El populismo es hijo de la democracia ilimitada

Juan Ramón Rallo dice que el populismo prospera en aquellas democracias sin suficientes pesos y contrapesos que limiten el poder arbitrario de la una mayoría y que por eso resultan imprescindibles las reglas constitucionales estrictas.

Por Juan Ramón Rallo

El populismo es una estrategia política que consiste en apelar a un grupo amplio de votantes —a los que se describe como un grupo homogéneo, virtuoso y con intereses compartidos— para plantar cara a otro colectivo social que estaría supuestamente socavando su bienestar y contra el que, en consecuencia, deberían rebelarse otorgando todo el poder a un líder carismático e incorruptible. Analizado desde esta óptica, el populismo solo debería arraigar dentro de sociedades ignorantes y fácilmente manipulables por ese líder carismático. ¿Dónde si no la gente sería tan inocente como para creerse las patrañas mesiánicas y salvíficas de un dirigente político? Así, la ignorancia explicaría el populismo (tanto de extrema izquierda como de extrema derecha) y la educación nos blindaría frente a él.

Huelga señalar que semejante visión desprende, empero, un fuerte tufo elitista acerca de por qué el vulgo vota lo que vota: “Quienes apoyan el populismo son unos iletrados que no comprenden cómo funciona el mundo tan bien como lo hago yo”. Y no es que quepa descartar que algunos votantes posean un esquema enormemente simplificado y equivocado de la realidad (un problema que, por cierto, también puede darse entre los votantes de partidos no populistas). Por ejemplo, los habrá que verdaderamente crean que el problema de la pobreza se debe a la existencia del capitalismo y que, en consecuencia, si queremos acabar con la pobreza deberemos acabar antes con el capitalismo, cuando es justo lo opuesto. Ahora bien, el apoyo masivo a partidos populistas no tiene por qué deberse solo al desconocimiento, sino que también cabe otra hipótesis bastante menos elitista y probablemente bastante más realista: las masas partidarias del populismo solo están defendiendo egoístamente sus intereses particulares.

En un reciente ensayo, el economista Gilles Saint-Paul ha descubierto estadísticamente que los movimientos populistas suelen prosperar en aquellos contextos caracterizados no ya por el estancamiento económico sino por las crisis fiscales: a saber, cuando el riesgo de impago de la deuda pública es alto debido a su previa sobreacumulación, el populismo tiende a crecer con fuerza. La razón parece obvia: si un Estado se halla inmerso en una crisis fiscal, por necesidad deberá terminar aprobando significativos recortes de su gasto y, en esa coyuntura, nadie querrá sufrir los recortes en sus propias carnes. Es ahí donde el populismo se vuelve una opción racional para muchos: como una coalición de ciudadanos potencialmente afectados por los tijeretazos del gasto (empleados públicos, pensionistas, becarios, desempleados, etc.) que apoyan a aquellos partidos que prometen eximirles de los mismos y trasladárselos a otros grupos sociales (ya sean otros receptores de transferencias estatales, los contribuyentes o los tenedores de la deuda a través de un 'default'). Es decir, en lugar de buscar aquel reparto de los recortes que minimice los daños sobre el bienestar general de una sociedad en el largo plazo, el populismo trata de concentrar esos recortes en otros colectivos sociales (los inmigrantes, los exportadores extranjeros, 'los ricos', los ahorradores, etc.) con un objetivo prioritario en mente: minimizar a cualquier costa los recortes que sufrirán sus votantes en el corto plazo.

 
 

En determinados contextos socioeconómicos, pues, la democracia sin suficientes cortapisas institucionales (sin pesos y contrapesos que limiten el arbitrario mayoritario) nos conduce a una guerra civil de todos contra todos canalizada a través de la acción política. La educación del votante no basta para blindarnos frente a la amenaza populista, dado que a muchos votantes, al margen de su nivel de formación, puede interesarles egoístamente que triunfe a corto plazo el populismo. No se trata de un fenómeno exclusivo de nuestra era. Recordemos que Aristóteles ya distinguía entre tres formas virtuosas de gobierno —la monarquía, la aristocracia y la república constitucional— y tres formas corruptas o viciosas —tiranía, oligarquía y democracia—. La monarquía y la tiranía eran el gobierno del uno; la aristocracia y la oligarquía, el gobierno de los varios, y la república constitucional y la democracia, el gobierno de los muchos. Y lo que a su juicio diferenciaba las formas virtuosas de gobierno de las formas viciosas era el objetivo que perseguían: mientras que (en su caracterización idealizada) la monarquía, la aristocracia y la república constitucional perseguían el interés general, la tiranía, la oligarquía o la democracia solo perseguían el interés particular del uno, de los varios o de los muchos.

Es decir, lo que Aristóteles caracterizaba como democracia es lo que Tocqueville denominó mucho más tarde tiranía de la mayoría o lo que a día de hoy podríamos llamar, justamente, populismo: un ejercicio arbitrario y descarnado del poder estatal por aquellas coaliciones electorales mayoritarias que consiguen conquistar los órganos políticos. La democracia popular —o populismo— es simplemente democracia irrestricta, implacable, caprichosa y parasitaria de unos grupos sobre otros. Nada que ver con ningún abstracto concepto de 'bien común' sino con un mucho más tangible concepto de 'interés personal' compartido por coaliciones de electores que intentan imponerlo sobre los demás: votar para repartir el botín de tal forma que yo salga ganando a costa del resto. Por eso son imprescindibles reglas constitucionales estrictas que delimiten el oportunismo clientelar al que, de tanto en tanto, tienden a caer las democracias: por eso es imprescindible el liberalismo.

Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Confidencial (España) el 15 de marzo de 2019.