El manantial
Víctor Maldonado reseña la novela "El manantial" de Ayn Rand, considerando que esta es un tributo al individualismo y su capacidad de fomentar el progreso humano.
La novela El manantial, escrita por Ayn Rand en 1943, cumple este año 75 años. Un éxito innegable, desde la fecha de publicación ha vendido 7,9 millones de ejemplares, ha sido traducida a 22 idiomas y ha estimulado la realización de 114 mil tesis de grado. ¿Por qué su lectura provoca tanta admiración y compromiso? Porque plantea con absoluta claridad el desafío personal del intelectual, del hombre que sabe de su capacidad creativa, pero que se ve presionado a subordinar su libertad a los requerimientos, exigencias y límites sociales. Su protagonista es Howard Roark, un arquitecto innovador que, como ella dice, "lucha por la integridad de su trabajo creativo contra toda forma de oposición social".
En todas las épocas el ser humano se ha debatido sobre cómo alcanzar y vivir la felicidad. Para Ayn Rand “es un estado de alegría no contradictoria: una alegría sin pena ni culpa. Una alegría que no choca con ninguno de tus otros valores y no actúa para tu propia destrucción; no la alegría de escapar de tu propia mente, sino de usar el máximo poder de tu mente; no la alegría de falsear la realidad, sino de conseguir valores que son reales; no la alegría de un borracho, sino la de un productor”. A veces los hombres no consiguen el coraje de vivir para sí mismos. A veces se hunden en un colectivismo psicológico y espiritual donde toda realización personal pierde sentido.
Ayn Rand no pierde de vista las tensiones asociadas a esa decisión crucial. El individualismo en permanente pugna con las tendencias disolventes. Esa lucha espiritual es perfectamente reflejada en la persona de su protagonista, Howard Roark, "arquitecto e innovador, que rompe con la tradición, y no reconoce otra autoridad que la de su propio juicio independiente". El individualismo de Roark contrasta con el colectivismo espiritual de muchos de los otros personajes, que prefieren desempeñar un rol secundario en sus propias vidas. Ayn Rand los llama “hombres de segunda mano”. No viven para su felicidad sino como engranajes de una trama que piensan otros y favorece a los demás. Roark lucha para soportar no solo el rechazo profesional, sino también la enemistad y el distanciamiento de amigos, relacionados, incluso de la mujer que ama. En cada una de las novelas de Rand, y esta no es la excepción, se plantea esta lucha titánica en la que solo unos pocos, son capaces de sortear los obstáculos para mostrarse como los héroes invictos del individualismo.
Son seis las virtudes que propone Ayn Rand para llegar a ser el hombre racional que supera todas las dificultades: Independencia, integridad, honestidad, justicia, productividad y orgullo. Todas estas virtudes se realizan en el trabajo productivo y creador. Todas ellas apuntan a la ética del egoísmo en donde la persona es el principio y fin de todos sus proyectos. No se deja aniquilar por los demás, las tendencias de la época y el afán interesado y cínico de los que quieren hacer con los méritos individuales una tabula rasa. El alegato final de Roark lo plantea claramente: “Nada nos es dado en la Tierra. Todo lo que necesitamos debe ser producido. Y aquí el ser humano afronta su alternativa básica, la de que puede sobrevivir en sólo una de dos formas: por el trabajo autónomo de su propia mente, o como un parásito alimentado por las mentes de los demás. El creador es original. El parásito es dependiente. El creador enfrenta la naturaleza a solas. El parásito enfrenta la naturaleza a través de un intermediario. El interés del creador es conquistar la naturaleza. El interés del parásito es conquistar a los hombres”.
La herramienta determinante del hombre libre es su propia mente. Sin ella no puede sobrevivir" “Su cerebro es su única arma. Los animales obtienen el alimento por la fuerza. El hombre no tiene garras, ni colmillos, ni cuernos, ni gran fuerza muscular. Debe cultivar su alimento o cazarlo. Para cultivar, necesita un proceso de su pensamiento. Para cazar, necesita armas y para hacer armas necesita de un proceso de pensamiento. Desde la necesidad más simple hasta la más alta abstracción religiosa, desde la rueda hasta el rascacielos, todo lo que somos y todo lo que tenemos procede de un solo atributo del hombre: la función de su mente razonadora”.
Y aquí está precisamente un aporte crucial de esta novela, y del pensamiento del objetivismo randiano: “La mente es una propiedad individual. No existe tal cosa como un cerebro colectivo. No hay tal cosa como un pensamiento colectivo. Un acuerdo realizado por un grupo de hombres es sólo una negociación de principios o un promedio de muchos pensamientos individuales. El acto primordial, el proceso de la razón, debe ser realizado por cada persona. Podemos dividir una comida entre muchos, pero no podemos digerirla con un estómago colectivo. Nadie puede usar sus pulmones para respirar por otro. Nadie puede usar su cerebro para pensar por otro. Todas las funciones del cuerpo y del espíritu son personales. No pueden ser compartidas ni transferidas”. O eres persona o pasas a ser un actor de reparto en la historia de otros.
El nombre de la novela es parte del código del objetivismo filosófico: “El ego del hombre es el manantial del progreso humano”, aunque la mayor parte de las veces su iniciativa sea incomprendida e incluso combatida. Muchos objetan la palabra egoísmo y la valoran negativamente, por razones de la herencia cristiana. Sin embargo, antes de hacer juicios al respecto, vale la pena darse la oportunidad de comprender el enfoque de Rand, que va en camino contrario. Ella pone de relieve el aporte de la razón y la sempiterna oposición de los que ven en el progreso una amenaza a su propia condición. No es el egoísmo lo que le preocupa, sino la envidia. En la novela lo describe perfectamente: “Miles de años atrás, un gran hombre descubrió cómo hacer fuego. Probablemente fue quemado en la misma estaca que había enseñado a encender a sus hermanos. Seguramente se le considero un maldito que había pactado con el demonio. Pero, desde entonces, los hombres tuvieron fuego para calentarse, para cocinar, para iluminar sus cuevas. Les dejó un legado inconcebible para ellos y alejó la oscuridad de la Tierra. Siglos más tarde un gran hombre inventó la rueda. Probablemente fue atormentado en el mismo aparato que había enseñado a construir a sus hermanos. Seguramente se le consideró un trasgresor que se había aventurado por territorios prohibidos. Pero desde entonces los hombres pudieron viajar más allá de cualquier horizonte. Les dejó un legado inconcebible para ellos y abrió los caminos del mundo… Cualquiera sea la leyenda, en alguna parte en las sombras de su memoria, la humanidad sabe que su gloria comenzó con un gran hombre y que ese héroe pagó por su valentía”.
La valentía es ese valor transversal que seduce en todos los escritos de Rand. No lo específica, pero no hay duda que no terminar en el barranco donde se acumulan los que se resignaron a ser “de segunda mano” requiere mucho coraje.