El capitalismo, la paz y el movimiento histórico de las ideas

John P. Mueller señala que "aunque la corriente de las ideas de la paz y del libre mercado han cursado trayectorias paralelas y sustancialmente superpuestas, el respaldo al capitalismo no implica por si solo la aversión a la guerra o el respaldo a la paz".

Por John Mueller

Este ensayo fue publicado originalmente en inglés en la publicación académica International Interactions. Aquí puede descargar este ensayo en formato PDF.


A lo largo de los últimos siglos han habido importantes cambios en muchas ideas relevantes acerca de la manera en que deberían organizarse las sociedades y el mundo. Por ejemplo, ha habido notables declives en la esclavitud formal, la pena de muerte y los castigos físicos, la tortura, las venganzas, las contiendas sangrientas, las monarquías, y cada vez menos personas fuman. También ha habido una creciente aceptación de las cárceles humanitarias, la pornografía, el aborto, la igualdad racial y de clases, los derechos de las mujeres, los sindicatos, el ambientalismo, los derechos de homosexuales y de una aplicación determinada del método científico.

En este proceso son importantes los esfuerzos de los empresarios de ideas. Comenzando a fines del siglo diecinueve, por ejemplo, algunos empezaron a promover la noción de que la guerra —o al menos la guerra entre las naciones desarrolladas— era una mala idea. A pesar de muchos retrocesos, sus esfuerzos parecen hacer sido al menos parcialmente responsables de la ausencia, históricamente sin precedentes, de una gran guerra desde hace ya casi un siglo. A lo largo de los dos últimos siglos otros empresarios de ideas buscaron promover las ideas de que la democracia es la forma más deseable de gobierno y que el capitalismo de libre mercado es la mejor manera de organizar la economía —lo que hoy parece haber tenido un éxito considerable.

Un enfoque en los empresarios de ideas es recomendable puesto que muchas veces es difícil encontrar razones materiales para explicar el movimiento histórico de las ideas. Por ejemplo, uno podría estar inclinado a argumentar que la marcada reducción de guerras entre los estados desarrollados se debe a los crecientes costos de dichas guerras. Pero las guerras medievales fueron muchas veces absolutamente devastadoras, mientras que dentro de unos pocos años después de una guerra terrible, la Primera Guerra Mundial, casi todas las naciones se habían recuperado económicamente. La democracia empezó a plantar sus raíces en países importantes para fines del siglo dieciocho aún cuando se había conocido como una forma de gobierno desde hace milenios y aunque pareciera que no se dieron avances tecnológicos o económicos en ese momento que impulsaran su aceptación.

Nada de esto es para sugerir que los esfuerzos de los empresarios de ideas siempre triunfan. Muchas, probablemente la mayoría, de las ideas promovidas fracasan en lugar de triunfar. De hecho, si la promoción extensiva y a propósito pudiese garantizar la aceptación, todos estaríamos manejando Edsels. O, dicho de otra forma, cualquiera que pueda predecir de manera precisa y persistente o manipular los gustos y deseos no estaría escribiendo acerca de cómo hacerlo, sino que se mudaría a Wall Street para convertirse muy pronto en la persona más rica del planeta.

Muchas de las ideas que han crecido en aceptación a lo largo de los últimos siglos se relacionan entre ellas, y algunas veces han sido promovidas por los mismos empresarios de ideas. Sin embargo, aunque las ideas han tomado trayectorias paralelas —y muchas veces superpuestas—, no queda claro que necesariamente son dependientes las unas de las otras. Es muy probable, por ejemplo, que las personas que firmemente se oponen al aborto por razones morales acepten la pena de muerte. De hecho, podrían horrorizarse de aquellos que tienen las predisposiciones opuestas.

De igual manera, aunque la corriente de las ideas de la paz y del libre mercado han cursado trayectorias paralelas y sustancialmente superpuestas, el respaldo al capitalismo no implica por si solo la aversión a la guerra o el respaldo a la paz. De hecho, para que las personas adopten el eslogan “¡Hagan dinero, no guerra!”, como lo proponía Nils Petter Gleditsch, no solo deben respaldar al capitalismo como un sistema económico, sino también aceptar, lógicamente, al menos tres ideas subyacentes. Deben considerar a la prosperidad económica como un objetivo; deben ver la paz como un mejor medio para el progreso que la guerra; y deben creer que el comercio, en vez de la conquista, es la mejor manera de lograr su principal objetivo.

