El libertarismo vive
Por Edward H. Crane y Roger Pilon
Roger Pilon es director del Centro de Estudios Constitucionales del Cato Institute.
Las modas políticas vienen y van, pero los principios políticos perduran. El Presidente Clinton señaló hace unos seis años que la era del gobierno grande ya pasó, y sin embargo hoy los conservadores, que debieran ser más sabios, ven una nueva moda. George Will, subido en su caballo Hamiltoniano, parecía deleitarse el mes pasado en el Washington Post porque el conservadurismo de gobierno mínimo está muerto. Y en estas páginas (Wall Street Journal, 2 de Mayo de 2002) Francis Fukuyama declaró que el libertarianismo que siguió a la revolución Thatcher-Reagan está en retirada. Aparentemente ahora todos somos keynesianos.
Bueno, pues nosotros no. Tampoco lo son la mayor parte de Norteamericanos, aunque esto no se perciba en la monotonía actual de Washington. Más bien es probable que de oírla, usted piense que todos estamos pidiendo aranceles para el acero importado, proteccionismo para los negocios agrícolas e impuestos más altos en las planillas para salvar la Seguridad Social.
Es fácil atacar a un muñeco de paja, y esto es lo que hace el señor Fukuyama al igualar libertarianismo con "una hostilidad ideológica hacia toda manifestación del estado".Y, sin embargo, los Fundadores de esta nación fueron libertarios. Claro que no usaban esa palabra, como tampoco se tachaban de liberales (clásicos) o demócratas, pero defendían principios libertarios básicos: el derecho de todos a la búsqueda de la felicidad, permaneciendo libres de interferencia arbitraria, y un gobierno dedicado a la protección de ese derecho. El respeto a los límites del gobierno no es una hostilidad a todas sus expresiones.
Pero es precisamente esa visión simple y atractiva de la relación apropiada entre el individuo y su gobierno, que la mayor parte de norteamericanos comparte con los Fundadores, lo que ofende-porque restringe-a muchos hoy en Washington. Los conservadores usarían el poder federal para promover el matrimonio-un fin bueno, pero que no está autorizado en ninguna parte de la Constitución que en otros aspectos respetan. Los neoconservadores promueven programas, tanto domésticos como exteriores, para asegurar la "Grandeza Nacional", sea lo que sea que eso signifique. Los liberales modernos desde hace mucho se creen capaces de, y autorizados para, regular y manejar la economía con fines igualitarios, mientras que los Nuevos Demócratas se la pasan reinventando el gobierno, esperando hacerlo funcionar con la eficiencia del sector privado. El libertarianismo es una afrenta a esas ambiciones, por eso es que está constantemente bajo ataque por parte de quienes tienen ambiciones políticas. Por eso, también, es que debe darse constantemente perspectiva a los temas del momento.
. Terrorismo. Es extraño que, siendo nuestra postura la de una defensa nacional fuerte y una política exterior sabia, los libertarios nos encontremos bajo ataque después del 11 de septiembre, con los señores Will y Fukuyama afirmando que el 9/11 subrayó los límites del libertarianismo. El problema está en que igualan, a la ligera, el aislamiento con la no-intervención. Los libertarios sensatos nunca han apoyado el aislamiento. Lo que hemos dicho es que Estados Unidos no tiene por qué ser el policía del mundo y que las actividades de esta índole que hagamos deben estar estrechamente relacionadas con nuestros intereses nacionales. Por su puesto que gente razonable puede discrepar en cuanto a cuáles son esos intereses, y en la manera de protegerlos, pero eso está lejos de ser aislamiento.
Irónicamente, los ataques del 9/11 constituyeron un fracaso masivo del gobierno para cumplir con la función principal que los libertarios le arrogamos-protegernos. Pero en lugar de examinar seriamente ese fracaso, los oficiales se apuraron a adquirir todavía más poder sobre los ciudadanos, logrando únicamente ganancias marginales en materia de seguridad. En asuntos exteriores, entonces, la nación bien podría acatar el llamado libertario a un gobierno más sabio y no más grande. En época de campaña George W. Bush habló de la necesidad de ser humildes en asuntos exteriores y de una política de refreno apropiada para un pueblo libre. Eso es exactamente lo correcto.
