El anti-capitalismo de la Edad de Piedra
Marian Tupy explica que si bien el mundo ha evolucionado rápidamente hacia las economías modernas y avanzadas que permiten la cooperación entre miles de millones de personas, nuestras mentes continúan predispuestas a intuiciones adecuadas para el mundo de la Edad de Piedra.
Por Marian L. Tupy
El libre mercado, o, para utilizar un término más cargado, el capitalismo, produce más riqueza y estándares de vida superiores más que cualquier otro sistema económico que la humanidad haya concebido e implementado. Las diferencias en el desempeño económico entre Corea del Sur y del Norte, Alemania Occidental y Oriental, Chile y Venezuela, Botsuana y Zimbabwe, para no mencionar aquellas entre EE.UU. y la Unión Soviética, hablan por sí solas. A pesar de ese hecho generalmente reconocido, el capitalismo nunca ha gozado de algo siquiera cercano a un respaldo universal a largo plazo. De hecho, casi lo contrario es cierto. Como dijo el comentarista y clasicista jubilado Steven Farron:
“Han habido innumerables partidos políticos llamados socialistas. En la historia del mundo, nunca ha habido un solo partido político llamado capitalista. Ni siquiera hay un nombre para un partidario del capitalismo. Un socialista promueve el socialismo; un demócrata promueve la democracia. Pero un capitalista es alguien que posee y manipula el capital”.
¿Por qué? La razón principal detrás de la constante lucha para conservar la libertad del mercado es que el capitalismo ofende unas partes importantes de la naturaleza humana. Como Jerome H. Barkow, Leda Cosmides, y John Tooby lo señalaron en su libro de 1992 The Adapted Mind: Evolutionary Psychology and the Generation of Culture:
“Lo que nosotros concebimos como la historia humana—digamos que, desde el surgimiento de las civilizaciones Shang, Minoica, Egipcia, India y sumeria—y todo lo que damos por hecho como partes normales de la vida—agricultura, pastoreo, gobiernos, sanidad, cuidados médicos, fuerzas armadas, transporte, y demás cosas—todas son productos nuevos de los últimos pocos miles de años. En contraste con esto, nuestros ancestros pasaron los últimos dos millones de años como cazadores-recolectores Pleistocenos, y, por supuesto, varios cientos de millones de años antes de eso como alguno y otro tipo de buscadores. Estos periodos relativos son importantes porque establecen qué tipo de ambientes y condiciones definieron los problemas de adaptación que la mente fue formada para abordar: condiciones de Pleistocenos, en lugar de condiciones modernas”.
Entre las características psicológicas relevantes que los humanos desarrollaron en la Era Pleistocena estaban nuestra tendencia hacia el tribalismo, el igualitarismo, y el pensamiento de suma cero. Evolucionamos en pequeñas tribus compuestas de 25 a 200 individuos. Todos conocíamos a y muchas veces estábamos emparentados con los miembros del grupo. Todos sabían quién contribuía a la supervivencia de la tribu y quién esquivaba sus responsabilidades. Quienes hacían trampa y pretendían ser vividores eran objeto de furia y, algunas veces, castigos. Igual de importante es que los que hacían trampa y los vividores perdían a socios valiosos dispuestos a cooperar. Estos últimos trabajarían en cambio con socios más confiables o generosos.
En dichas tribus, compartir los alimentos era algo común. El almacenamiento de los alimentos para el consumo futuro, por otro lado, no era algo práctico para grupos semi-nómadas. De manera que cuando los cazadores o recolectores adquirían más alimentos que lo que sus familias podían consumir, ellos “almacenaban” lo que sobraba como una forma de obligaciones sociales (esto es, lo compartían con otros miembros de la tribu, esperando que el favor fuese devuelto en el futuro). Qué tanto compartían la comida los buscadores dependía de si la variación en el éxito de la búsqueda se debía principalmente a la suerte o al esfuerzo.
La suerte jugaba un papel importante en el éxito de la caza. Los cazadores que se habían esforzado muchas veces llegaban a casa con las manos vacías. De manera que la carne era compartida ampliamente dentro de la tribu como una manera de compartir el riesgo y protegerse en contra del hambre. Cuando el esfuerzo jugaba un papel más importante en el éxito de la búsqueda, como sucedía con la recolección de muchos alimentos de plantas, la distribución se volvía más dirigida. En estos casos, los alimentos recolectados eran compartidos principalmente entre la familia y con socios específicos de reciprocidad.
Además, el volumen de las posesiones personales era limitado por lo que nuestros ancestros podían cargar en sus espaldas conforme se movían de una ubicación a otra. En otras palabras, la acumulación de propiedad y la desigualdad de riqueza no podrían haber sido grandes preocupaciones. También, como sucedió con otros animales, hemos evolucionado para formar jerarquías de dominación; la capacidad de un individuo de supervivencia y de transmitir sus genes eran fortalecidas si podía elevarse dentro de un grupo y controlar el acceso a más recursos. Pero los humanos también evolucionaron para formar coaliciones, en las cuales los individuos menos dominantes cooperaban para derribar a los más fuertes y exitosos. Finalmente, la distribución y cooperación entre los cazadores-recolectores terminó con las ventajas de la tribu, por decirlo de alguna manera. En un mundo sin especialización y comercio, las ganancias desproporcionadas de una tribu muchas veces se daban a costa de otra. Formando coaliciones agresivas, los hombres podían expandir el territorio de búsqueda de su tribu u obtener mas esposas cooperando para matar hombres de otras tribus.
