El pie visible del estado
Ya desde el siglo XIV, y gracias a los escritos de un árabe, Ibn Khaldun, uno que otro filósofo observador se atrevía a postular que un cada vez mayor tamaño del Estado, más temprano que tarde, terminaba por quitarle impulso a la economía. Las ideas de Khaldun, que varios siglos después servirían de sostén a la curva de Laffer y a las reformas de Reagan, partían del supuesto que una mayor tasa tributaria, más allá de cierto punto teórico, influía negativamente en la actividad comercial y, por consiguiente, reducía los ingresos del tesoro público. Cuatrocientos años más tarde, un escocés, Adam Smith, después de observar los dramáticos cambios que la Revolución Industrial llevaba al sistema de producción, distribución y consumo, afirmaba que todo intercambio comercial, siempre y cuando fuese voluntario, beneficiaba a las partes. Un individuo que buscaba su beneficio personal —aseguraba— como guiado por una mano invisible terminaba promoviendo aquello que nunca tuvo como objetivo: el bien común.
En los últimos tiempos, sin embargo, un renovado interés por todo lo público y colectivo ha hecho que el tamaño del Estado, medido por el gasto público como porcentaje de la economía, vuelva a ser lo que ya había dejado de ser: un obstáculo al progreso económico. A primera vista, son tres las causas y dos los planos en los cuales reside este gran cambio. En un plano ideológico, lo es la cada vez más clara convicción por la cual la responsabilidad ‘social’ debe anteponerse a la responsabilidad ‘individual’. Por tanto, lo que por default era natural —después de todo, sólo se puede ser ‘responsable’ por las acciones propias— pasó a ser forzado, artificial: ahora, uno es responsable por lo que otros hagan, y otros por lo que uno haga; al final del día, nadie es responsable por lo que hace (he ahí la cuna del desorden en el cual vivimos).
Pues bien, en un segundo plano, esta vez en uno histórico, encontramos que la Gran Depresión y la Segunda Guerra terminaron por cimentar este vacuo entusiasmo por la res publica, en desmedro de la res privata. El colapso financiero del veintinueve dio pie a que la izquierda internacional interpretara caprichosamente los hechos, y culpara de esto a las ‘fallas del mercado’ que (continúan asegurando) son inherentes al sistema de producción capitalista. En sus prédicas del evangelio socialista esto sigue siendo un dogma de fe; de nada sirve y poco les importa que Mr. Bernanke, actual presidente de la Reserva Federal, y un gran estudioso del tema, haya afirmado que fue, precisamente, la Reserva Federal, ese gran monopolio estatal del dinero, la causante de esa crisis económica de alcance mundial (Bernanke Sees Lesson in the Depression, Bloomberg, 17/agosto/2007). Por último, si la Gran Depresión permitió culpar al capitalismo de tal fracaso, la Segunda Guerra llevó a la creencia que un gobierno central fuerte, avasallador (desde la perspectiva de los vencedores), es eficiente y coadyuva al logro de grandes metas nacionales (por cierto, de poco sirve que esta lógica no se pueda extender a los perdedores).
Sobre estas bases espurias, entonces, se ha construido el moderno Estado de Bienestar (Welfare State), el cual, como nos muestra los Estados Unidos, es cada vez más voraz. Desde su independencia, en 1776, hasta 1929, el gasto de los tres niveles del gobierno (federal, estatal y local) no superaba el 12% del PBI; los gobiernos estatales y locales representaban las dos terceras partes de ese gasto. Hoy, el gasto público sobrepasa el 30% del PBI, y el gasto federal se lleva las dos terceras partes del total. Una similar tendencia, y mucho más marcada, se observa en los países europeos donde ese promedio supera el 40%. En Francia y Suecia, por cierto, va más allá del 50% (y eso explica por qué en estos países, en los últimos años, más del 70% de la creación del empleo se ha dado en el sector público).
