El Proyecto 1619: una autopsia

Timothy Sandefur indica que las metáforas en torno a la fundación de una nación nos dicen algo no solo acerca de su pasado, sino también acerca de nosotros mismos, de lo que significa en el presente determinada nacionalidad. Por ende, no es cosa menor fijar como fecha de fundación de EE.UU la venta de esclavos en 1619 versus la Revolución Americana de 1776.

Por Timothy Sandefur

Cuando el Proyecto 1619 del New York Times fue publicado el año pasado, empezó con una afirmación audaz: “el momento en que EE.UU. empezó”, decía, fue en un día de Agosto hace cuatro siglos atrás, cuando cerca de 20 africanos esclavizados fueron traídos a la orilla de Virginia y vendidos. Este incidente, dijeron los escritores del New York Times, “es el mismo origen del país”. Aunque la “fecha de nacimiento oficial” del país vino mucho después, es realmente “de la esclavitud —y del racismo anti-negro que esta requirió” que “casi todo lo que realmente ha hecho de EE.UU. excepcional” se derivó. 

Estas oraciones de apertura —y expresiones más recientes por parte de la organizadora del proyecto, Nikole Hannah-Jones— recientemente han generado una nueva ronda de controversias, debido a las revelaciones de que los editores del New York Times alteraron la versión en Internet del texto del proyecto luego de ser criticados por denominar 1619 como la “verdadera fundación” del país. Académicos como el historiador económico Phil Magness han, con justa razón, visto estas ediciones no reconocidas como violaciones de los estándares periodísticos, pero los editores del proyecto han respondido diciendo que los cambios no eran importantes, porque la idea de que 1619 era la “verdadera fundación” nunca se suponía que debía ser tomada de manera literal. “Sabemos que esta nación marca su fundación en 1776”, escribió Hannah-Jones en un tweet ahora borrado (ella recientemente borró todos sus tweets viejos). La frase de la “verdadera fundación” fue “siempre un argumento metafórico”. El editor titular de la New York Times Magazine, Jake Silverstein, repitió esta defensa en un artículo publicado hace algunos días: el año 1619 siempre fue intencionado como “una metáfora”, escribió. Cualesquiera que sean los errores que puedan haber cometido los editores, las “‘premisas centrales’ del proyecto se mantienen firmes”.

Pero esta defensa ignora el punto totalmente. Obviamente la afirmación de la “verdadera fundación” siempre fue una metáfora, porque todas las fundaciones son metáforas. Como una corporación, un equipo atlético, o un club social, una nación es una institución teórica o imaginaria —lo que implica que su origen es necesariamente expresado en una metáfora, un ritual o un simbolismo. Hannah Arendt —cuyo libro On Revolution es casi totalmente dedicado a esta cuestión— escribió que las fundaciones son esencialmente acerca de “compromiso y promesas, combinar y pactos” porque “la facultad humana de hacer y cumplir promesas” es fundamentalmente “la capacidad de construir el mundo del hombre” —de hecho, es “la facultad humana más importante”. Tradicionalmente hablamos de las promesas en términos metafóricos por la misma razón que utilizamos términos poéticos cuando hablamos del amor: porque son hechos de palabras y solo el lenguaje de la reverencia puede darle a esas palabras cualquier poder que obligue.

De manera que hablar de la “fundación” de EE.UU. en general es necesariamente hablar de qué hace de los estadunidenses “un pueblo”. Cuando Abraham Lincoln dijo que la nación “fue concebida en libertad” 87 años antes de la dedicación del Cementerio de Gettysburg —esto es, en 1776— y cuando, un siglo después, Martin Luther King se refirió a la Declaración de EE.UU. como un “pagaré”, ellos estaban hablando en metáforas. Cuando los escritores del New York Times insistieron en cambio que EE.UU. fue concebida no en libertad sino en la esclavitud, ellos, también, obviamente estaban hablando a través de una metáfora. Que Hannah-Jones y Silverstein acusen a sus críticos de ser demasiado literales es por lo tanto armar un hombre de paja. 

Su metáfora siempre fue la fuente de una disputa. La cuestión que presentó el Proyecto 1619 era si la nación estadounidense debería ser vista como algo que tiene su origen no en la Declaración de Independencia, con sus pactos de igualdad y libertad, pero en una transacción comercial involucrando carne humana. 

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Pero para que una metáfora sea más fructífera que otra requiere que provea una mejor explicación de la materia en cuestión. La metáfora de 1619 fracasó esta prueba no porque se equivocó de fecha, sino por su esfuerzo de enmarcar la cuestión en términos (literalmente) blancos y negros, lo cual esencialmente requería ignorar grandes porciones de la historia estadounidense. EE.UU. no es y nunca ha sido una simple dicotomía entre negros versus blancos, así como tampoco encaja sencillamente en la ordenada dicotomía entre explotador y explotado, opresor y oprimidos. En cambio, su principio de concepción —que cada individuo tiene un valor infinito y tiene el derecho de buscar su propia felicidad en paz— se ha manifestado en maneras mucho más complicadas, resultando en historias humanas de triunfo, traición, pérdida y victoria mucho más interesantes que lo que se sueña en cualquier esfuerzo de representar la historia estadounidense como una historia de “nosotros” contra “ellos”.

Considere California, por ejemplo. El estado más productivo de la nación, hoy representa 13 por ciento de toda la producción agrícola de EE.UU.; 5 por ciento de su producción mineral; y 11 por ciento de sus manufacturas. Si la esclavitud de los africanos y sus descendientes explica la prosperidad estadounidense, como dijeron los autores del Proyecto, debería ser más evidente aquí. Aún así la esclavitud de negros nunca fue un factor importante en California, que siempre fue un estado libre. En cambio, fue la experiencia cruel de los trabajadores chinos “coolies” que caracterizó los primeros años de California. Cerca de 40.000 inmigrantes chinos llegaron en la década de 1850 en busca de oro, y en la siguiente década, miles más vinieron a trabajar en los ferrocarriles. Las poblaciones chinas y japonesas (pocos blancos se molestaron con diferenciar entre los dos) trabajaron en las granjas, en la pesca, en las minas y trabajaron como empleados domésticos ala largo del siglo aún cuando soportaban un maltrato y una discriminación brutal por parte de los estadounidenses y los inmigrantes europeos. “En mucho distritos de la amplia costa del Pacífico, tan fuerte es el amor salvaje y libre por la justicia en los corazones de la gente”, escribió Mark Twain en un artículo amargo de 1870, “que cuando sea que cualquier secreto o crimen misterioso es cometido, ellos dicen, ‘Que se haga justicia, aunque se caigan los cielos’, y van directamente a ahorcar a un chino”.

Los trabajadores chinos —que eran básicamente comprados al por mayor de empresas que comercializaban trabajadores en China— fueron asignados a las tareas más riesgosas en la construcción del ferrocarril transcontinental y nadie sabe exactamente cuántos murieron, porque nadie se molestó con registrarlo. “En promedio”, escribe Iris Chang en The Chinese America: A Narrative History, “tres trabajadores morían por cada dos millas de rieles asentados…Veinte mil libras de sus huesos fueron enviados de vuelta a China”.

En 1878, el estado tuvo una convención constitucional para el propósito expreso de expulsar del estado a los chinos y japoneses, y las décadas que siguieron presenciaron múltiples revueltas raciales, en las cuales los Chinatowns y Japantowns fueron quemados y los asiáticos linchados. En 1906, cuando San Francisco fue destruida por un terremoto y un incendio, muchos locales lo vieron como una oportunidad para expulsar a los chinos, y saquearon el barrio chino arruinado de la ciudad. El gobierno federal hizo lo mejor que pudo para prevenir la reconstrucción, y solo el personal de intercesión de la empedradora china se aseguró de que este fuese restaurado. 

Poco después, el gobierno federal convirtió la Isla Ángel en la Bahía de San Francisco en un centro de detención —lo contrario de la Isla Ellis— donde 175.000 inmigrantes asiáticos eran detenidos, algunas veces por años, antes de ser considerados para ser admitidos. Aquellos admitidos se enfrentaban a varios tipos de intolerancia, entre las cuales se encontraba la reclusión en campos de prisión y la confiscación de su propiedad durante la Segunda Guerra Mundial. No fue hasta 1952 que se volvió legal para los inmigrantes asiáticos poseer tierra en California. Incluso hoy, el estado discrimina en contra de los asiáticos-estadounidenses al aplicar preferencias raciales ilegales en las admisiones universitarias, para excluirlos así de las universidades públicas.  

