El Euro no está muerto (todavía)
Diego Zuluaga estima que a pesar de los problemas en Italia y los potenciales problemas en España, es muy poco probable que estos salgan de la Eurozona dado que la alternativa que tienen es una política monetaria dirigida por sus propias clases políticas.
Por Diego Zuluaga
La gente ha estado prediciendo el fin del euro desde que la moneda nació a fines de los noventa. Aún así el euro ha sobrevivido cinco rescates soberanos —incluyendo los tres rescates sucesivos de Grecia (la economía más problemática del continente)— y dos rescates bancarios dedicados a los bancos españoles y chipriotas. La crisis de la deuda de la Eurozona alcanzó un clímax en el verano de 2012, cuando el gobernador del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi calmó los ánimos con su promesa de hacer “lo que sea necesario” para preservar la moneda única.
Sin importar cuáles sean las opiniones de uno acerca de la prudencia del alivio cuantitativo del BCE que vendría después, la promesa de Draghi logró calmar a los mercados financieros. Aún así, seis años después, la incertidumbre política en Italia y España tiene a la gente preguntándose nuevamente acerca de la inminente caída del euro:
A principios del mes pasado, la negativa del presidente italiano de designar un ministro de finanzas que anteriormente había defendido un plan de contingencia para una potencial salida del euro preocupó a los mercados de bonos, causando que las tasas de interés sobre la deuda del país se disparen. Mientras que las siguientes negociaciones han acabado con el estancamiento y dado como resultado un gobierno conformado por una coalición, la firme disposición en contra de la Unión Europea (UE) alargará la incertidumbre acerca de la política.
En España, un voto de censura al gobierno de centro-derecha condujo a su reemplazo por una administración de centro-izquierda, sobre el respaldo de comunistas y separatistas, suscitando miedos de que puede que se den de baja las reformas de mercado implementadas desde 2012.
Elevar impuestos, aumentar las regulaciones y centralizar el poder ciertamente resultaría en una condena para la economía española, cuyo PIB ha estado creciendo a tasas anuales por encima de 3 por ciento durante tres años. El desempleo, que llegó a un punto máximo de 26 por ciento en el peor momento de la crisis, desde ese entonces ha caído rápidamente gracias al relajamiento muy necesitado de las reglas de contratación y despido.
La recuperación de Italia ha sido menos resplandeciente, con un crecimiento tibio, una productividad laboral y salarios estancados, y una deuda nacional de alrededor de 130 por ciento del PIB. No obstante, su posición fiscal se había estabilizado y en los trimestres recientes la inversión empresarial había aumentado luego de algunas modestas reformas regulatorias.
Los escépticos del euro culpan a la moneda única de los pobres resultados económicos en los países del sur de Europa (los despectivamente denominados “PIGS”).
Sin embargo, si usted mira de cerca los datos, queda claro que el desempeño pobre antecede por mucho tiempo la llegada del euro: las tasas de desempleo de 25 por ciento han caracterizado cada recesión importante de España desde la década de 1970. Grecia ha incumplido su deuda externa una media docena de veces desde que se convirtió en un país independiente. El crecimiento de la productividad italiana empezó a fallar a principios de la década de 1990, socavada por onerosas reglas en el mercado laboral, una tributación ineficiente, deficiente protección de los derechos de propiedad, y un débil código de bancarrota.
En otras palabras, las barreras a la cura económica de estos países yace en gran medida en políticas domésticas, no en las restricciones por utilizar la misma moneda que el resto de los países de la Eurozona.
Ciertamente hay problemas con el euro. Una moneda única para un área geográfica hace que la política monetaria óptima sea difícil de implementar. Además, la ausencia de control sobre la moneda hace que los gobiernos no puedan valerse de la devaluación como una herramienta para reaccionar frente a las crisis (aunque las monedas en depreciación pueden mejorar temporalmente la posición competitiva de un país, pero a largo plazo esta reduce la calidad de vida e históricamente ha sido el recurso de gobiernos incompetentes en economías que están fallando, antes que aquel de las democracias responsables).
Otro problema del euro como existe hoy es que sus reglas son frecuentemente violadas. Los países miembros nunca se suponía que debían endeudarse tanto como lo han hecho. Tampoco se suponía que debía haber tolerancia alguna de rescates a países individuales. Algunos incluso han cuestionado la constitucionalidad del alivio cuantitativo del BCE.
Pero, para muchos europeos del sur, la membrecía en la Eurozona es el menor de dos males considerando que un mayor control monetario por parte de sus gobiernos nacionales es la alternativa. Hay pocas cosas que los españoles e italianos disfrutan menos que ser sermoneados por los políticos de Alemania y Países Bajos. Pero una de ellas es ciertamente sus propias clases políticas.
Lo cual explica la persistencia del respaldo público al euro, incluso conforme los políticos con frecuencia se quejan de los límites que este coloca sobre la capacidad la conducción de la política económica en casa. Cuando el gobierno griego tuvo un referéndum acerca de las condiciones impuestas por sus acreedores en 2015, una mayoría respaldó su postura desafiante. Aún así, los griegos se negaron a respaldar la salida del país de la Eurozona y de la UE, junto con su asociada perdida de libertades y poder de compra.
Esta vez es poco probable que las cosas sean diferentes. Incluso si las luchas políticas prolongan la incertidumbre hasta el verano, el cataclismo probablemente no se hará una realidad. Simplemente hay demasiado en juego cuando se trata de la membrecía de Italia y España en la Eurozona, e incluso los ciudadanos descontentos reconocen esto en el fondo de sus corazones.
Este artículo fue publicado originalmente en The Weekly Standard (EE.UU.) el 4 de junio de 2018.