El mito del Che

Lorenzo Bernaldo de Quirós dice que "la vida y la obra del Che simbolizan la tragedia de la utopía comunista, una hermosa mujer con la cabeza en las nubes y los pies en un charco de sangre y de miseria".

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

El estreno mundial de la película de Steven Soderbergh, Che: El Argentino, es una excelente oportunidad para poner en su verdadera dimensión la figura de Ernesto Guevara, uno de los íconos sagrados de la izquierda del siglo XX. Mientras vivió se le consideró el más idealista, abnegado y puro de los dirigentes cubanos. Alcanzó el martirologio en la plenitud de su vida y eso hizo posible desligarle, dejarle incontaminado de los fracasos y crímenes del socialismo real. Así se convirtió en un mito en el que se combinan los rasgos de un cristo laico con los del buen revolucionario. Sin embargo, la vida y la obra del Che simbolizan la tragedia de la utopía comunista, una hermosa mujer con la cabeza en las nubes y los pies en un charco de sangre y de miseria. Guevara encarna mejor que nadie esa terrible paradoja y su personalidad adquiere con el paso del tiempo tintes patéticos y siniestros más que heroicos.

El Che siempre quiso ser recordado como un “condottiero del siglo XX”. Así se lo escribió a su madre en una de sus últimas cartas desde la selva boliviana. A pesar de los intentos de intelectualización del personaje realizado por Regis Debray en ¿Revolución dentro de la revolución? y por otros apologistas, Guevara no realizó ninguna aportación teórica al marxismo. Era un hombre de acción, un aventurero fascinado por las armas y por la violencia como testimonia su primera experiencia guerrera, el bombardeo de la ciudad de Guatemala. La causa revolucionaria era un motivo para justificar su existencia y era un fin en sí misma. Para él, la revolución era un proceso destructivo permanente y justificado por su propia dinámica. Su consolidación y sus consecuencias nunca le importaron. Esa fue una de las causas de su salida de Cuba en busca de nuevos horizontes.

Siempre hubo una distancia insalvable entre el Che y aquellos a quienes pretendía liberar. Los trabajadores y los campesinos en cuyo nombre decía luchar no desempeñaban papel alguno en el enfoque guevarista. El individuo concreto, sus necesidades, sus aspiraciones no le interesaban como tampoco lo hicieron las célebres condiciones objetivas que, de acuerdo con la doctrina marxista, hacían o no posible la revolución. Amaba tanto a la Humanidad que en su noble pecho no cabían los hombres con minúscula. A los obreros cubanos les consideraba “dientes de una rueda” y a los guerrilleros “abejas de un colmenar”. El desprecio de Guevara por la realidad y por los seres humanos le llevó a cometer errores de juicio abrumadores como ofrecer tierras a los campesinos congoleses que tenían abundancia de ellas o plantear la colectivización a los bolivianos que habían accedido a la propiedad con las reformas agrarias del MNR (Movimiento Nacionalista Revolucionario). Su incomprensión de la ingratitud de los “kulaks” bolivianos se refleja amargamente en el Diario de Bolivia y fue una de las razones de su muerte: los campesinos le denunciaron a las autoridades y contribuyeron de manera decisiva a su captura.

En la práctica, la filosofía vital de Guevara era una versión de la vieja doctrina y estética del culto al héroe, al líder carismático, a una especie de superhombre nietzscheano de un indudable aroma estalinista y fascista. Esto se tradujo en un desprecio a la individualidad de los demás y condujo de manera inexorable a la represión. Si el “hombre nuevo” no surgía por la imitación del ejemplo de los santos guerrilleros había que fabricarle por la fuerza. Así apareció con rapidez el rostro autoritario del Che. No le tembló la mano para ajusticiar a sus propios allegados y para ordenar miles de ejecuciones de sus adversarios. En 1960 creó el primer campo de concentración del régimen castrista, Guanahacalibes, destinado a “reeducar mediante el trabajo”. El legendario idilio con los campesinos de la leyenda guevarista se tradujo en un “terror planificado”, en palabras de Guevara, cuando aquellos se mostraban insensibles a sus planes salvadores. El Che no quería ensuciarse las manos pero no le asqueaba mancharse de sangre. A menudo decía parafraseando a Sartre: “los guantes rojos son elegantes”.

La creencia en su capacidad de conseguir cualquier objetivo con independencia de las restricciones impuestas por la realidad y la lógica tuvo una expresión dramática en su lamentable gestión de la economía desde el Banco Nacional de Cuba primero y desde el Ministerio de Industria después. Su ignorancia económica, unida a la introducción de la centralización burocrática y a la abolición del mercado y a su aspiración a sustituir los incentivos materiales por los morales en el comportamiento de los individuos y de las empresas condujeron al colapso económico y a un rápido empobrecimiento de la población. A finales de 1960, Cuba tenía serios problemas de suministro eléctrico, escasez de comida y de otros productos básicos lo que llevó a imponer el sistema de racionamiento todavía vigente. El bloqueo estadounidense no existía aún; es decir, el enemigo externo no vale como coartada para explicar el desastre. Este fue tan grande que forzó a la ortodoxia marxista a formular una crítica demoledora de las políticas del Che a manos de Charles Bettelheim. Este fue otro factor determinante de su marcha de Cuba.

A estas alturas del siglo XXI, el Che emerge como un caso paradigmático del siglo de terror y muerte que en buena medida fue el XX. Refleja el lado oscuro de la fuerza, esa terrible energía encaminada a la destrucción y a la opresión. En la Liga de los Hombres Extraordinarios, Guevara no tiene lugar. Su historia es, gracias a los dioses, la de un fracaso. Su éxito se hubiese traducido en la construcción de un gigantesco Gulag planetario, eso sí administrado por los santos apóstoles de la revolución con su profeta, Guevara, al frente.