La historia asiático-estadounidense es característica pero no única. Muchos otros grupos minoritarios se han enfrentado al maltrato, incluyendo las poblaciones indígenas quienes, siglos antes de que los chinos llegaran, fueron esclavizados por los conquistadores o empleados de maneras equivalentes a la esclavitud. Pero nada de esto fue mencionado en los artículos del Proyecto 1619, y cuando se le presionó acerca de esto, Hannah-Jones respondió en un tweet ahora borrado que “la mayoría de los asiáticos-estadounidenses llegaron a este país luego del fin de la segregación y discriminación legal, gracias a la lucha de la resistencia negra” —lo cual aparentemente significa que su historia puede ser ignorada. 

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El término de moda para esto es “borrar”, y es fácil ver por qué lo hizo: la “reformulación” que el Proyecto 1619 pretendía está basada en una ideología que percibe la fundación político-económica de EE.UU. —esto es, el capitalismo— como algo no solo manchado por el racismo, sino de hecho diseñado para sumir en la miseria a las minorías y enriquecer a aquellos que están arriba. Según esta visión del mundo, el racismo no es un virus, sino una característica de las instituciones estadounidenses. Pero la narrativa binaria colapsa en vista de las luchas y especialmente de los éxitos de un sinnúmero de estadounidenses de todas las razas que han encontrado en este país un refugio y una tierra de oportunidades. La metáfora propuesta por el New York Times de una fundación en 1619 omitió no solo a los chinos que construyeron los ferrocarriles y a los estadounidenses nativos que construyeron las misiones, sino a los irlandeses de Boston, los italianos de Nueva York, los cubanos de Florida, los alemanes de Wisconsin, los Cherokee de Georgia, los mexicanos de Texas, y los hawaianos de, bueno, Hawaii, muchos de los cuales se han aprovechado de la libertad para hacer una realidad de la promesa fundacional de este país. 

Más generalmente, esta metáfora ignoró el hecho de que los conflictos raciales que han plagado la historia estadounidense están lejos de ser algo exclusivo de este país; al contrario, cada metro cuadrado del planeta, desde Ruanda hasta Nanking, desde Polonia hasta Colomiba, ha conocido este tipo de intolerancia. La esclavitud también es ubicua en el pasado de la humanidad; podría ser, de hecho, la institución humana más antigua luego de la familia. Lo que era único acerca de EE.UU. fue que su fundación marcó la primera vez que un país fue expresamente fundado sobre principios incompatibles con la esclavitud. Debería sorprender poco que la primera sociedad anti-esclavitud fue establecida en Filadelfia en 1775. Tampoco debería sorprender que —con todos sus horribles defectos— EE.UU. sirvió como un refugio para los oprimidos, desde los hugonotes hasta los Hmong. 

Si el New York Times se hubiese propuesto contar esa historia —para celebrar las luchas de los estadunidenses cuyos ancestros alguna vez fueron excluidos y explotados, y cuyas victorias todavía son poco conocidas— las cosas hubiesen resultado de otra manera. Y había algo de esperanza al principio de que eso podría haber sucedido. 

Como el columnista del New York Times Bret Stephens señaló en una columna del 9 de octubre, Hannah-Jones expresó en su ensayo de introducción un “pensamiento descaradamente patriótico” de que los estadounidenses negros han más que ganado su derecho a celebrar su nacionalidad americana. Pero esa idea choca con la principal tesis del proyecto de que el capitalismo es inherentemente explotador, y que el “racismo anti-negros” es el verdadero núcleo de la nacionalidad estadounidense. 

Este conflicto de visiones implícito plagó al proyecto desde un principio. Aunque Jake Silverstein ahora dice que la finalidad del proyecto era “pensar acerca de los 244 años de esfuerzo por satisfacer nuestros ideales de fundación como parte de una historia más integral acerca de la libertad”, ese esfuerzo solo tiene sentido si esos “ideales de fundación” son, de hecho, nuestros ideales de fundación —que es precisamente lo que los artículos del Proyecto 1619 negaron. Hannah-Jones, por ejemplo, declaró en un ensayo de introducción que “una de las principales razones por las que los colonizadores decidieron declarar su independencia de Gran Bretaña era porque querían proteger la institución de la esclavitud”, y que los “hombres blancos” que escribieron que “todos los hombres son creados iguales” realmente “no creían que [esas palabras] eran ciertas”. Pero si los principios de fundación de la nación realmente son el racismo y la opresión, entonces no tiene sentido celebrar cualquier esfuerzo por realizar dichos ideales. 

