En torno a un libro de Sergio Sinay

Alberto Benegas Lynch comenta "Es que la acción humana —toda acción, desde la más sublime a la más ruin— significa conjeturar que se pasará de una situación menos satisfactoria a una que proporcionará una mayor satisfacción".

Por Alberto Benegas Lynch (h)

El tema de la felicidad está presente en todos los humanos puesto que es contradictorio que alguien proclame que desea ser un infeliz, ya que lo que entiende por infelicidad es lo que le proporciona felicidad. Esto no es un mero juego de palabras. Todos actuamos por nuestro interés personal: la madre que cuida de sus hijos, está en su interés personal la salud de su prole, el que entrega todo su patrimonio a los pobres es porque le proporciona satisfacción ver la sonrisa del necesitado (o la fotografía oportuna al entregar el cheque en público), al masoquista le produce satisfacción sus actos, el que se inmola por un amigo es porque en su escala de valores eso es lo prioritario y el que asalta un banco es porque le atrae proceder de ese modo, y así sucesivamente.

En verdad constituye una tautología decir que cada uno actúa en su interés personal puesto que si no está en interés del sujeto actuante ¿en interés de quien diablos puede estar? Es que la acción humana —toda acción, desde la más sublime a la más ruin— significa conjeturar que se pasará de una situación menos satisfactoria a una que proporcionará una mayor satisfacción. Ex post el fulano en cuestión se podrá arrepentir del acto realizado pero eso es harina de otro costal y si se aprende de la experiencia, lo ocurrido servirá para el futuro.

Hay ríos de tinta escritos sobre la felicidad, la mayor parte de los cuales son de una pobreza superlativa que repiten lugares comunes sin sustancia relevante, pero hay tres obras muy ilustrativas sobre este asunto crucial. Se trata de La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, La felicidad como objetivo de Edward de Bono y, sobre todo, el formidable Respeto a uno mismo de Nathaniel Branden. Claro que también hay discrepancias, no hay libro en el que uno coincida plenamente, ni siquiera con lo que uno ha escrito puesto que releído se percibe que se pudo mejorar la marca. Como ha dicho Borges citando a Alfonso Reyes “puesto que no hay texto perfecto, si uno no publica se pasaría la vida corrigiendo borradores”.

Ahora llegó a mis manos una obra de Sergio Sinay titulada La felicidad como elección que, a mi juicio, se incorpora a la terna mencionada como lo mejor que se ha trabajado en la materia, escrito de modo claro, en lenguaje coloquial pero de gran calado. Diría que el autor presenta diez tesis (lo resumo en un decálogo porque siempre tiene buena prensa) que son muy fértiles y que invitan a pensar, masticar y digerir con detenimiento, en el contexto de la tradición iniciada por Viktor Frankl (tengo una frase suya en mi biblioteca enmarcada en un bordado hecho por mi hija: “Never let the is catch up with the oughts” [“Nunca dejes el es igualarse al podría ser]).

Primero, que la felicidad es un derivado de nuestros logros. Segundo, que están necesariamente involucrados costos que deben asumirse. Tercero, que no es un derecho que se reclama a otros sino algo que se construye desde adentro como apuntó Kierkegaard. Cuarto, que el divertirse constituye un recreo eventual y pasajero pero divierte del eje central. Quinto, que es enteramente una cuestión de responsabilidad individual, intransferible e indelegable. Sexto, que no se circunscribe a lo físico sino que es eminentemente espiritual. Séptimo, que la cuarta dimensión —el tiempo— es lo que debemos administrar al efecto de establecer prioridades que tiendan al alimento del alma. Octavo, que los “ruidos” externos distraen de los proyectos personales, lo cual incluye sustitutos falsos como drogas de diversa naturaleza. Noveno, que las buenas conversaciones que indagan, preguntan, contrastan y sorprenden son incompatibles con el tartamudeo de las típicas reuniones sociales. Décimo, que no hay meta final ya que se trata de un continuo tránsito.

De más está decir que Sinay desarrolla estos temas con cierta extensión, pero no corresponde (ni es posible) transcribir sus análisis sesudos en una nota periodística algo telegráfica. Para eso están las librerías. En todo caso, dejo constancia del valor de sus elucubraciones que, en definitiva, a todos interesa y sirve para reencauzar esfuerzos que no siempre están bien encaminados. Sobre todo en una sociedad que no ayuda, dadas las degradaciones axiológicas que se observan a diario en diferentes lares y en un contexto de intelectos deshabitados con la indisimulada presencia de sujetos variopintos que se asemejan más a los simios que a la condición humana. Una sociedad en gran medida poblada por quienes estiman que las agendas tupidas y las apariencias fogosas suplen grotescos vacíos existenciales.

