El fracaso de la guerra contra las drogas
Juan Carlos Hidalgo, en este texto de su presentación ante la II Conferencia Latinoamericana sobre Política de Drogas, asevera que ya es hora de que caigamos en cuenta de que la Prohibición es un enfoque equivocado al problema del abuso de las drogas.
Esta es la ponencia dada el 27 de agosto de 2010 en la “II Conferencia Latinoamericana sobre Política de Drogas". Aquí puede obtener el ensayo en formato PDF.
Hace poco más de 40 años, el entonces presidente Richard Nixon lanzó la guerra internacional contra las drogas. La prohibición sobre ciertos estupefacientes ya era de larga data en EE.UU. En 1914 el Congreso de ese país prohibió la cocaína, la heroína y drogas relacionadas. En 1937 fue el turno de la marihuana. Sin embargo es debatible el alcance en que las autoridades estadounidenses hacían cumplir estas leyes. Todo eso cambió en 1969 con la declaración de Nixon.
Estas no fueron las únicas sustancias en ser prohibidas en EE.UU. a inicios del siglo XX. En 1919 se ratificó en dicho país la XVIII enmienda a la Constitución, la cual prohibió la fabricación, venta, transporte e importación de las bebidas alcohólicas en el territorio estadounidense. Una década más tarde, la llamada Prohibición era un fracaso ante ojos de propios y extraños. Lo que antes era un negocio formal degeneró en un mercado negro altamente lucrativo y muchas veces violento. Bandas criminales poderosas luchaban en las calles por el control del mercado, al tiempo que corrompían a las autoridades. Fue el surgimiento de mafiosos emblemáticos como Al Capone. La Prohibición también dio paso a la aparición de licores más fuertes ya que su potencia los hacía más lucrativos para ser contrabandeados. Las condiciones insalubres y la falta de controles de calidad sobre el alcohol —el cual continuó siendo consumido por un sector importante de la población— causaron la muerte de miles de estadounidenses por intoxicación y envenenamiento.
La Prohibición había fracasado en lograr su objetivo ilusorio de impedir que los estadounidenses consumieran alcohol, y más bien sus efectos secundarios —violencia, corrupción, insalubridad— probaron ser más perniciosos que los males relacionados al alcoholismo. En 1933, mediante la ratificación de la XXI enmienda a la Constitución, EE.UU. acabó con el fallido experimento de la prohibición del alcohol. Sin embargo, y no en menor medida debido a prejuicios raciales, las leyes sobre el consumo de otras sustancias permanecieron intactas. La prohibición de la cocaína se mantuvo puesto que iba dirigida a los afro-estadounidenses. La de la marihuana a los mexicanos. La del opio a los chinos.
Es imposible no establecer paralelos entre la experiencia de la Prohibición en EE.UU. con lo que actualmente se vive en dicho país y en nuestra región con la Guerra contra las Drogas. La prohibición de las drogas ha hecho del narcotráfico un negocio extremadamente lucrativo. Esto se debe a que el precio de una sustancia ilegal se determina más por el costo de la distribución que por el costo de la producción. Por ejemplo, en el caso de la cocaína, el precio de la hoja de coca en el campo y lo que paga un consumidor en las calles estadounidenses por el polvo blanco aumenta en más 100 veces. Dependiendo de la droga, el 90 por ciento o más del precio minorista del estupefaciente corresponde a la prima generada por la prohibición.
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar en su libro El Narco: La guerra fallida, ilustran cómo el precio de la cocaína va exponencialmente en aumento conforme se acerca a su destino final en EE.UU. De acuerdo a información recabada por los autores, el kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a aproximadamente $1.600. Ese mismo kilo aumentaba su precio hasta $2.500 al llegar a Panamá. Una vez en la frontera norte de México ya costaba $13.000, y en EE.UU. aumentaría a $20.000. Luego, en las calles de las principales urbes estadounidenses, ese mismo kilo podría llegar a venderse al menudeo en $97.000.