En lugar de resolver esta contradicción, los autores del proyecto, especialmente Hannah-Jones, se refugiaron en ella, alternando entre afirmar y negar las verdades auto-evidentes de la Declaración según la conveniencia del momento. En los círculos progresistas, ellos decían que EE.UU. es fundamentalmente una nación racista, y luego, cuando eran criticados como anti-estadounidenses, insistían que el proyecto era simplemente un testimonio patriótico de la forma en que los estadounidenses negros han reivindicado los ideales nobles de la nación.

En una entrevista de 2017, el editor de la revista Atlantic Jeffrey Goldberg trató en vano de atrapar a Hannah-Jones con esta cuestión. “¿En el fondo de lo que estamos hablando hay una falta de comprensión por parte de los estadounidenses blancos acerca de las vidas realmente vividas por los afro-estadounidenses?”, preguntó. “Yo diría que no estamos tratando con una explicación acerca de qué se trata este país”, respondió ella. “Tu no eres una de esas personas que dice, ‘el [racismo] no es quienes somos’[?]” Goldberg persistió. “No”, respondió ella, “esto es claramente quienes somos…[El racismo] está enraizado en el ADN de este país”.

Pero si eso es cierto, no tiene sentido celebrar, como Hannah-Jones lo hizo en una entrevista posterior la manera en que “las personas negras han estado dispuestas a poner sus cuerpos en la línea…para hacer que nuestros ideales de la fundación se conviertan en una realidad”. Si la metáfora de 1619 fuese realmente contundente, no sería necesario moverse entre adorar y denigrar el alma de la nación. 

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Incluso más lamentable fue la manera en que el Proyecto omitió etapas enteras de la historia que son cruciales para entender cómo se desarrolló esa alma. Un lector fácilmente podría llevarse la impresión de los ensayos del Proyecto 1619, por ejemplo, de que las actitudes estadounidenses hacia la esclavitud fácilmente pasaron desde las visiones (supuestamente) pro-esclavitud de los fundadores del país hasta los días de la Guerra Civil (De hecho, los ensayos casi no hablaron de la secesión o sus causas, y se saltaron desde el fallo judicial de Dredd Scott en 1857 hasta el intento cinco años después por parte de Lincoln de persuadir a los afro-estadounidenses de emigrar). Pero la realidad es que las actitudes hacia la esclavitud cambiaron significativamente después de 1800, conforme un movimiento reaccionario en contra de los principios de la Revolución Americana ganaron adeptos. Los políticos sureños empezaron a describir la esclavitud como un “bien positivo” y denunciaron abiertamente la Declaración como algo legalmente insignificante o como una mentira explícita. 

Este movimiento horrorizó a muchos de aquellos que habían permanecido firmes en su fe americana —personas como John Quincy Adams, William Jay, Joshua Giddings, Charles Sumner, Frederick Douglass, y Salmon Chase. Sus esfuerzos para resistirse a las perversiones pro-esclavitud de la Constitución no fueron mencionados en los ensayos del Proyecto 1619. Tampoco fue mencionado el origen de la Enmienda No. 14, adoptada en 1868, cuyos partidarios consideraban que era una re-fundación; como una re-dedicación a los principios de la nacionalidad estadounidense. Para usar la metáfora cristiana propia de la era, ellos fijaron un Nuevo Pacto para el pueblo estadounidense, el cual pretendía no abolir, sino cumplir la ley. 

Todo esto importa más allá de las aulas de historia, miles de las cuales ahora están enseñando un currículum basado en el Proyecto 1619 porque las metáforas que encontramos persuasivas acerca de la identidad de la nación dicen algo no solo acerca del pasado de la nación, sino acerca de nosotros mismos. Como le gustaba enfatizar a Arendt, “el compromiso y las promesas, la combinación y los pactos” que marcan la fundación de una nación son nuevamente puestas en escena con cada generación. Por eso es que enseñamos historia a los niños y requerimos que los nuevos ciudadanos tomen clases acerca de las instituciones cívicas. Adoptar la metáfora del Proyecto 1619 en lugar de la de 1776 o 1868 significa aceptar un entendimiento particular de la naturaleza de lo que es ser estadounidense —uno profundamente contrario a aquel expresado tanto en la fundación de la nación como en los documentos de su re-fundación. 

