El presidente y su guardia pretoriana
Manuel Hinds dice que el presidente Nayib Bukele está serruchando la rama en la que él mismo está sentado al trasladar su legitimidad desde la voluntad del pueblo hacia la fuerza de las armas.
Por Manuel Hinds
Decía George Santayana que los que no estudian la historia están condenados a repetirla. Santayana podría haber estado contemplando a El Salvador de ahora cuando lo dijo. Aquí, el presidente está empeñado en hacer regresar al país a su pasado de cacicazgos, pero no al del siglo pasado, sino al del siglo antepasado. La diferencia está en que en el siglo pasado el poder estaba concentrado en una casta militar que respondía a ciertas reglas y convenciones a las que sus miembros se comprometían con solo el hecho de ser militares, mientras que en el siglo antepasado el poder estaba concentrado en un líder que no respondía a nadie sino a sí mismo y a sus secuaces más cercanos, militares que lo mantenían en el poder. A eso es lo que quiere regresar el presidente.
Este esquema no era estable porque dependía crucialmente de la ignorancia o timidez de esos militares aliados, que estando muy cerca del poder, y sabiendo que podrían obtenerlo, no se atrevían a aprehenderlo. Con el paso del tiempo, sin embargo, los militares perdieron la timidez y se dieron cuenta de que, en un régimen que dependía de la violencia estatal para sobrevivir, lo que era esencial eran los cuarteles, los oficiales y los soldados, no el caudillo.
Cuando los militares perdieron la timidez, los caudillos militares desplazaron a los civiles. Esto comenzó intermitentemente en el siglo XIX (7 de los 8 presidentes entre 1885 y 1911 fueron militares). Luego, después de 1931, eliminaron del todo a los civiles y se quedaron en el poder por 50 años ininterrumpidos. En ese proceso, no solo eliminaron a los civiles sino también a los caudillos. El poder de éstos se lo pasaron no a caudillos militares, sino a la institución militar en donde todos los oficiales podían compartirlo. Ellos, los militares, eran los que escogían su líder, que es al revés de lo que el presidente quiere hacer, y ese líder siempre era militar. Era lo lógico en un mundo en el que la legitimidad estaba basada en la posesión de armas.
Este principio de legitimidad se terminó con los Acuerdos de Paz, en donde se estableció que el poder político emana del pueblo, no de los que tienen las armas.
Pero ahora el presidente quiere volver a cambiar el principio de legitimidad del dado por el pueblo mismo al dado por la fuerza de las armas. Regresar a este tipo de régimen, con la legitimidad basada en quien puede ejercer más violencia, sería un error terrible, y no solo para el país, sino también para el presidente mismo.
Lo que está tratando de hacer el presidente es en realidad muy curioso porque, al pedir que los militares le juren obediencia a él y no al país, al darles poderes arbitrarios como los que les dio durante la cuarentena, y al hacerlos instrumento para humillar a los poderes legítimos del país como la Asamblea, él esta serruchando la rama en la que él mismo está sentado. Él esta en la presidencia no porque haya aplastado por la fuerza a otros grupos de salvadoreños sino porque ganó unas elecciones y está apoyado en un sistema que basa su legitimidad en la voluntad del pueblo, manifiesta en los votos. Es curioso, pues, que él, que dice ser muy popular, piensa que necesita cambiar su base de apoyo, de la voluntad del pueblo a volverla irrelevante con la fuerza de las armas, fuerza que él no tiene naturalmente porque no es militar, no tiene el espíritu de cuerpo que forma a los militares, y no comparte los mismos intereses de ellos.
Él puede creer que si los comparte, pensando que ellos dependen de él, que él les puede dar poder y quitárselos, y puede subirles o no subirles los sueldos. Pero la historia del mundo muestra que, como ya pasó en El Salvador cuando los militares eliminaron a los civiles de las más altas estructuras de poder, los que tienen las armas en un ambiente en el que la legitimidad depende de ellas muy rápidamente se preguntan: Si el poder depende de quien tiene las armas, y nosotros las tenemos, entonces, ¿para qué lo necesitamos nosotros a él? Nosotros podemos darnos el poder a nosotros mismos, subirnos los sueldos, darnos los aires de emperadores.
El presidente podría reflexionar en lo que le pasó a Roma. Antes de ser capital de Italia, Roma fue capital del Imperio Romano, que se deshizo a sí mismo cuando sus líderes hicieron lo mismo que él quiere hacer y trasladaron la fuente legítima del poder de la democracia a los militares, y como es lógico, a las Guardias Pretorianas que eran las que los cuidaban a ellos. Muy rápidamente, los guardias pretorianos se convirtieron en los verdaderos amos del Imperio, deponiendo a los emperadores que antes ellos mismos habían apoyado para poner a otros que a su vez volvían a deponer.
Todos, todos los que subían, pensaban que a ellos no les iba a pasar porque el pueblo los adoraba, con una adoración que ellos alimentaban endeudando al Imperio para repartir pan y circo…hasta que a ellos también los deponían. La mayor parte de los depuestos eran además asesinados. Esto ha pasado no solo en Roma sino en todos los lugares en los que el poder ser les ha dado a los que tienen las armas.
Esto tardó un tiempo en pasar en Roma. Ahora todo pasa más rápido. Por eso los costos de estos errores los pagan ahora los que los cometen, no otra gente que vendrá después al poder. Por eso sería bueno para el presidente recordar lo que dijo Santayana mientras lee un poco de la historia de Roma para darse cuenta de que, aunque esté perdiendo su popularidad día a día, no le conviene nulificarse dando el poder a los que tienen las armas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de Hoy (El Salvador) el 17 de septiembre de 2020.