El gasto excesivo y una comprensión defectuosa de los derechos
Roger Pilon señala cómo la mezcla de derechos naturales con derechos redistributivos en la Declaración Universal de Derechos Humanos ha infligido costos tanto en EE.UU. como alrededor del mundo, derivando en que hoy, por ejemplo, el Consejo de DDHH de la ONU esté poblado de algunos de los regímenes más tiránicos del mundo.
Por Roger Pilon
Habiendo demorado todo el año, el congreso en diciembre se enfrentó nuevamente a una fecha tope para definir el financiamiento para mantener al estado en funcionamiento, además de una fecha límite para elevar el límite a la deuda pública de la nación. No logrando esto último, el gobierno podría haberse quedado sin dinero para satisfacer sus obligaciones el 15 de diciembre, como lo reportó la Secretaria de la Tesorería Janet Yellen. Desde 2001 el Congreso no ha logrado equilibrar un solo presupuesto —y la cuestión está empeorando. Nuestros niños y nietos se enfrentan hoy a una deuda federal que se acerca a los $30 billones (“trillions” en inglés), incluso conforme la mayoría de los fondos fiduciarios para las prestaciones sociales serán agotados en poco más de una década.
¿Cómo llegamos a esto? No pasó de la noche a la mañana. En pocas palabras, este es el resultado de un cambio lento en los valores culturales. Una manera de explicar este cambio es observar dos celebraciones que también se dieron en diciembre: el Día de los Derechos Humanos el 10 de diciembre, conmemorando el día en 1948 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH); y el día de la Carta de Derechos el 15 de diciembre, cuando celebramos el aniversario No. 230 de la ratificación de las primeras diez enmiendas de la Constitución. Ambos documentos celebran derechos, pero he aquí la diferencia. Los Padres Fundadores de EE.UU. se enfocaron en la libertad —preocupados acerca de lo que el Estado nos puede hacer, no acerca de lo que debería hacer por nosotros. Los autores de la declaración de la ONU habían virado la página. Ellos vieron al Estado como un benefactor, creado para proveernos con todo tipo de bienes y servicios —como un derecho, nada más y nada menos.
Rarificados poco después de que la Constitución misma fuese ratificada, la Carta de Derechos restringe el ejercicio del poder federal —y del poder de los estados también, una vez que las Enmiendas de la Guerra Civil fueron ratificadas. Con raíces en el Derecho Romano, el Derecho común inglés y especialmente en el pensamiento de derechos naturales de la Ilustración, esta refleja la visión de libertad bajo un gobierno limitado y constitucional que fue prometido en el certificado de nacimiento de EE.UU., la Declaración de la Independencia.
Esa visión cayó bajo ataque con el auge del progresismo a fines del siglo 19. Los progresistas, viniendo de nuestras universidades élite, eran ingenieros sociales motivados por las nuevas ciencias sociales y por los esquemas europeos de bienestar social. Ellos pensaban que podían ordenar nuestras vidas mejor de lo que nosotros mismos podíamos hacerlo si nos dejaban con nuestros propios recursos con mercados libres. Por lo tanto, buscaron reemplazar la adjudicación de derecho común con leyes y regulaciones motivadas por una agenda de políticas públicas. En un principio, las cortes muchas veces se mostraron firmes para detener ese esfuerzo, encontrándolo inconsistente con nuestra Constitución de un gobierno limitado. Pero después de la amenaza de 1937 de Franklin Roosevelt de copar la Corte Suprema con seis miembros nuevos, la Corte cedió, efectivamente abriendo las compuertas hacia el estado modernos redistributivo y regulatorio que tanto conocemos y amamos hoy.
Por lo tanto, mientras que la Constitución no había cambiado, nuestra lectura de esta si lo había hecho —y con ella, nuestra concepción de los “derechos”. Vemos claramente con la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promovidos especialmente por la esposa de Franklin Roosevelt, Eleanor, después de la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, la DUDH empieza con los derechos tradicionales a la libertad, aunque muchas veces con un lenguaje vago. Pero luego avanza hasta incluir lo que en los términos de la ONU se denominan como “derechos sociales, económicos y culturales” —derechos la seguridad social, al empleo, a una remuneración justa y favorable, a vacaciones periódicas pagadas, incluso a “un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. Esta es una cornucopia de aspiraciones utópicas, todo en nombre de los derechos humanos.
Concibiendo estos “privilegios” como derechos los pone en conflicto, por supuesto, con la misma idea de “un derecho”. Tener un derecho, como lo concebía James Madison, es tener un reclamo justificado por sobre lo que es de uno, empezando con la libertad de uno. Pero estos nuevos “derechos” son reclamos por sobre lo que pertenece a otros —su libertad y su propiedad. Estos no son gratuitos. De hecho, estos son comprados con nuestra libertad. Mientras más de estos “derechos” provee el estado, más crece el Estado y más disminuye nuestra libertad.
Lo que es peor todavía, conforme nuestras vidas se vuelvan cada vez más dependientes de estos privilegios y de cada vez más exigentes: cuidado de menores gratis, universidad gratis, condonaciones de deuda, subsidios a las empresas, y la lista sigue creciendo. Nuestras facultares se van apagando, nuestros carácter se ve comprometido, nuestra responsabilidad individual es sacrificada por la responsabilidad colectiva.
No es solamente en el frente doméstico que estos nuevos derechos han infligido sus costos. El compromiso que produjo la Declaración de la ONU —uniendo derechos naturales con los derechos redistributivos legales— ha rendido resultados cada vez más perversos a lo largo de los años. Hoy, por ejemplo, algunos de los regímenes más tiránicos del mundo se sientan en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, justificando sus acciones mediante la supuesta provisión de estos derechos redistributivos —y justificando su necesidad, consecuentemente, para prevenir que sus ciudadanos se vayan, como en la vieja Unión Soviética y en las actuales Corea del Norte, Cuba, y, más recientemente, Hong Kong.
Estamos lejos de esos regímenes, por supuesto, pero el razonamiento de los “derechos” que estos invocan para justificar sus acciones no pueden ser ignorados, especialmente cuando vemos que el Congreso está buscando desesperadamente cada vez más formas de pagar por la cornucopia que está prometiendo.
Ese compromiso de 1948 fue un mal negocio en ese entonces. También lo fue el asalto a la Corte Suprema en 1937. Ambos enturbiaron las aguas que los Padres Fundadores había esclarecido. Hoy, cada vez más, carecemos de la claridad, la independencia, y la disciplina que requerimos para asegurar las bendiciones de la libertad para nosotros mismos y, más aún, para nuestra posteridad.
Este artículo fue publicado originalmente en National Review (EE.UU.) el 3 de diciembre de 2021.