La prosperidad debería ser el objetivo dominante

Para que el capitalismo tenga un efecto sobre la aversión a la guerra, es necesario , primero, convencer a la gente de que enriquecerse es un objetivo importante —para que el mundo llegue a valorar el bienestar económico por encima de pasiones que muchas veces son económicamente absurdas. En otras palabras, es necesario que la búsqueda decidida de la riqueza sea aceptada sin vergüenza como un comportamiento que es deseable, beneficioso e incluso honorable.

La aceptación generalizada del capitalismo —la noción de que la economía debería estar organizada de tal manera que permita el libre intercambio de bienes y servicios con una intervención mínima del Estado— será de poca relevancia para aquellos que no consideran que enriquecerse es un objetivo importante. Tradicionalmente, la noción de que uno debería favorecer a las personas que son codiciosas ha sido repulsiva para aquellos que aspiran a valores que considerar muy superiores —tales como el honor, el altruismo, el sacrificio, la piedad y el patriotismo. En contraste, los motivos económicos han sido sistemáticamente considerados como burdos, materialistas, cobardes y egoístas. Por lo tanto, como Simon Kuznets ha indicado, la búsqueda de la eternidad en otro mundo y el intento de mantener diferencias innatas tal como están expresadas en la estructura de las clases muchas veces han sido considerados como algo muy superior al progreso económico.

Un área importante en que la que han dominado muchas veces los valores no-económicos ha sido la guerra. Por siglos, muchos grandes pensadores han considerado que la paz es inmoral, materialista e innoble. El general de Prusia Von Moltke declaró que la “paz perpetua” era “un sueño y ni siquiera un sueño hermoso… Sin la guerra, el mundo se revolcaría en materialismo”. Aristóteles sostuvo que “un tiempo de guerra automáticamente fortalece la moderación y la justicia: un tiempo para el goce de la prosperidad, y libertinaje acompañado de paz, es más probable que haga a los hombres autoritarios”. Y cinco años antes de escribir su tratado “Paz perpetua”, Immanuel Kant sostuvo que “una paz prolongada” solía “degradar el carácter de una nación” al favorecer “el predominio de un mero espíritu comercial y con este el interés personal, la cobardía y la afeminación, todos degradantes”.

De manera que ya sea que la guerra promueva o no el bienestar económico muchas veces no ha interesado porque las personas que buscan la guerra no valoran el desarrollo económico.

Una razón importante por la que los asuntos de desarrollo económico tradicionalmente han jugado un papel tan limitado en la iniciación de una guerra es que el reconocimiento total de que el crecimiento económico es posible y de que la riqueza puede ser “creada” es relativamente reciente. A lo largo de gran parte de la historia, la riqueza usualmente ha sido considerada como un juego de suma cero: si una persona se enriquece, otra persona debe empobrecerse.

Esta falta de apreciación de la noción del crecimiento económico es comprensible porque, durante gran parte de la historia, las economías, de hecho, no han crecido. En 1750, como mejor puede ser determinado, todas las zonas del mundo eran relativamente iguales en términos económicos —igual de pobres de acuerdo a los estándares contemporáneos. El historiador económico Paul Bairoch estima que la relación en riqueza per cápita entre los países más ricos y más pobres era en ese entonces no más de 1,6 a 1. No obstante, a principios del siglo diecinueve, y acelerándose cada vez más después, una enorme brecha se creó cuando América del Norte, Europa, y, eventualmente, Japón, empezaron a crecer considerablemente. En los años más recientes, el crecimiento a partir de niveles históricos ha empezado a darse a nivel mundial.

Sin importar cuáles sean las razones de este notable desarrollo, hasta casi el fin del siglo diecinueve, la idea de que las economías en realidad podían crecer difícilmente podía ser apreciada por la gran mayoría de personas porque, de hecho, durante casi la totalidad de la historia previa del desarrollo humano, ninguna lo había hecho.

