enmascarar el divorcio entre la ausencia de medidas económicas y los resultados macroeconómicos. Sin embargo, esta situación no es sostenible más allá de un breve espacio de tiempo. Los motores que han impulsado la reactivación, básicamente la sustitución de importaciones, comienzan a mostrar signos de agotamiento sin que la demanda interna tome el relevo. Este panorama se ve agravado a causa de la pésima situación financiera de la banca que limita la expansión del crédito al sector privado. En consecuencia, las perspectivas para el 2004 están lejos de ser halagüeñas.
Este escenario se pone todavía más tenebroso a la vista de la evolución de la deuda pública que ha doblado su participación en el PIB después de la crisis y cuyo servicio plantea un formidable desafío a las autoridades argentinas en el mediano plazo. Sin duda, la coyuntura fiscal y presupuestaria ha mejorado en los últimos ocho meses pero permanece muy frágil y no se asienta sobre bases sólidas. Los superávit primarios generados, alrededor del 2.5% del PIB, son insuficientes para afrontar el coste del endeudamiento y plantearán problemas de solvencia en un horizonte no muy lejano si no se pone en marcha un programa serio y riguroso de reforma y estabilización de las finanzas públicas sin el cual es imposible mantener el crecimiento. Por desgracia, el gobierno de Kirchner no ha hecho nada en este frente y, según parece, no tiene prisa alguna en hacerlo.
Una vez más la evolución de la economía argentina depende de la política, es decir, de la capacidad del gabinete peronista de implementar un proyecto económico consistente. Con un sistema bancario quebrado, con una fiscalidad penalizadora del trabajo, del ahorro y de la inversión, con un mercado laboral destructor de empleo y con un marco institucional incapaz de ofrecer seguridad jurídica, es impensable que Argentina pueda iniciar la senda de un crecimiento equilibrado y sostenido. Cuando un país ha soportado una recesión de las dimensiones de la experimentada por la república austral, ha roto las reglas del juego con los agentes económicos nacionales e internacionales y, en consecuencia, ha visto descender la confianza a los abismos, dilatar la toma de medidas es reiniciar el camino hacia el caos.
La administración "kirchneriana" tiene como prioridad consolidar su poder político dentro del peronismo y del conjunto de los organismos del Estado. Como todos los sistemas populistas, pretende utilizar el rechazo ciudadano a los políticos y a los partidos tradicionales para sustituirlos por otros afectos al nuevo régimen. Desde la Presidencia aspira a controlar todas las instancias del poder. Por eso, la economía tiene que esperar. Ahora bien, este tipo de actuación no tiene nada que ver con la reforma institucional que precisa Argentina, con la necesidad de dar independencia y profesionalidad a los cuerpos que componen la organización estatal. Kirchner no supone una fórmula regeneradora. Es la vieja política clientelar y demagógica del populismo más arcano y poco puede esperarse de él.
Argentina corre contra el reloj. Si no se adopta con rapidez una estrategia de estabilidad macroeconómica y de reformas económico-institucionales, la coyuntura se deteriorará a marchas forzadas en unos meses y el colapso del 2001-2002 podría reproducirse. Entre tanto, Kirchner se limita a perder el tiempo, a jugar a gran elector y a hacer demagogia en el extranjero, ¡magníficas credenciales! A este paso hará bueno a Duhalde.