Globalización. Ninguna visión ha abogado tanto por el libre comercio global que el libertarianismo. El poder de los principios libertarios en este campo es tal que se ha marginado a la mayor parte de los críticos. El peligro no viene de críticas basadas en principios sino de intereses domésticos como la industria del acero, la agricultura y otros que buscan que se les proteja de la competencia.
Seguridad Social. La visión libertaria de la seguridad está ganando terreno: Más de dos tercios de los estadounidenses favorecen ahora la privatización del seguro social. A nivel internacional, más de doce países han adoptado planes de pensiones similares al que se implantó en Chile con tanto éxito que ni siquiera el actual presidente socialista se atreve a tocar esas cuentas privadas. Estas cuentas vendrán eventualmente a EE.UU., y cuando lleguen devolverán al sector privado aproximadamente un cuarto del presupuesto federal. Acá también hemos sido los libertarios quienes más hemos hecho para cambiar la forma en que el mundo se prepara para la vejez.
Enron. Luminarias liberales han dicho que el colapso de Enron fue un fiasco libertario, pero la realidad es que la mano intrusa del gobierno está metida por todas partes. La exótica estructura de capital de esta compañía fue conducida por nuestro inescrutable código fiscal, y su artimaña contable fue respaldada por la Financial Accounting Standards Board (Junta de Estándares Financieros y Contables), un monopolio gubernamental que prestó credibilidad a métodos diseñados para engañar o evadir. El verdadero acercamiento libertario-competencia de mercado en los estándares contables-hubiese llevado a transparencia financiera, no al colapso.
Filosofía Judicial. Este es talvez el dominio en el que se ve más claramente la congruencia entre los principios libertarios y los valores americanos. Los americanos no quieren que los jueces les dirijan sus vidas, pero sí quieren que controlen al gobierno para que no exceda sus funciones ni actúe en contra de la Constitución.
Antes de que los libertarios se unieran al debate a principios de los 1980, la filosofía judicial era un campo de batalla lastimoso. Los liberales, luego de remover con el New Deal los límites constitucionales al gobierno expansivo, miraban a las cortes como foros para lograr lo que no podían por medio de las legislaturas. Los Conservadores, indignados por la legislación judicial, demandaban un "freno judicial", consecuentemente marginando a las cortes. Ningún lado tenía razón. No necesitábamos activismo pero tampoco freno; lo necesario eran juzgados comprometidos a hacer respetar la Constitución. Afortunadamente la corte de Rehnquist escuchó hace poco ese llamado y ya se empieza a restaurar el gobierno constitucional limitado.
La lista podría continuar, pero el punto ya debe estar claro. Los principios libertarios están acá y acá se quedarán, porque la libertad es el valor político básico de América. Encuestas han mostrado repetidamente que el gobierno pequeño siempre resulta favorecido cuando se confronta a la gente con las alternativas entre impuestos bajos o altos y pocos o muchos servicios gubernamentales. Incluso el tema de limitar los períodos de cargos públicos que algunos señalan como pasado de moda sigue triunfando. Mire el resultado del esfuerzo reciente de la clase política de California para revocar sus límites por medio de una iniciativa deshonesta, con una oposición de 10 a 1. Perdió a lo grande.
Lamentablemente, la lección más grande fue obviada, especialmente por los Republicanos, que nominalmente son el partido de menos gobierno: hay electores que apoyan el gobierno limitado que necesitan ser organizados y liderados. Para hacerlo, sin embargo, se necesita entender y articular los principios. Ese es el reto.
Este artículo se publicó originalmente en el Wall Street Journal del 28 de mayo de 2002.
Traducido por Constantino Díaz-Durán para Cato Institute.