El sentimiento anti-estadounidense y la economía redistributiva

Por Marian L. Tupy

Durante la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible realizada en septiembre, muchos estadounidenses expresaron su sorpresa por la magnitud de los sentimientos anti-estadounidenses entre los delegados de los demás países y de alguna gente de Johannesburgo. Por supuesto, el sentimiento anti-estadounidense no es un fenómeno nuevo. Hace tan solo un año, el odio hacia Estados Unidos culminó en la tragedia del 11 de septiembre. Mientras que las amenazas de los terroristas hacia Estados Unidos continúan, resulta de gran importancia entender las raíces de este odio. Una de las probables razones es la inequidad económica y el (mal) entendimiento de la distribución de los recursos económicos.

Vivimos en un mundo de derechos. De acuerdo a la visión común, la vida en Occidente "nos da derecho" a no tener hambre, a disfrutar de una vivienda decente y de buenos servicios médicos. Todos estos derechos tienen un precio; cuestan dinero que alguien más se había ganado. Por lo tanto, es incorrecto hablar de la provisión "gratuita"de salud y beneficios sociales. En su lugar, es más apropiado hablar de "una transferencia de riqueza" entre diferentes grupos de gente. Por un lado están los contribuyentes y del otro están los receptores de beneficencia social.

Antes de la era del Estado de bienestar, dichas transferencias de riqueza también existían, pero eran voluntarias. Estaban basadas en un sentimiento de empatía hacia aquellos en necesidad. Sin embargo, en aquellos días existía un entendimiento claro sobre la naturaleza de esta transferencia. El que daba era visto como un benefactor, mientras que el que tomaba era visto como un receptor con suerte. Se esperaba que el rico fuera generoso, mientras que del pobre se esperaba que fuera agradecido. No obstante, bajo el Estado de bienestar, el poder coercitivo del gobierno obligó a aquellos con ingresos altos a compartir su riqueza con los que menos tenían. Entre más ganaba una persona, más tenía que pagar en impuestos.

El sistema tributario progresivo era explicado y defendido en términos de solidaridad, igualdad y utilidad marginal. Sin embargo, la explicación más popular era esa de "explotación." La base de la misma descansaba en el entendimiento de suma-cero de la economía, el cual asumía que la prosperidad de una persona (empresario) era directamente dependiente de la pobreza de otra (un trabajador, digamos). De acuerdo a dicha premisa, la riqueza nunca es producida o incrementada. En su lugar, únicamente es transferida del impotente al poderoso. Pero si esto fuera cierto, la humanidad nunca hubiera salidos de las cavernas. En cambio, el mundo cada día es más próspero. De hecho, los trabajadores en los países capitalistas—quienes eran "explotados" según Marx y Lenin—son hoy en día más ricos que sus contrapartes en los antiguos países socialistas. Irónicamente, fue en estos países socialistas en donde se dijo que se había eliminado la "explotación."

En la práctica, todas las suposiciones arriba mencionadas contribuyeron a la creciente separación entre la creación del valor económico y la remuneración. En otras palabras, la cantidad de dinero que se les permitía conservar, tanto al empresario como al trabajador, se desconectó del valor económico que cualquiera de los dos había creado. Como en la mayoría de las acciones gubernamentales, la introducción del Estado de bienestar también tuvo consecuencias no deseadas. Una de éstas fue el reconocimiento por parte de todos los miembros de la sociedad de que su bienestar dependía menos de su desempeño en el mercado y más de la voluntad del gobierno. Como resultado, los diferentes grupos de interés empezaron a cabildear al gobierno en busca de mejores tratos. El otro lado de la moneda fue que las elecciones se convirtieron en la oportunidad en que los políticos sobornaban al electorado con promesas de beneficios.

Con el tiempo, cada uno de estas transferencias de riqueza o "derechos" dejaron de ser regalos de un gobierno en particular y pasaron a convertirse en una expectativa a ser honrada e incluso mejorada por los gobiernos futuros. Esta estructura de derechos se encuentra hoy en día tan arraigada que cualquier recorte político es visto como una violación ilegítima a los derechos legítimos de los receptores de beneficencia. De manera interesante, la donación y recepción de ayuda externa—ya sea en forma de subvenciones financieras, préstamos con tasas de interés bajas o transferencias tecnológicas, maquinaria u otros bienes—es cada vez más dominada por las mismas suposiciones.