Y aquí vienen las posibles disidencias con el autor de marras. Comprendo y comparto que en el certamen de la vida hay quienes se dejan deslumbrar por los avances tecnológicos y dejan rezagados los principios morales que son la brújula que abandonada hace que los otros progresos se derrumben y, en definitiva, se usan para carcomer los cimientos de la conducta civilizada. Pero estimo injusto cargar las tintas contra la economía de mercado (“sin embargo, la economía de mercado, y la cultura que de ella se deriva, entiende lo contrario” y más adelante “los manejos inmorales e inescrupulosos de los mercados” y “manipulaciones de mercados voraces”).

Aludir al mercado es otra forma de hacer referencia a millones de arreglos contractuales que reflejan las preferencias de la gente. En el contexto de una sociedad libre, el comerciante que da en la tecla obtiene ganancias y el que yerra incurre en quebrantos y no es pertinente sostener como lo hacía Galbraith que la gente es tonta y que con una cantidad suficiente de publicidad se puede hacer que se vuelva a las velas y se deje de lado la electricidad y a un precio más elevado (claro que ese autor no incluía la venta de su libro como “necesidades ficticias”). En otros términos, el mercado es el instrumento, si se vota mal en el plebiscito diario es otro cantar, de la misma manera que no es pertinente echarle la culpa al martillo si en lugar de clavar un clavo se rompe la nuca del vecino (cabe destacar la inmoralidad de los “salvatajes” a empresarios irresponsables que debieron quebrar y no ser alimentados coactivamente con el fruto del trabajo ajeno).

Por supuesto que Sergio Sinay se refiere a un asunto de prioridades: si se pone confianza en la licuadora como medio para lograr la felicidad, el resultado será por cierto efímero. Entiendo que lo que mantiene el autor en cuanto al “consumismo” no es la crítica común de “la sociedad de consumo” puesto que es lo mismo que decir “la sociedad que respira” ya que el que no consume, fenece. Lo que subraya es el ansia ilimitada por tener que pretender sustituir al ser con lo que la frustración está garantizada. En este sentido, Sinay critica con razón las estadísticas del producto bruto y, por mi parte, una de mis columnas en este mismo medio se titulaba “¿Qué es el producto bruto?” donde concluyo que es básicamente un producto para brutos.

La economía de mercado y las correspondientes libertades individuales ofrecen la posibilidad de que cada cual actualice sus potencialidades en busca de su camino, al tiempo que permite disfrutar de un adecuado confort. No hay tercera vía, la alternativa es el espíritu autoritario que Sinay critica (“la fantasía de los planificadores”, “el populismo es la manipulación intencionada y oportunista de deseos y aspiraciones colectivas para sacar partida de ellas” y “otra faceta del populismo: el autoritarismo”).

Su afirmación en cuanto a “la furibunda pandemia de neoliberalismo” de los noventa la interpreto como el rechazo a la corrupción mayúscula, el desconocimiento de la división horizontal de poderes, el aumento sideral del gasto y la deuda pública (a veces privada convertida en pública) del menemato, de Fuyimori y de Salinas de Gortari. Pero debe destacarse que “neoliberalismo” es una etiqueta inventada con la que ningún intelectual serio se siente identificado. En todo caso, los liberales nos sentimos ofendidos con lo ocurrido en los noventa puesto que el liberalismo significa el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros y que la fuerza solo puede utilizarse con carácter defensivo y nunca ofensivo.

Finalmente consigno que además de la gratificación que me proporcionó la lectura de La felicidad como elección, especialmente referida a la elaboración del antedicho decálogo, la distinción fundamentalísima entre causas y motivos que son la base del libre albedrío, tal como lo apuntan autores como los premio Nobel Max Planck y John Eccels (en críticas a lo que Popper ajustadamente denominó determinismo físico) y su inmejorable definición de lo políticamente correcto como “una forma elegante de cobardía”. Además de ello decimos, Sinay me hizo descubrir un personaje que menciona al pasar que tiene una importancia capital al mostrar la conexión entre el bienestar y la moral, y la relevancia decisiva de la caridad y la contradicción en términos que significa lo que hoy se denomina “Estado benefactor” puesto que no hay beneficencia por la fuerza. Se trata del extraordinario escosés decimonónico Thomas Chalmers, profesor en St. Andrews y en Glasgow y predicador de su iglesia que enfatizaba la importancia de separar tajantemente el poder de la religión, tal como del otro lado del Atlántico Thomas Jefferson bautizó con el sugestivo nombre de “la doctrina de la muralla”.

Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 7 de febrero de 2013.