Por esta razón, los márgenes de ganancia de los carteles de la droga son enormes. De acuerdo a algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su carga y aún así permanecer lucrativa. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio mundial de estupefacientes alcanza los $320.000 millones al año.
Es una guerra allá afuera
El término bélico dado a la lucha contra el tráfico de drogas no es exagerado. Particularmente en nuestros países, miles de vidas se pierden todos los años en violencia relacionada al narcotráfico. El más reciente estimado en México apunta a 28.000 asesinatos desde que el presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los carteles de la droga en diciembre del 2006. La mayoría de las víctimas son personas ligadas al negocio del narcotráfico, sin embargo la cantidad de civiles inocentes ultimados en tiroteos va en aumento.
Los ingresos producto del tráfico internacional de drogas también han servido para financiar a grupos terroristas como las FARC en Colombia o el Sendero Luminoso en Perú, organizaciones con una comprobada capacidad de atacar objetivos civiles mediante secuestros y atentados. De tal forma, la guerra contra las drogas no solo genera víctimas entre los traficantes, vendedores o consumidores de estupefacientes, sino también entre personas inocentes que se encontraban en el lugar equivocado a la hora equivocada.
Al igual que con la Prohibición hace 80 años, la guerra contra las drogas ha conducido a la producción de narcóticos potentes de baja calidad sanitaria, con efectos mortales sobre sus consumidores. Un estudio de James Ostrowski para el Cato Institute hace unos años encontró que el 80 por ciento de las muertes relacionadas al consumo de drogas son en realidad causadas por factores del mercado negro, como la ausencia de dosis estandarizadas de las sustancias.
En EE.UU. la militarización de la lucha contra las drogas va en aumento. Cada día, más de 100 casas a lo largo del país son allanadas por equipos policiales paramilitares SWAT, muchos de estos operativos a altas horas de la noche o temprano en la madrugada. Desde inicios de los ochenta el número de allanamientos de los equipos SWAT ha aumentado en 1.300 por ciento, de 3.000 al año en 1981 a 40.000 en el 2001 (una cifra que probablemente es mucho más alta en la actualidad). No todos estos operativos terminan de la mejor manera. Una investigación de Radley Balko de la revista Reason, identificó 300 casos en que los equipos SWAT allanaron una casa equivocada. En 40 de ellos fue asesinada una persona totalmente inocente. Hay docenas de casos más en que transgresores no violentos (consumidores ocasionales de drogas) también fueron ultimados.
La guerra contra las drogas también afecta de manera permanente la vida de cientos de miles de personas más. En EE.UU. todos los años se arresta a 1,5 millones de individuos por ofensas a las leyes anti-narcóticos. Desde 1989 se ha encarcelado a más gente por este tipo de transgresiones que por todos los demás crímenes violentos juntos. La tasa de encarcelamiento en EE.UU. es la más alta del mundo —superior incluso a la de países totalitarios como China. Los estadounidenses encarcelan a una tasa 4 ó 7 veces superior a la de otras democracias occidentales como el Reino Unido, Francia o Alemania.
Todo este esfuerzo representa también una alta erogación fiscal. En total, el costo de la guerra contra las drogas en EE.UU. ronda los $40.000 millones anuales si se toman en cuenta los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales en materia de política sobre drogas.
Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos desarrollados como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló que “los costos de la prohibición caen desproporcionadamente sobre los países en desarrollo que tradicionalmente crecen cultivos asociados con la producción de drogas. Estos costos varían desde la expropiación directa de la riqueza de los productores agrícolas que cosechan estos cultivos hasta la inestabilidad institucional causada por las organizaciones criminales que distribuyen estas drogas”.
En ningún lugar es más patente esta inestabilidad institucional que en México, donde la corrupción y violencia relacionada al narcotráfico es cuestión de todos los días. A diferencia de Colombia, que también vivió su pesadilla de violencia en los ochenta y los noventa, México no cuenta actualmente con la capacidad institucional para hacerle frente a los poderosos carteles de la droga. El ejército mexicano históricamente ha sido mal equipado y sus funciones han estado más enfocadas a labores de rescate en casos de desastres naturales que a combates armados contra grupos irregulares. Hasta hace pocos años, México no contaba con una policía nacional, por lo que la lucha contra los narcotraficantes recaía en las 32 policías estatales y las más de 2.500 municipales, las cuales representan una fuerza muy fraccionada, mal preparada —y en muchas ocasiones corrupta— para esta batalla. Por ejemplo, de acuerdo al secretario de Seguridad Pública de México, los carteles gastan $1.200 millones al año para comprar la voluntad de 165.000 oficiales de policía en todo el país.
El negocio de la droga en México representa aproximadamente $39.000 millones anuales, por lo que los carteles de la droga cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una lucha desigual donde las fuerzas de la seguridad mexicanas llevan las de perder. Aún con la colaboración de EE.UU. —cuya asistencia tiene límites debido al recelo que provoca cualquier presencia militar estadounidense en México— los carteles de la droga cuentan con la ventaja. El Plan Mérida aprobado hace unos años por el Congreso de EE.UU. daría $1.400 millones en cooperación en la lucha anti-drogas, dinero al que también tendrían acceso los países centroamericanos. Esto es una fracción del capital que manejan las organizaciones narcotraficantes.
¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la guerra contra las drogas, la interrogante radica entonces en si todas estas vidas perdidas, dinero, violencia, corrupción y erosión de libertades civiles están al menos logrando el objetivo de frenar el consumo de drogas en la población. Para eso, basta con citar la primera oración del informe “Evaluación nacional de la amenaza de las drogas 2010” elaborado por el departamento de Justicia de EE.UU.: “En general, la disponibilidad de drogas ilícitas en EE.UU. está en aumento”.
Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles— el precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más bajo jamás registrado, e incluso un 22 por ciento inferior al de 1999, año en que se lanzó el Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en dicho país.
Si bien la zona sembrada por coca en Colombia ha caído en un 60 por ciento en la última década, los avances tecnológicos en la producción de cocaína han facilitado que la productividad vaya en crecimiento. El rendimiento por hectárea sembrada ha aumentado en casi dos tercios desde el 2000, como reportara recientemente The Economist. De tal forma, hay menos área sembrada con coca en Colombia, pero la cantidad de cocaína producida sigue siendo la misma. Más aún, durante el mismo lapso la siembra de coca se ha disparado en Perú (55 por ciento) y en Bolivia (42 por ciento). Según estimados de las Naciones Unidas, es probable que Perú ya haya superado a Colombia como el principal productor mundial de coca.
La razón por la que la oferta es tan versátil radica en que la demanda es bastante estable. EE.UU., por supuesto, sigue siendo el principal consumidor de drogas ilegales en el mundo. Tan solo en el 2008, más de 25 millones de estadounidenses mayores de 12 años (un 14 por ciento de la población) admitió haber consumido alguna droga ilícita o un medicamento controlado sin prescripción médica. Un 82 por ciento de los estudiantes de último año de secundaria en dicho país admite que le es “muy fácil” o “relativamente fácil” obtener marihuana.
Si bien el mercado estadounidense es el más importante, no es el único que cuenta. El consumo de drogas ha ido en aumento en otras regiones como Europa del Este y Asia Central, e incluso en Medio Oriente. Esto indica que, aún si EE.UU. lograra controlar el consumo de drogas ilícitas en su territorio (algo que no ha conseguido en más de 40 años de la guerra contra las drogas), otras regiones en donde el consumo está subiendo podrían sustituir cualquier hueco en la demanda. De tal forma, habrá demanda para rato, y por ende, también habrá oferta.
¿Qué hacer entonces?
Claramente, el enfoque prohibicionista de la guerra contra las drogas ha fracasado. Y si bien el debate para un cambio de estrategia es prácticamente inexistente a nivel gubernamental en EE.UU., en otras regiones eso está cambiando.
Hace unas semanas el presidente mexicano Felipe Calderón causó revuelo al aceptar por primera vez que era necesario tener un debate público y abierto sobre la legalización de las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial del periódico El Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días antes con Juan Manuel Santos, el entonces presidente electo de Colombia. De acuerdo a fuentes del periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón, el ex presidente mexicano Vicente Fox anunció que lanzaba una campaña para promover la legalización de la producción, la comercialización y el consumo de las drogas.
A ellos se les suman los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso de Brasil, César Gaviria de Colombia y Ernesto Zedillo de México, quienes fueron los primeros ex jefes de Estado en hacer un llamado para “romper el tabú” de discutir alternativas a la prohibición de las drogas, dentro de las cuales sugirieron la despenalización de la marihuana.
Dentro de este contexto, el caso de Portugal ha recibido particular atención. En el 2001 ese país se convirtió en la primera nación en despenalizar oficialmente el consumo de todas las drogas, incluyendo la cocaína y la heroína. Un estudio del Glenn Greenwald publicado el año pasado por el Cato Institute encontró que “la despenalización no había tenido efectos adversos en las tasas de consumo de drogas en Portugal”, las cuales “en muchas ocasiones se encuentran ahora entre las más bajas de la Unión Europea”.
El estudio encontró que el nivel de narcotráfico, medido por el número de convicciones relacionadas al tráfico de drogas, también había caído. Y la incidencia de otros problemas relacionados con las drogas, incluyendo el número de enfermedades transmitidas sexualmente y las muertes por sobredosis, ha “declinado dramáticamente”. El porcentaje de usuarios de heroína que se inyecta la droga cayó del 45 por ciento antes de la despenalización al 17 por ciento actualmente, ya que la nueva ley facilita los programas de tratamiento. Esto ha contribuido para que los drogadictos representen actualmente el 20 por ciento de los casos de VIH en Portugal, un número significativamente inferior al 56 por ciento antes de la ley. Además, ya que los drogadictos ya no temen a ser castigados como criminales, un número creciente de ellos busca ayuda. El número de adictos registrados en programas de sustitución de drogas aumentó de 6.000 en 1999 a 24.000 en el 2008, todo esto, vale enfatizar, sin que se presentara un aumento en el consumo de drogas.
La experiencia de Portugal demuestra que hay ejemplos sensibles en política sobre drogas. Sin embargo la despenalización, si bien es un paso en la dirección correcta, no elimina el mercado negro en la producción y comercialización de las drogas. Eso sólo lo logra la legalización.
Al legalizar las drogas, los gobiernos obtienen más control sobre el mercado de estupefacientes al poder regular y gravar la producción y venta de los narcóticos, como actualmente ocurre con el tabaco y el alcohol. El dinero derivado de los impuestos sobre las drogas les permitiría a los gobiernos brindarles tratamiento a los adictos. Al igual que con la despenalización, la legalización permitiría enfrentar de mejor manera el flagelo de la drogadicción al remover el estigma criminal de los adictos y tratarlos como pacientes.
Sin embargo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los elementos criminales del negocio de las drogas, disminuyendo, sino eliminando del todo, la violencia, el crimen y la corrupción asociados con la prohibición.
Ningún proponente de la legalización ha dicho que ésta sea una panacea. Sin embargo, sí es substancialmente mejor que el fracaso patente de la guerra contra las drogas. La legalización no es una solución al “problema de las drogas”. La drogadicción continuará siendo un flagelo. Pero así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la guerra contra las drogas ha sido un enfoque errado al problema del abuso de las drogas. Ya es hora de que caigamos en cuenta.