Michael Howard indica que en un momento el mundo desarrollado fue organizado en “sociedades de guerreros” en las que la guerra era vista como “el destino más noble de la humanidad”. Esto fue cambiado, él sugiere, con la industrialización, que “últimamente produce sociedades poco propensas a la guerra que se dedican al bienestar material en lugar de dedicarse a los logros heroicos”. El principal problema con esta generalización es que la industrialización habló con una lengua bifurcada. El mundo desarrollado puede que haya experimentado la Revolución Industrial, pero si esta experiencia alentó a algunas personas a abandonar el espíritu de guerra, esta aparentemente impulsó a otros a enamorarse más profundamente con la institución. El mismo Howard rastrea el auge del espíritu militar al siglo diecinueve, cuando este se unió al feroz y expansionista ímpetu nacionalista conforme la industrialización llegó a Europa. Y, por supuesto, en el próximo siglo las naciones industrializadas combatieron en dos de las guerras más importantes en la historia. Por lo tanto, la industrialización puede inspirar un espíritu de guerra así como también uno de paz.

El notable desarrollo económico del siglo diecinueve fue acompañado de un creciente movimiento anti-guerra, particularmente en su última década. Sin embargo, este grupo de emprendedores de ideas permaneció siendo parte de un esfuerzo pequeño y extraño. Se requirió del cataclismo de la Primera Guerra Mundial, tal vez dramatizado por su todavía más violenta sucesora 20 años después, para remover completamente el atractivo de las virtudes marciales. El desarrollo económico por si solo, sin importar qué tan impresionante sea, claramente no fue suficiente para lograr eso.

La paz es mejor que la guerra para promover el progreso

Aún si uno acepta al capitalismo de libre mercado y considera que la prosperidad es un objetivo dominante, uno no necesariamente creería que la paz es el mejor medio para lograr el desarrollo y la innovación progresiva. Muchas personas que han aceptado la importancia de la innovación y del desarrollo también han argumentado que la guerra es un medio más progresivo que la paz —que la guerra, y la preparación para ella, funciona como un estímulo para la innovación económica y tecnológica y para el crecimiento económico.

En 1908, por ejemplo, H.G. Wells, quien de ninguna manera era militarista consideraba que los avances comerciales eran “débiles e irregulares” comparados con “el desarrollo constante y rápido de métodos y dispositivos en asuntos navales y militares”. Señaló que los electrodomésticos de su época eran “algo mejor de lo que eran hace cincuenta años” pero que el “rifle o buque de guerra de hace cincuenta años era en todos los aspectos inferior al que tenemos ahora”. Wells no era el único que pensaba así: el argumento de que la guerra era un importante estímulo para el desarrollo tecnológico era común en su época.

Llevando esta consideración más a fondo, muchos han considerado que la guerra es un elemento clave en la promoción del progreso de la civilización y de la evolución en general. El historiador prusiano Heinrich von Treitschke proclamó que “los grandes avances que la civilización logra en contra de la barbarie y la irracionalidad solo son realizados mediante la espada” y que “un pueblo valiente por si solo tiene una existencia, una evolución o un futuro; los débiles y cobardes perecen justamente”. El General Friedrich von Bernhardi sostuvo que la guerra era un “instrumento poderoso de la civilización” y “una necesidad política…luchada en nombre del progreso biológico, social y moral”. Él advirtió que “sin guerra, las razas inferiores o en declive fácilmente acabarían con el crecimiento de los elementos saludables y en ciernes, y resultaría en una decadencia universal”.

Treitschke y Bernhardi estaban reflejando las opiniones de algunos darwinistas sociales, como el inglés experto en estadísticas, Karl Pearson: “El camino del progreso es sembrado con la ruina de naciones…que no encontraron el estrecho paso hacia la perfección. Estas personas muertas son, verdaderamente, las piedras sobre las cuales se ha erigido la humanidad hacia la vida más intelectual y profundamente emocional de hoy”. En 1891, Émile Zola declaró que “solo las naciones propensas a la guerra han prosperado: una nación muere tan pronto se desarma”. En EE.UU., Henry Adams concluyó que la guerra “sacaba a relucir las características más adecuadas para sobrevivir la lucha para existir”. De igual forma, el compositor ruso Igor Stravinsky una vez declaró que la guerra era “necesaria para el progreso humano”.