En sus inicios, la ayuda externa era vista como caridad en gran escala. El Plan Marshall fue visto entonces como un regalo estadounidense a una Europa destruida por la guerra. Ningún europeo se sintió con "derechos" hacia la ayuda o presupuso que la creación del Plan Marshall era una "obligación" o "responsabilidad" de Estados Unidos. Además, el plan fue siempre concebido como una ayuda de corto plazo, con una duración máxima de cuatro años. Como tal, el plan contrasta fuertemente con los eternos programas de ayuda externa contemporáneos en el mundo subdesarrollado. Aunque los beneficios del Plan Marshall aún son debatibles, la ineficiencia de la ayuda externa subsiguiente es inequívoca. Por ejemplo, en África ha emergido una relación inversa entre ayuda externa y desarrollo. Durante décadas la ayuda ha servido para posponer las reformas económicas necesarias y para que los dictadores más infames de África mantengan el poder.

Parte de esta transición de ayuda de corto plazo para desastres a subsidios de largo plazo para gobiernos fracasados descansa en una plétora de teorías que intentan explicar por qué los países desarrollados deberían transferir su riqueza a los subdesarrollados. La "explotación" de antaño de las colonias es señalada como la responsable de hacer rico al mundo desarrollado. Eso es abiertamente falso. Por ejemplo, Gran Bretaña ya se había convertido en el país más próspero del planeta mucho antes de que tuviera posesiones coloniales significativas. Otros países ricos, como Suiza, Noruega y Finlandia, entre otros, nunca tuvieron ninguna colonia. De igual manera, la condición de antigua colonia usualmente es relacionada con pobreza. Pero tanto Canadá como Australia eran colonias. Hoy, estos dos países son sumamente prósperos. Luego estaba la "teoría de la periferia." La misma sostenía que el mundo estaba dividido permanentemente en el centro rico y la periferia pobre, donde los primeros explotaban y empobrecían a los segundos. Los éxitos espectaculares de países previamente pobres, como Taiwán, Corea del Sur, Singapur, Hong Kong y Chile han desmentido este punto de vista.

A pesar de la evidencia empírica irrefutable que muestra lo contrario, las teorías antes señaladas han demostrado una durabilidad extraordinaria. Implícita en todas estas teorías se encuentra, así como en los arreglos económicos domésticos de los Estados benefactores, la separación entre las actividades económicas valiosas y la recompensa. En pocas palabras, mucha gente no ve a la riqueza de Estados Unidos como el resultado de políticas económicas que propician el crecimiento económico—de las cuales las más importantes son una economía libre y el Estado de Derecho. En cambio, ellos lo miran como el resultado de una variedad de conspiraciones financieras internacionales. En consecuencia, se sostiene que las compañías en los países ricos evitan que los países pobres reciban un precio "justo" por sus productos. El café es frecuentemente usado como ejemplo. Sin embargo, esto no es así. El precio diario del café es determinado por las decisiones de millones de tomadores y productores de café alrededor del globo. Entre más café se consume más caro se pone. Entre menos café se consume, su precio baja más. Por lo tanto, si todos decidieran tomar café, la demanda por el mismo sobrepasaría a la oferta y el precio del grano se iría por las nubes. Por el contrario, si todos dejaran de tomar café, la oferta sobrepasaría a la demanda y el precio del mismo se desplomaría.

No obstante, los pronunciamientos de muchos líderes y activistas desinformados en el mundo subdesarrollado parecen sugerir que la inequidad económica en el mundo es una de las razones primordiales del por qué es admisible odiar a Occidente en general, y a Estados Unidos en particular. Tal y como sucede con la economía doméstica, en la economía internacional muchas veces se supone erróneamente que la prosperidad del mundo desarrollado depende directamente de la pobreza de los países subdesarrollados. Entonces, no es inusual oír a ciertos activistas afirmar que el consumo "excesivo" en el mundo desarrollado hace que los países menos desarrollados se mueran de hambre. Pero éstos dos están totalmente desconectados el uno del otro. Por ejemplo, en los países desarrollados el nivel de consumo de alimentos y electricidad es proporcional al nivel de producción de los mismos. Por otro lado, el nivel de inanición en los países pobres es proporcional a su inhabilidad—mayormentedebido a malos manejos—de producir mucho.

En un documental reciente de la BBC, a los niños de una escuela en Cambridgeshire, Inglaterra, se les mostró un reportaje sobre la muerte por hambre de niños en África. Luego de ver el reportaje, varios escolares prometieron dejar de "desperdiciar" sus alimentos, como si sus "desperdicios" tuvieran algo que ver con la pobreza en África. En realidad, los niños africanos se mueren de hambre porque sus países, o no producen comida, o no pueden comprarla en los mercados internacionales por falta de ingresos—los cuales, después de todo, también necesitan ser ganados a través de la producción. Si de algo sirve, los activistas pro-ayuda externa deberían promover un mayor consumo en los niños británicos ya que el Impuesto al Valor Agregado (IVA), el cual es impuesto por el gobierno británico en la venta de alimentos, incrementaría los ingresos del gobierno, los cuales podrían ser usados en prodigar más ayuda en el mundo subdesarrollado. Por supuesto, más ayuda es lo que los activistas demandan. Pero, ¿cómo va a ser ésta facilitada?

A diferencia de la arena doméstica, no existe un gobierno mundial para que tome de unos y les dé a otros. Es por eso que muchos desean envalentonar a la ONU para que amplíe sus actividades al área económica. Por ejemplo, la propuesta hecha en Johannesburgo para que se forme un Consejo de Seguridad Económica es una manera ingeniosa mediante la cual la riqueza podrá ser transferida de las naciones prósperas a aquellas que la ONU defina como "necesitadas." En concordancia con la lógica igualitarista de las últimas décadas, sin duda alguna se presionaría para que el Consejo de Seguridad Económica conduzca sus asuntos con un voto de mayoría. No se necesita un científico para ver quién sería la mayoría y quién tendría que pagar la cuenta.

Por lo tanto, la ayuda externa ya no es lo que fue durante un corto tiempo—caridad. También se ha convertido en una forma de "derecho." Se habla de la misma en términos de "repartición de la riqueza" o "repartición de la pericia." Por lo tanto, cuando se anuncia un nuevo paquete de ayuda externa, uno nunca escucha una palabra de gratitud por parte de sus receptores. De hecho, cada nueva donación recibe comentarios de desaprobación por el monto de la misma. Por ejemplo, los compromisos de "repartición de la riqueza" que los países desarrollados hicieron en Johannesburgo fueron ridiculizados ampliamente como poco satisfactorios. Un comentarista sudafricano comentó que "Las naciones desarrolladas han fallado nuevamente en cumplir los objetivos de la ayuda externa." Pero, ¿quién define dichos objetivos? Ciertamente no son los contribuyentes de los países desarrollados, los cuales tendrán que pagar por dicha ayuda externa.

Tal y como con los arreglos domésticos, la razón por la cual no se toma en consideración el punto de vista de los contribuyentes de los países desarrollados yace en la separación entre la creación del valor económico y la remuneración. Un ejemplo demuestra esto claramente. Tal y como lo declaró recientemente el presidente sudafricano, Thabo Mbeki, por primera vez el mundo posee suficientes recursos y habilidades para erradicar la pobreza. Como era de esperar, Mbeki enfatizó que lo único que se necesita es la voluntad para hacerlo. De hecho, el "mundo" no tiene nada. Toda la riqueza y habilidades pertenecen a individuos específicos que residen en países específicos. La vasija proverbial en donde todos los bienes confluyen solo para ser divididos entre aquellos en necesidad no existe. Tal y como lo señalara Robert Nozick, cada dólar viene con derechos agregados. Sin embargo, dichos derechos no son aquellos de los receptores de beneficios—sean éstos domésticos o internacionales—sino aquellos de los productores del valor económico.

Si estoy en lo correcto, entonces al menos algunas de las raíces del sentimiento anti-estadounidense contemporáneo descansan en un profundo malentendido sobre el funcionamiento de la economía internacional. Contrario a la idea equivocada común, las razones de la inequidad económica global yacen en el ámbito local. Éstas incluyen la carencia del Estado de Derecho, la falta de respeto a la propiedad privada, el colectivismo económico, la corrupción y la guerra. Dicho lo anterior, el análisis hecho sobre la naturaleza del problema es la parte sencilla. Lo difícil descansa en averiguar cómo tratar décadas de desinformación sobre economía internacional. Quizás el primer paso más obvio es el que Estados Unidos deje de subsidiar a los regímenes que ven a la ayuda externa como un derecho y como un asunto de justicia. Las elites gobernantes en los países en desarrollo deben asumir la responsabilidad por décadas de malos gobiernos. No se les debe fomentar a que aumenten su poder—especialmente si lo hacen usando dinero estadounidense para financiar propaganda anti-estadounidense.

Traducido por Juan Carlos Hidalgo para Cato Institute.