¿Puede llegar a ser eficiente un Estado que interviene cada vez más en la economía? ¿Una mayor intervención destruye la actividad económica? No y sí, sería la respuesta a una y otra pregunta, y esto lo vemos en el campo monetario. Por ejemplo, la Reserva Federal, que se crea en 1913, tiene dos obligaciones estatutarias: por un lado, mantener la estabilidad de precios y, por el otro, contribuir al crecimiento económico. Sin embargo, en uno y otro caso lejos de ayudar ha perjudicado al país, y esto es algo que la mayoría de economistas se resiste a creer. Pero si dividimos el tiempo en partes iguales, es decir, en un antes de y en un después de la Reserva Federal, encontramos lo siguiente: La inflación acumulada de 1823 a 1913 fue de 40% y la de 1913 a 2003, de 1.300% (ambos períodos de 90 años). En cuanto al crecimiento del PBI real de 1823 a 1913 fue de 3.500%, y de 1913 al presente en algo más de 1.800%. ¡Y tengan en cuenta que la Reserva Federal es uno de los bancos centrales más prestigiosos del planeta! (The Annual Real and Nominal GDP for the U.S., 1790-present, Economic History Services, 2006).
Las grandes reformas económicas siempre se han hecho y se siguen haciendo hacia la derecha, y no hacia la izquierda siguiendo el camino de Dante al descender en el Infierno. Acabada la Segunda Guerra, con Alemania destruida y en bancarrota, los Aliados impusieron una serie de controles de precios y de salarios con el ánimo de llevar ‘orden’ a la economía alemana de posguerra. Durante tres años sólo hubo escasez de bienes en los mercados y la actividad económica era de subsistencia. Ludwig Erhard, en aquel tiempo ministro de Economía, entendía bien las reformas que había por hacer. Y como sabía que los Aliados no las iban a permitir, las introdujo un domingo, un día en el cual éstos descansaban y no podían oponerse. El 20 de junio de 1948, la historia de Alemania cambiaba…para bien: Se eliminó todo control sobre los precios y salarios, se desreguló la economía y se reemplazó al Reichsmark por el Deutsche Mark. El resto, como dicen, es historia.
Queda, pues, flotando en el ambiente la siguiente observación: si se
parte del supuesto que una mayor intervención en la economía,
más allá de lo fundamental (por definir), tiene efectos negativos,
¿a qué se debe? Y una vez establecido esto, ¿cuáles
deberían ser los límites naturales del Estado?
La respuesta a la primera pregunta la da un debate entre Milton Friedman y
Eben Wilson, allá por los setenta, sobre las cuatro maneras (no tres
ni cinco) de gastar el dinero. Friedman argüía que sólo
hay cuatro maneras posibles de hacerlo: se puede gastar el dinero de uno en
uno; o el dinero de uno en otros; también, el dinero de otros en uno;
y, finalmente, el dinero de otros en otros. La primera forma de gastar es
la más eficiente: sólo uno puede saber qué quiere y cuánto
lo quiere. La última, empero, es la más ineficiente: cuando
uno gasta el dinero de otros en otros, ni lo cuida ni le interesa qué
hace con él. Una y otra vez, todo gobierno se encuentra o en la tercera
o en la cuarta categoría. Ésa es la fuente de su ineficiencia
y de toda corrupción…
Quienes crean que estos argumentos no son convincentes deberían preguntarse por qué en el caso de países étnica y religiosamente similares, el paso del tiempo sólo permite comprobar a qué lleva un Estado elefantiásico, totalitario, avasallador. Corea del Norte y Corea del Sur, que hasta 1945 eran un único país, hoy, no podrían ser más diferentes. Concentrándonos en el ingreso per capita, y por paridad de compra, la relación entre uno y otro es de 14:1 a favor de Corea del Sur. Algo similar vemos en el caso de China y Hong Kong. Si bien aquí la historia se modifica en algo por la intervención británica, el hecho es que, en 1949, a raíz de la fundación de la República Popular China, cientos de miles de chinos continentales huyeron hacia la isla. Hoy, el PBI per capita de Hong Kong es cinco veces superior al chino. Con Alemania, que hasta 1990 estaba dividida en dos, vemos que casi veinte años después de la unión, los del Este aún tienen ingresos por debajo de los del Oeste —menores hasta en un 30% si promediamos algunos de los estimados—.
¿Cuál, finalmente, debe ser el rol del Estado? Desde una concepción libertaria, debería limitarse a la defensa nacional y a vigilar el orden interno, pero por sobretodo a ser el gran árbitro, el gran administrador de justicia. Como no hay manera de ser parcial cuando se es juez y parte, es mejor que se concentre en estas tres actividades. Una cuarta, que es tan importante como las anteriores, es que pueda garantizar que en la sociedad se dé igualdad de ‘oportunidades’ mas no de ‘resultados’. Que garantice esto último a algunos lleva a que prive de oportunidades a otros. Así de simple.