La mejor forma de obtener riqueza es mediante el intercambio, no la conquista

En 1795, reflejando la opinión de Montesquieu y de otros, Immanuel Kant argumentó que “el espíritu del comercio” es “incompatible con la guerra” y que, conforme el comercio inevitablemente “llevará la delantera”, los estados buscarían “promover la paz honorable y, con una mediación, prevenir la guerra”. No obstante, esta noción está incompleta porque, como el historiador inglés del siglo diecinueve Henry Thomas Buckle señaló, “el espíritu comercial” muchas veces ha sido “propenso a la guerra”.

Buckle si vio, sin embargo, que esto estaba cambiando y reconoció a La riqueza de las naciones de Adam Smith como “probablemente el libro más importante que alguna vez se haya escrito” porque muestra de manera convincente que la verdadera riqueza viene no de la decreciente riqueza de otros, sino que “los beneficios del comercio son necesariamente recíprocos”. Estas conclusiones son elementales y profundas, y, como Buckle sugiere, alguna vez fueron contrarias a la intuición. Buckle luego concluyó que el descubrimiento económico clave de Smith era “la principal manera” mediante la cual el “espíritu propenso a la guerra” había sido “debilitado”.

El problema es, sin embargo, que, incluso si uno adopta al bienestar material como un objetivo dominante, incluso si uno rechaza la noción de que la guerra es mejor que la paz para promover el progreso, e incluso si uno acepta la noción de que la riqueza resulta del intercambio, no necesariamente uno creerá que la guerra —y particularmente la conquista— es una mala idea.

De hecho, una razón importante por la que “el espíritu comercial” muchas veces ha sido “propenso a la guerra” es que es totalmente posible que la conquista militar pueda ser económicamente beneficiosa. Como lo recalcarían los partidarios del libre comercio, EE.UU. le debe gran parte de su prosperidad al hecho de que es la zona de libre comercio más grande del mundo. Pero su enorme tamaño fue establecido de manera notable a través de varias formas de conquista —la victoria en una guerra contra México y una serie de guerras en contra de los indios.

Particularmente en los primeros años, las poblaciones de Europa Occidental conquistadas por los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que resentían profundamente a los invasores, se mantuvieron fuera de problemas cooperando mediante el desempeño de sus ocupaciones y funciones normales. Esto, como lo ha señalado Norman Rich, “mantuvo andando los asuntos de rutina del gobierno y a la economía andando, permitiendo así que los Nazis gobiernen, y exploten, los países ocupados con un mínimo de personal alemán involucrado”. De hecho, los alemanes muchas veces encontraron que la ocupación podría ser considerablemente rentable. La gente de los territorios ocupados continuaba produciendo los productos necesarios para la guerra de Alemania y los invasores cobraban impuestos, cobraban “costos de ocupación” y se involucraban en otros dispositivos financieros para obtener ingresos. Las sumas recibidas fueron mucho más altas que los costos reales de mantener las fuerzas armadas invasoras.

De manera que el comercio se vuelve, en las palabras de Kant, “incompatible con la guerra” solamente cuando se acepta que la riqueza es mejor lograda mediante el intercambio que a través de la conquista. Con ese objetivo en mente fue que los empresarios de la idea anti-guerra, como el periodista y el escritor económico Norman Angell de Inglaterra, buscaron despojar de su atractivo al imperio, convenciendo a la gente de que el comercio, no la conquista, es la mejor manera de acumular riqueza.

