El chip cultural de la vigilancia
Silvia Mercado dice que si bien China está mucha más avanzada en el uso y abuso de tecnologías que permiten vigilar y controlar a los ciudadanos, los gobiernos en Occidente ya tienen el “chip” cultural, la infraestructura base y hasta el acceso a dichas tecnologías.
Por Silvia Mercado
Es más cómodo pensar que estamos lejos de vivir bajo esquemas de vigilancia y control como en China. “Imagínate, allá es otra cosa, allá el gobierno utiliza la inteligencia artificial para rastrearte en todo momento, colocan chips a los uniformes de los niños para monitorear si se quedan dormidos… otra cosa, ciencia ficción” y listo, cambiamos de tema. Pero… realmente, ¿estamos tan lejos?
De acuerdo con un reporte de Comparitech, Surveillance camera statistics: which cities have the most CCTV cameras?, 16 de las 20 ciudades más vigiladas (según el número de cámaras por cada 1000 habitantes) se encuentran en China. También dice que, a nivel mundial, ya hay 770 millones de cámaras en uso, y que el 54% de ellas están en China. En teoría, todos estos aparatos están dispuestos para prevenir el delito y monitorear el tráfico, por tanto, en cuanto a su propósito, no habría mayor diferencia con cualquier capital en América Latina. Cámaras donde se pueda, solo que en China más y, además, muchas de ellas centralizadas a un sistema de reconocimiento facial.
El gobierno chino lleva la delantera en el uso de tecnología para la recopilación de datos personales en combinación con algoritmos funcionales a sus objetivos autoritarios. Con esa visión está perfeccionando su “sistema de crédito social” (SCS) el cual buscará monitorear y “mejorar” el comportamiento de los ciudadanos. ¿Cómo funcionará? Este sistema –de hecho, ya implementado en algunas de sus fases— no es muy distinto a cualquier otro sistema de calificación para un crédito en cualquier banco en nuestro continente, nada más que en China se pretende que “el sistema” vaya un poquito más allá; es decir, que además de contar con información financiera de sus clientes, tenga un acceso más intrusivo en la vida de las personas, como su historial de compras, sus interacciones sociales y actividades políticas, por ejemplo. El plan es que, a través de este SCS, cada ciudadano tenga un “puntaje”, un puntaje que irá variando de acuerdo a su comportamiento y funcionará proporcionando recompensas y castigos. A la fecha ya existen listas negras de individuos a quienes, “por su mal comportamiento”, ya se les redujo el crédito y con ello una serie de restricciones, desde conseguir un boleto de avión hasta una cita médica.
No cabe duda de que estamos hablando de un flagrante atropello a las libertades individuales y al derecho a la privacidad y la dignidad de cada persona, pero el gobierno chino argumenta que se trata de “fomentar la honestidad entre los ciudadanos”, y por supuesto “acabar con la corrupción”, lema que Xi Jinping –desde sus inicios en el poder— emplea estratégicamente tomando en cuenta que la honestidad es una virtud moral esencial en la cultura china, así como es de vital importancia cuidar la reputación y la posición social.
El punto es que el discurso cultural detrás de este sistema de crédito social parece ser efectivo, apela a la necesidad de confianza y se vende como una solución a la crisis de deshonestidad. Tal y como se puede vender cualquier otro sistema de control e ingeniería social que ofrezca, mejor dicho, que “garantice” seguridad.
En su artículo We’re just data: Exploring China’s social credit system in relation to digital platform ratings cultures in Westernised democracies, Karen Li Xan Wong y Amy Shields Dobson, de la Universidad Curtin de Australia, advierten que: “Aunque no hay sistemas tan completos como el SCSP de China que se están implementando en los países democráticos occidentales en el corto plazo, ya existen culturas y estructuras similares. Sistemas de puntuación de crédito como los puntajes FICO ya son obligatorios y están en uso”.
Los gobiernos de América Latina, sin rendir debidas cuentas a nadie, están apurando el paso para proveerse de tecnología de vigilancia producida en el exterior (generalmente en China) con la obvia excusa de mayor seguridad. El informe Tecnología de vigilancia en América Latina resalta que el uso arbitrario y poco transparente de estas tecnologías implica una potente amenaza a los derechos humanos, ya que brinda “a las autoridades la capacidad de identificar, seguir, individualizar y rastrear a personas adonde sea que vayan, socavando los derechos a la privacidad y a la protección de los datos personales, el derecho a la libertad de reunión pacífica y de asociación…” remarca también que “La pandemia de COVID-19 ha dado a los gobiernos una nueva excusa para desplegar herramientas de vigilancia peligrosas en nombre de la seguridad pública, aunque fallen en proteger los derechos humanos”.
Vemos entonces que China está realmente lejos solo en lo que refiere a kilómetros de distancia. Porque si hablamos de cimientos culturales, de infraestructura base y hasta de acceso a tecnologías para sistemas de control y vigilancia, estamos más cerca de los que quisiéramos imaginar. El delay está en la sofisticación y eficiencia de estos sistemas y en la manera abiertamente más autoritaria de su implementación allá, mientras acá todavía velada. Porque el “chip” cultural, por el cual consentimos estar vigilados y que nos hace clamar por seguridad ya lo tenemos incorporado.