La psicología del cazador-recolector ayuda a explicar nuestras actitudes contemporáneas frente el grado de libertad de mercado. Considere, por ejemplo, la provisión de cuidados médicos. Cuando un cazador se enfermaba o se hería, este no podía seguir cazando. Su enfermedad o herida era un doble golpe para la tribu. No solo dejaba el cazador afectado de contribuir a la supervivencia de la tribu, sino que también necesitaba ser curado y atendido. Además, nadie podía garantizar que un cazador herido podría volver a cazar otra vez. De manera que los humanos se beneficiaron conforme evolucionaron la habilidad de sentir compasión y conforme se rodearon de individuos capaces de sentir empatía. Los sentimientos de compasión y los actos de cariño contrastan con los intercambios calculados y en búsqueda de ganancias que se dan en el mercado. Los empleadores, por ejemplo, suelen pagar salarios y proveer beneficios a sus empleados no porque se preocupan acerca del bienestar de sus empleados sino porque quieren ganar dinero. En otras palabras, el empleador calcula que la productividad del empleado compensa el costo de la compensación de dicho empleado.
Los intercambios en el mercado, entonces, son señales de distanciamiento social, mientras que la enfermedad o las heridas activan nuestras intuiciones de cazadores-recolectores acerca de ayudar a otros. La noción de la medicina socializada como un arreglo para el problema de la mala suerte, que usualmente es la causa de la enfermedad o las heridas, satisface esas intuiciones. En cambio, la noción de cuidados médicos basados en el mercado es totalmente contraria a nuestra intuición —y sigue siendo así incluso si pueda demostrarse que la gente obtiene mejores resultados de un sistema basado en el mercado. Nótese que las personas son mucho menos partidarias de que el estado pague por los cuidados médicos de pacientes cuyas enfermedades no son causadas por la mala suerte, como los fumadores con cáncer en los pulmones. Cuando la gente quiere promover ayudar a pacientes con cáncer de pulmón, usualmente recurren a argumentos acerca de la adicciónv—esto es, él o ella no podía evitar fumar; la malvada empresa de tabaco a sabiendas le vendió un producto aditivo a él o ella cuando era un adolescente, etc.
La psicología del cazador-recolector también ayuda a explicar por qué fue relativamente poco controversial que muchos gobiernos aprobaran leyes de gasto gigantesco a principios de la pandemia del COVID-19. No fue una falta de esfuerzo la que evitó que la gente trabaje. En cambio, las ordenes de quedarse en casa dictadas por los gobiernos previnieron que la gente gane dinero. Además, ayuda a explicar por que las legislaciones de gasto posteriores, como el “Plan de rescate americano” de 1,9 billones (“trillions” en inglés) que fue aprobada en el congreso luego de que la economía ya se había abierto nuevamente, fueron mucho más discutidas. Dicho de otra manera, muchos argumentos acerca de los múltiples aspectos del estado de bienestar y del grado de intercambios de mercado se derivan coherentemente de las diversas normas de reparto que han evolucionado para lidiar con la variación de las fortunas debido a la suerte y con la variación debido al esfuerzo.
En pocas palabras, la psicología que evolucionó cuando nuestros ancestros vivían en grupos pequeños de cazadores-recolectores nos preparó para lidiar con un mundo de cooperación personal e intercambios en comunidades pequeñas. Esto no nos preparó para lidiar con un mundo de cooperación impersonal y de intercambios entre millones de personas (esto es, la típica economía avanzada). De cierta manera, la complejidad de la economía moderna superó la capacidad de nuestras mentes de la Edad de Piedra para comprenderla. Aún así es esa transición, desde la simplicidad personal hacia la complejidad impersonal, la que hace que el capitalismo sea tan eficaz para producir riqueza. Para complicar las cosas todavía más, el mercado extendido de millones o miles de millones de personas hace posible que individuos emprendedores con ideas que crean valores acumulen más riqueza que lo que hubiesen podido acumular mientras que atendían a comunidades pequeñas. Esa resultante desigualdad de riqueza ofende nuestras predisposiciones igualitarias y nuestro pensamiento de suma cero. Finalmente, nuestro tribalismo ayuda a explicar por qué, aún cuando consentimos comerciar con otras naciones, muchas veces continuamos estando resentidos con y sospechamos de ellas por prosperar a costa nuestra.
Comprender el capitalismo —siquiera para apreciar sus beneficios— requiere que todos distingamos entre lo personal y lo impersonal, entre lo simple y lo complejo, y entre lo limitado y lo extendido. O, como el siempre esclarecedor Friedrich Hayek lo dijo:
“Parte de nuestra dificultad actual es que debemos constantemente ajustar nuestras vidas, nuestros pensamientos y emociones, para poder vivir de manera simultánea con distintos tipos de ordenes según distintas normas. Si fuésemos a aplicar las normas sin modificar y sin excepciones del micro-cosmos (esto es, de la pequeña tribu o tropa), como nuestros instintos y deseos sentimentales muchas veces nos hacen desearlo, lo destruiríamos. Aún si siempre aplicásemos las normas del orden extendido a nuestros grupos más íntimos, podríamos aplastarlos. Así que debemos aprender a vivir en dos tipos de mundos al mismo tiempo”.
Encontrar el equilibrio entre esas dos series de normas es una tarea difícil, y muchas veces no lo logramos. Cuando fracasamos —como sucedió más recientemente en Venezuela— los resultados pueden ser catastróficos. El colapso predecible del “socialismo del siglo 21” en Venezuela debería proveer una advertencia para las generaciones futuras; dada nuestra incapacidad de aprender de los muy similares fracasos del socialismo del siglo 20, sin embargo, es poco probable que esta será escuchada. Sospecho que la defensa de los mercados libres continuará siendo, gracias a las predisposiciones de nuestra mente de la Edad de Piedra, una lucha sin fin.
Este artículo fue publicado originalmente en HumanProgress.org (EE.UU.) el 16 de abril de 2021.