En 1908 él declaró que era “una falacia ilógica considerar que una nación está incrementando su riqueza cuando crece su territorio”. Adoptando una perspectiva de libre comercio, indicó que Gran Bretaña “poseía” Canadá y Australia de alguna forma, aunque no obtenía sus productos a cambio de nada —tenía que pagar por estos de igual forma que si viniesen “de las menos importantes tribus en Argentina o EE.UU.”. La noción popular de que habían recursos limitados en el mundo y que los países tenían que pelear para obtener su porción no tenía sentido, argumentaba Angell. De hecho, “el gran peligro del mundo moderno no es la escasez absoluta, sino el desplazamiento del proceso de intercambios, que por si solos pueden hacer que los frutos de la tierra estén disponibles para el consumo humano”. Angell afirmó que “la riqueza, la prosperidad y el bienestar” de una nación “no dependen en forma alguna de su poder militar”, señalando que los ciudadanos de países que evitaron guerras como Suiza, Bélgica u Holanda estaban tan bien como los alemanes y mucho mejor que los austriacos o los rusos.

El empresario de ideas Angell ayudó a cristalizar una línea de razonamiento que ha ido ganando aceptación desde ese entonces, y esto ha resultado en uno de los más notables cambios en la historia mundial: la erradicación virtual de la noción antigua —en algún momento vital— del imperio. Dicho de otra manera, la gente llegó a aceptar que el libre comercio fomenta el progreso económico de la conquista sin los aspectos desagradables como la invasión y la pegajosa responsabilidad del control imperial.

Conclusión

La lógica sugiere, entonces, que la guerra internacional es poco probable si la gente llega a aceptar estas tres ideas subyacentes. Pero hay otra consideración. Una de las curiosidades acerca del movimiento histórico de las ideas es que a lo largo de los últimos siglos las ideas que han logrado difundirse exitosamente alrededor del mundo han solido hacerlo en una sola dirección —de Occidente a Oriente. De hecho, el proceso muchas veces ha sido denominado como “Occidentalización”. Por lo tanto, Taiwán se ha vuelto más como Canadá antes que Canadá más como Taiwán. Esto significa que hay una especie de aglomeración geográfica estándar: los países que adoptaron temprano la aversión a la guerra también fueron, generalmente, los primeros en adoptar la democracia, el capitalismo, la ciencia, la pornografía, los derechos de homosexuales, y el aborto, así como también fueron los primeros en abandonar la esclavitud, la monarquía, las contiendas sangrientas, la pena de muerte y la Iglesia.

Como se sugirió anteriormente, puede que en general sea mejor ver cada movimiento alrededor de una idea como un fenómeno independiente —así como uno vería una falda cuya longitud está más determinada por los vaivenes de la moda que por la disponibilidad de tela e hilos. Habrá una correlación entre la aceptación de las ideas, pero puede que sea esencialmente espuria.
Además, si acaso hay una correlación entre el auge del capitalismo de libre mercado y el auge de la aversión a la guerra, cualquier relación causal que pueda existir entre los dos desarrollos podría ser solamente lo contrario de lo que uno esperaría. No es que el capitalismo de libre mercado y el desarrollo económico resulten en la paz, sino que la paz facilita el capitalismo y su derivado, el desarrollo económico.

Sin embargo, la relación mediante la cual la paz facilita el capitalismo de libre mercado y el crecimiento económico probablemente será considerablemente más sólida que aquella mediante la cual la paz facilitaría la democracia. Este es el caso especialmente con el comercio internacional. La Guerra Fría podría ser vista como parte de una inmensa barrera comercial y con la desaparición de esa imprudente construcción derivada de la política, el comercio ha sido liberalizado. Y la larga e histórica ausencia de guerra entre las naciones de Europa Occidental, sin precedentes, no ha sido causada por su creciente armonía económica. En cambio, su armonía económica ha sido causada, o al menos facilitada sustancialmente, por la paz —duradera y sin precedente histórico— que han gozado.

Esta corriente de pensamiento también se relaciona con estudios que concluyen que cualquier paz democrática está condicionada por el desarrollo económico. Como se ha señalado, probablemente la paz si facilita el desarrollo democrático, pero probablemente facilita el desarrollo económico mucho más —de manera que hay una relación más cercana entre la paz y el capitalismo que entre la paz y la democracia. Pero la relación causal no es que la democracia y/o el capitalismo provocan la paz. En cambio, si otros asuntos están alineados adecuadamente, la paz es lo que causa —facilita o hace que sea más posible— la democracia y el capitalismo.