El miope
Macario Schettino dice que el desastre económico no es el resultado de la pandemia, sino de decisiones que el presidente tomó sin considerar los efectos a largo plazo.
Hace 75 años, Henry Hazlitt publicó un libro que fue muy popular: Economía en una lección. Lo menciono porque esa lección es muy simple, y aplicable de forma general: “El arte de la economía consiste no sólo en ver lo inmediato, sino los efectos de largo plazo de cualquier acción o política. Consiste en trazar las consecuencias de dicha política no sólo para un grupo sino para todos” (p.17, edición de 1979).
He comentado varias veces que un problema serio del Presidente es su incapacidad de pensar estratégicamente, es decir, de percibir esos efectos de largo plazo que obligadamente acompañan a sus decisiones. Más aún, a sus dichos, por la importancia de su investidura. Cualquier anuncio presidencial tiene efectos, incluso si después se desdice.
Aunque sus fieles seguidores le atribuyen grandes habilidades, en realidad el Presidente no tiene visión de largo plazo. Ha construido su carrera política con dos herramientas: control férreo de su gente y enfrentamiento verbal constante. Cuando ha gobernado, le suma reparto de dinero y obras de relumbrón. No hay más. Revise usted su trayectoria, y coincidirá conmigo.
Desde la oposición, dichos y decisiones pueden borrarse con alguna facilidad, pero recordará usted que por un dicho perdió la elección de 2006, y ni siquiera compitió de verdad en 2012. Desde el gobierno, el impacto de lo que dice y hace el Presidente es extraordinario. Y cuesta.
El desastre económico que tenemos no es resultado de la pandemia, sino de su brillante idea de cancelar la construcción del aeropuerto de la Ciudad de México. Se agravó con su intervención en el mercado energético, y mucho peor con su decisión de no rescatar empresas ni personas durante el confinamiento. Un año después, el golpe de esos tres meses sin ingresos se está convirtiendo en un problema mayor. Quienes aguantaron 2020 con sus ahorros, los han agotado. Y el esfuerzo que viene ahora, con inflación creciente, los toma muy cansados.
En mayo anunció que no respaldaría la permanencia de Alejandro Díaz de León en el Banco de México. Pronto tuvo que anunciar un nuevo secretario de Hacienda para mover a Herrera al Banco Central, y con ello provocó que la Junta de Gobierno acelerara la transición a tasas de interés más elevadas porque para 2022 habrá tres miembros poco preocupados con la inflación.
Nunca consideró la posibilidad de perder la elección intermedia, y tuvo que reaccionar abriendo la carrera sucesoria. Los sucesos imprevistos (en este caso, la tragedia de la Línea 12) lo llevaron a perder una de sus cartas principales. Hoy tiene que dedicarse a defender a Claudia Sheinbaum por tres años, lanzando candidaturas inimaginables, reacomodando equipos, aguantando golpes. Cuando hubo presidencia imperial, este momento se posponía hasta el arranque del proceso electoral, haciendo uso de diversas precandidaturas creíbles, para no debilitar al presidente en funciones.
Son sólo algunos ejemplos de la miopía presidencial. Tres decisiones económicas (NAIM, energía, contracíclicas) que tienen un costo, al día de hoy, de 9 por ciento del PIB; una decisión administrativa (Banco de México) que ha generado inestabilidad innecesaria; una decisión política (sucesión) que le hará imposible gobernar, conforme los grupos le vayan quitando el piso.
Es justamente esa incapacidad de imaginar los efectos de sus dichos y decisiones lo que ha provocado la destrucción que nos rodea. El caso más grave, en vidas humanas, ha sido el pésimo manejo de la pandemia y el desabasto de medicinas. Medido en opciones de futuro, lo más grave es el abandono de la seguridad pública, acompañado del incremento de actividades de las Fuerzas Armadas en asuntos que no les competen.
De verdad que los tres años que le faltan son de pronóstico reservado.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 14 de julio de 2021.