El peligro de los planes de rescate
Juan Ramón Rallo explica que los planes de rescate podrían prolongar y profundizar la actual crisis al obscurecer en lugar de transparentar las operaciones en los mercados financieros.
Por Juan Ramón Rallo
Prácticamente todos los gobiernos del mundo han aprobado algún plan de rescate de su sistema financiero. Parece un dogma incontestable que los Estados tenían que intervenir en la economía para evitar que los bancos quebraran. Tan imperativo parecía este el salvamento que ni siquiera se preocuparon por distinguir entre buenas y malas políticas: había que hacer algo y había que hacerlo ya.
Sin embargo, la rapidez de actuación no debería estar reñida con el análisis riguroso de la situación. Actuar sin conocimientos no supone adelantarse a los hechos, sino precipitarse.
La crisis actual es fruto de un proceso generalizado de malas inversiones que han llevado a cabo los bancos y las empresas como consecuencia de las políticas de bajos tipos de interés de los distintos bancos centrales. El "crédito barato" ha provocado que proyectos que no resultaban rentables se emprendieran gracias a unos tipos artificialmente bajos y, por el contrario, que otros que sí lo eran (pero que no estuvieron afectados por la burbuja de precios) quedaran marginados.
La recuperación económica —como todas las recuperaciones económicas— se basa en que las malas inversiones se liquiden para que puedan emerger las nuevas; esto es, que las industrias hipertrofiadas durante el anterior auge artificial sean sustituidas por las industrias atrofiadas. En la situación actual tenemos un ejemplo bastante visual: durante años, la construcción se desarrollo a costa de, por ejemplo, la inversión en materias primas, de modo que ahora padecemos un stock invendible de viviendas y un "cuello de botella" de materias primas.
Pero para que esta reconversión productiva sea posible han de darse tres fenómenos: un ajuste de los precios relativos de las distintas industrias (para que aparezcan los negocios verdaderamente rentables), un incremento del ahorro (para financiar esos negocios) y una recolocación de los factores productivos (para implementar esos negocios).
Las quiebras son un mecanismo que el mercado proporciona para que estos tres fenómenos tengan lugar de una manera acelerada: los bienes de capital de las industrias insolventes se venden a precio de saldo, dejan de ser inmediatamente receptoras de inversiones y despiden a todos los trabajadores. Sin embargo, las quiebras tienen un problema serio: el pesimismo de los agentes de mercado durante las crisis puede llevarse por delante a negocios que son realmente rentables.
Pero en estos casos suelen aparecer los reflotadores profesionales de empresas: grandes capitalistas con ahorros que adquieren las líneas de negocio rentables y los mantienen en funcionamiento gracias a sus enormes reservas de ahorro. Un ejemplo claro y reciente ha sido la entrada de Warren Buffett en el capital de Goldman Sachs.
En cierta medida, los Gobiernos, con sus planes de rescate, están tratando de emular a los reflotadores privados: captan ahorro privado emitiendo deuda pública, refinancian la deuda a corto plazo de estos proyectos y, al cabo de los años, esperan amortizar esta emisión de deuda pública con la revalorización de los activos. Sin duda, hay ciertos obstáculos de información e incentivos para que consigan semejante tarea, pero, si éste fuera su único cometido, no habría motivo para grandes objeciones.
Sin embargo, existen dos serias objeciones a los planes de rescate públicos que pocos analistas parecen haberse planteado. El primero son los problemas de incentivos y de información a los que se enfrenta toda intervención pública y que tienden a provocar su fracaso.1 El segundo, en este caso más serio, es que, muy probablemente, la mayoría de planes de rescate no vayan destinados a refinanciar proyectos que serán rentables a largo plazo, sino a recapitalizar a los bancos adquiriéndoles unos activos sobrevalorados que nunca recuperarán sus antiguos precios inflados. En este caso, la inyección de capital dificultaría la recomposición de la economía, ya que impediría el ajuste de precios relativos (al pagar precios artificialmente altos, retrasaría la caída de precios), disminuiría el ahorro disponible para proyectos alternativos e impediría que los factores productivos se recolocaran hacia empresas que, por la falta de ahorro, ni llegarían a surgir.
En este supuesto, los bancos se salvarían a costa de sumir al resto de la economía en un estancamiento de décadas. Es por ello que la precipitación de los planes de rescate terminará siendo muy probablemente un lastre para la recuperación y no una política pública imprescindible sobre la que, según políticos y economistas, no había discusión posible.
Referencias: