El agotamiento del modelo keynesiano: Chile a mediados del Siglo XX
Ángel Soto reseña el tomo I de la Historia de Chile que acaba de presentar junto a otros historiadores.
Por Ángel Soto
Chile, un caso de desarrollo frustrado, fue el título del libro que Aníbal Pinto publicó en 1958, un año después que Jorge Ahumada publicara su célebre En vez de la miseria.
Tal como indicamos en el tomo I de la Historia de Chile 1960-2010, recientemente publicada por la Universidad San Sebastián (2016), desde fines del siglo XIX, pero especialmente a partir de los años 30 del XX, el Estado fue asumiendo distintas funciones. Inicialmente se dio un crecimiento rápido y el denominado modelo de Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI) fue dando frutos tanto al aparato estatal como a los empresarios privados. Sin embargo, para mediados del siglo, las ideas basadas en el keynesianismo ya daban señales de agotamiento e ineficiencia.
La inflación y el déficit fiscal, junto a las presiones de los gremios, sindicatos y la demanda de créditos fueron las causantes de una emisión descontrolada de dinero que deterioró la calidad de vida de la inmensa mayoría de chilenos que vivían de un sueldo. Los más afectados fueron los más pobres, quienes observaban las inequidades —por ejemplo— de un sistema de previsión y seguridad social que los tenía desamparados.
Efectivamente, tal como señala un informe de 1964 —que se consigna en el tomo II de esta Historia de Chile— “la seguridad social chilena no es igualitaria. Existen más de 100 grupos diferenciados, que hacen del chileno uno de los sistemas discriminatorios más pronunciados, creando grupos privilegiados de la previsión” (p. 273).
Con una población cercana a las 5.900.000 personas según el censo de 1952 y de 7.300.000 personas en 1960, el porcentaje urbano nacional era entre 60% y 68%, con un crecimiento concentrado en Santiago que veía expandirse su área metropolitana. Se estima que entre 1940 y 1952 —según Armand Mattelart— llegaron a Santiago unas 233 mil personas, que siguiendo al historiador Armando de Ramón, entre 1907 a 1960 la totalidad de inmigrantes llegó a cerca del millón de personas, casi la mitad del crecimiento de la capital.
Sin embargo, este crecimiento urbano no fue debidamente absorbido. Chile era a mediados del siglo XX un país pobre. A pesar de la creciente democratización política existía un déficit de desarrollo socioeconómico reflejado en la escasez de recursos para vivir. Precariedad habitacional, desnutrición y vulnerabilidad frente a las enfermedades, insalubridad y baja escolaridad. La irrupción de las “poblaciones callampas” en los 50 es un claro ejemplo. Para 1952 había 41 de ellas en Santiago, que concentraba a 35.611 habitantes. Avanzada la década La Victoria y La Legua serán las más emblemáticas, esta última —como escribió el Doctor Fernando Monckeberg—, era un lugar donde se veían “niños tristes, semidesnudos y sin zapatos conviviendo con perros flacos, basurales y una gran cantidad de moscas” (Contra viento y marea. Hasta erradicar la desnutrición infantil en Chile, 2011, p. 65).
Un cuarto de la población estaba hacinada. Un 40% tenía alcantarillado o fosa séptica, y hacia 1960 apenas el 58% tenía agua potable por cañería y el 20% no tenía luz eléctrica. La mortalidad infantil llegaba al 18% y los niños nacidos desnutridos alcanzaban el 23%.
La pobreza tuvo consecuencias como la prostitución, asociada a burdeles peligrosos y muchas veces insalubres que se instalaron en algunas calles de Santiago, Maipú y en el barrio San Camilo, pero también en regiones, donde —como dice Álvaro Bello— muchas mujeres desarraigadas se asilaron en prostíbulos, sin perjuicio que además en algunos casos vendían empanadas y mote con huesillo en las ferias. Sin embargo, agrega, la prostitución incluía a algunas mujeres casadas y niñas en edad escolar (“La prostitución en Temuco, 1930-1950: la mirada del cliente”, 1992).
Esta realidad no sólo era captada en la frialdad de las cifras, sino también en las letras que escribieron novelistas como por ejemplo Manuel Rojas en Hijo de ladrón (1951) y El vaso de leche (1959) que relatan la vida del conventillo y como las pocas esperanzas de la dueña de casa más bien estaban depositadas en el almacenero de barrio que le fiaba.
Surgieron críticas. En 1951 surgió la Fundación Adolfo Ibáñez que en 1955 firmó un convenio con la Universidad Católica de Valparaíso para formar dirigentes de empresas comerciales e industriales. Mismo año en que llegó a Chile la Misión Klein Saks y del arribo de los economistas de la Universidad de Chicago, que un año más tarde firmaron un acuerdo con la Universidad Católica.
Pero la crítica social no venía solo desde este mundo asociado al liberalismo económico. Eduardo Frei Montalva en 1955 afirmó en revista Política y Espíritu que las propuestas keynesianas habían sido diseñadas para evitar depresiones, no inflaciones, asistiendo Chile a un profundo proceso que afectaba las estructuras sociales y económicas que no necesitaban nuevos diagnósticos, sino que “la voluntad para aplicar definitivamente una receta”.
En esta crítica al modelo ISI se sumó la izquierda, que —distinta en el análisis sobre las causas— compartía que el modelo estaba fracasado pues, como afirmó Clodomiro Almeyda, esta política solo había favorecido a la burguesía fortalecida por el Estado sumado a lo que llamaba la oligarquía terrateniente, siendo los más perjudicados el obrero y el campesino (Visión sociológica de Chile, 1957).
Ciertamente hubo avances, como por ejemplo en materia industrial, pero tal como señala Sebastián Edwards en su libro Populismos o mercado (2009), “debajo de esta delgada capa de éxito se cocinaban a fuego lento profundos problemas y tensiones sociales”. A lo descrito, debe sumarse un sector industrial ineficiente que requería de proteccionismos arancelarios y cuyos costos pagaban los ciudadanos diariamente. Algunos ejemplos: Una bicicleta, el vehículo de transporte más popular de Chile entonces costaba cuatro veces más caro que en Europa, un calentador costaba 90% más, un pantalón 52%, los abrigos 23% y “los zapatos eran 20% más costosos” (pp. 66-75).
En síntesis, iniciada la segunda mitad del siglo XX, la lucha por la democracia chilena pasaba de esperanzas frustradas al preludio de las revoluciones. Temas ampliamente abordados en los dos primeros tomos de la Historia que Chile 1960-2010, que junto a los historiadores Alejandro San Francisco, Gonzalo Larios, Myriam Duchens, José Manuel Castro, Milton Cortés y Sergio Carrasco, acabamos de presentar.
Las preguntas que vienen en los tomos siguientes, serán: ¿cómo pudo superar Chile esta fotografía económico social de hace 50 años? Y, tras el bicentenario de 2010, ¿podrá Chile expulsar el fantasma de ser, como sentenció Pinto, “un caso de desarrollo frustrado”?
Este artículo fue publicado originalmente en El Demócrata (Chile) el 18 de diciembre de 2016.