En defensa de la corrupción

por L. Jacobo Rodríguez

L.

Por L. Jacobo Rodríguez

En su mensaje para celebrar la llegada del nuevo milenio, el Papa Juan Pablo II habló de la necesidad de luchar "contra la corrupción política y económica." El Banco Mundial también ha estado avanzando a grandes pasos para implementar su estrategia de anticorrupción en los países en desarrollo. El fracaso de Rusia de completar una transición del comunismo al mercado se achaca en gran medida a la vasta corrupción que existe en ese país. Se acepta generalmente que la corrupción es un impedimento a la inversión privada, y un obstáculo para el crecimiento económico y la reducción de la pobreza.

No obstante, hay que darse cuenta que no toda la corrupción es mala. De hecho, la corrupción puede aumentar la libertad económica en aquellas naciones donde "las reglas del juego" son tan ineficientes que cumplir con dichas reglas es extremadamente caro. La corrupción es, como bien ha indicado el Banco Mundial, un síntoma de un entorno político y de una infraestructura institucional débiles. Eso es lo que hay que remediar y, en ciertos casos, la corrupción provee el antídoto necesario.

Según los economistas Andrei Shleifer y Robert Vishny, la corrupción se puede definir como "la venta por parte de oficiales públicos de propiedad [servicios] gubernamental para ganancia personal." En su modelo básico, Shleifer y Vishny identifican dos tipos diferentes de corrupción, corrupción con y sin robo. En el caso de la corrupción sin robo, el agente gubernamental acepta un soborno además de cobrar el precio oficial del servicio que provee, y reporta la venta de dicho servicio. En el caso de la corrupción con robo, el oficial público puede aceptar un soborno que es inferior al precio del servicio público que está vendiendo y no reporta su venta. Por esa razón, esta corrupción reduce costos y permite a los agentes económicos privados cumplir con los requisitos burocráticos a menor coste que si no existiera ningún tipo de corrupción.

Por ejemplo, si un empresario necesita una licencia de exportación y el funcionario público "vende" esa licencia por 500 dólares en vez de por el precio oficial de esa licencia (digamos, 1.000 dólares), un mayor número de empresarios va a ser capaz de obtener esa licencia. El resultado es que existe una mayor actividad económica a causa de la corrupción. Otro caso en el que la corrupción puede llevar a una mayor actividad económica es aquél en el cual los agentes económicos privados necesitan una serie de servicios públicos que son concedidos en exclusividad por diferentes agencias gubernamentales, que están actuando cada una por su cuenta. En otras palabras, cada agencia gubernamental tiene un monopolio sobre el servicio que provee y estas agencias no están actuando conjuntamente. Como cada oficial público trata de maximizar sus beneficios independientemente de las acciones de los otros oficiales públicos, la existencia de lucrativas oportunidades de corrupción hace que los sobornos totales (a ser pagados por los agentes económicos privados) aumenten a tal precio que la demanda por dichos servicios públicos desaparezca. En ese momento, la actividad económica se convierte en actividad ilegal, aunque no necesariamente criminal, y toma lugar en lo que comúnmente se denomina como el sector informal, o el mercado negro.

Así que, en esencia, el problema de la corrupción es uno de costes de transacción; es decir, los costes de cumplir con todas las leyes y las regulaciones. En los países avanzados, donde los costes de transacción son relativamente bajos en comparación a la renta nacional, existe poca corrupción. En los países pobres, donde los costes de transacción son relativamente altos comparados a la renta nacional, la corrupción es generalizada en muchos de ellos. ¿Cómo pueden reducir los países pobres los costes de transacción? Y, ¿qué puede hacer Occidente para ayudarles?

Lo mejor que pueden hacer los países de Occidente es, primero, ofrecer como modelo un sistema económico y político abierto. Segundo, no tratar de imponer nuevas regulaciones laborales y medioambientales sobre los países pobres. Y, tercero, abrir los mercados domésticos a los productos de estos países pobres, lo que podría aumentar la libertad económica en esos países.

Pero la responsabilidad final claramente cae en los gobiernos y la gente de los países pobres. Son ellos los que han de desarrollar un entorno político transparente y una infraestructura institucional más eficiente (es decir, una serie de reglas que definan claramente y respeten los derechos humanos y de propiedad de los ciudadanos). Hasta que hagan eso, podemos esperar que continúe la corrupción y, a veces, para beneficio de los más desafortunados.