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Para algunos, de hecho, significa un compromiso con la idea de que los compromisos no tienen significado alguno de cualquier modo. Dicho nihilismo se ha vuelto angustiosamente en boga durante los últimos años, gracias a intelectuales que sostienen que el carácter estadounidense no está solo infectado con, pero que de hecho está conformado por, el racismo. Más destacado entre estos está Ta-Nehisi Coates, quien dice que “EE.UU. es literalmente inconcebible sin el trabajo saqueado y atado a tierra robada, sin el principio rector de la blancura como requisito para la ciudadanía”, y ese racismo “continúa, como lo ha hecho desde 1776, en el corazón de la vida política de este país”.

El cinismo de Coates es tan extremo que, hacia el final de su galardonado libro Between the World and Me, cuenta cuán indiferente se sintió frente a los ataques del 11 de septiembre y la efusión de aflicción nacional que surgió después —la cual él considera “ridícula” y “exagerada”. La valentía de los bomberos y policías (muchos de ellos negros) que rápidamente acudieron al rescate de los inocentes conforme las Torres Gemelas colapsaban, solo para ser cortados en pedazos por los fragmentos afilados del acero en llamas, él observa con desapego, sino repugnancia. “El infierno para [ellos]”, escribe él. “Ellos no eran humanos para mi”. Tal nihilismo es la consecuencia lógica de cierta concepción de lo que EE.UU. representa —una concepción que considera la nación como comprometida con la opresión, no con la liberación. Las consecuencias en el mundo real de ese nihilismo fueron claramente reveladas cuando Hannah-Jones celebró los disturbios que irrumpieron alrededor del país este verano, en un tweet (borrado después) diciendo que ella fuese “honrada” si la violencia, los incendios, el vandalismo, y la destrucción de monumentos que marcaron los recientes meses llegasen a ser conocidos como “los disturbios de 1619”.

Lo que sea que EE.UU. pueda ser, es una tierra de idealismo. Los ideales, de hecho, no son solo parte de nuestra tradición, sino la fuente de la existencia legal del país. La Declaración de la Independencia, después de todo, anunció no solo que la nación era independiente, sino que “por derecho debería serlo”, implicando que la legitimidad institucional del país está basada en la validez de las “verdades auto-evidentes” por las cuales los fundadores empeñaron su “sagrado honor”. La Constitución continuó en esta línea, proclamando que entre sus propósitos estaba la conservación de la libertad (un principio abstracto) para “nuestra posteridad”. Por esto fue que Lincoln advirtió en 1859 que las verdades de la Declaración son “las definiciones y axiomas” de la nacionalidad americana, y que cualquiera que se burle de estos o niegue su validez está “suplantando los principios del gobierno libre”. El país solo puede sobrevivir, dijo él —y solo merecerá sobrevivir— si tales detractores son “rechazados”. Hasta qué grado el Proyecto 1619 provocó que los estadounidenses aprendieran más acerca de la historia de los negros, y entendieran las luchas en torno a los derechos civiles de las generaciones pasadas en vista de los pactos estadounidenses de libertad, este ha servido un propósito honorable. Pero logró esto solo hasta el grado en que los lectores “rechazaron” la metáfora que ofreció el proyecto. De hecho, todo lo que hace de EE.UU. una nación grandiosa se origina en el hecho de que los estadounidenses no consideran la venta de carne humana en agosto de 1619 como la fuente de su nacionalidad —que, en cambio, les indigna lo que hacerlo diría acerca de su país. En la búsqueda de desmentir los principios estadounidenses, los autores del Proyecto 1619 fueron conducidos a ignorar la historia, desconocer algunos de sus momentos más emotivos y aspectos más reveladores, y, todavía más importante, a distorsionar las metáforas según las cuales nos convertimos, y seguimos convirtiéndonos, en “un solo pueblo”.

Este artículo fue publicado originalmente en The Dispatch (EE.UU.) el 27 de octubre de 2020.