EE.UU.: La Gran Depresión

Pedro Schwartz recuerda las condiciones de la economía estadounidense durante la Gran Depresión y las medidas que profundizaron y alargaron esa crisis.

Por Pedro Schwartz

Cunde el temor de que la crisis por la que estamos pasando sea una repetición de la Gran Depresión de la década de 1930. ¿Qué ocurrió verdaderamente en aquellos años? ¿Nos amenaza ahora una catástrofe semejante? ¿Se cometieron entonces errores evitables hoy? Las preguntas se agolpan angustiosamente. No es posible contestarlas en un breve artículo ni quizá encontremos nunca respuesta satisfactoria y definitiva, Sí creo, sin embargo, que vale la pena presentar un esbozo de los hechos e intentar una respuesta provisional a tanto interrogante.

Empezaré por los desplomes de la Bolsa, de la producción y del paro, que es lo que sobre todo recordamos de aquellos terribles años. La economía estadounidense había empezado a dar señales de enfriamiento en junio de 1929, aunque el índice Dow Jones siguió subiendo hasta alcanzar el 3 de septiembre un máximo de 381. Poco duró la alegría de los inversores. El “martes negro” —el 29 de octubre de 1929— el índice cayó en un solo día de 261 a 230. Siguió el desplome, hasta tocar 50 en la primavera del 33. A finales de 1933, sin embargo, pareció reanimarse la Bolsa y el Dow volvió a alcanzar los 190. ¡Poco dura la alegría en la casa del pobre! El 27 de agosto de 1937 fue otro martes negro y la Bolsa volvió a caer, hasta tocar un miserable 120 en enero del 38. Hay que aceptar la evidencia: los diez años de crisis bursátil no acabaron hasta que comenzó el rearme ante la guerra mundial que amenazaba.

La economía real también mostró el mismo desmayo. En 1933, la producción de EE.UU. había caído nada menos que un 30 por ciento respecto del nivel anterior a la crisis. Lentamente fue subiendo el PIB durante los tres años siguientes, pero en 1937 sobrevino otra recesión. Hubo que esperar a 1940 para pasar el nivel de once años antes: el rearme para prepararse a la guerra que se haría mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbor fue lo que verdaderamente volvió a poner en marcha la economía estadounidense.

Las cifras de desempleo revelan la tragedia humana de la Gran Depresión. En julio de 1927, el paro era mínimo, el 3,3%. Todo cambió tras el primer “viernes negro”: el desempleo alcanzó un quinto de la población activa de EE.UU. En noviembre del 34, la proporción de parados había aumentado hasta el 23 por ciento. Hubo breves momentos de las presidencias de Roosevelt en que “sólo” el 9 por ciento se encontraba en el desempleo pero, por término medio, durante todo ese decenio la proporción de parados se mantuvo en el 15 por ciento.

Aunque estos datos son conocidos, no han penetrado del todo en la memoria colectiva, pues suele hablarse de tres años de Gran Depresión en EE.UU., los que van de 1929 a 1933, cuando en realidad fueron diez. Aún menos cierta es la leyenda de que Roosevelt, al llegar al poder en 1933, transformó la situación gracias a una política activa de intervención pública inspirada en las ideas de Keynes, cuya Teoría General sólo se publicó en 1936. Para EE.UU., la década de 1930 fue toda ella una década perdida.

Ahora veamos las posibles causas de tanta tribulación. Las economías capitalistas son cíclicas desde tiempo inmemorial, en el sentido de que en vez de comportarse sus principales variables como lo hacen los amortiguadores de un vehículo, que, compensándose, mantienen un cierto equilibrio, se mueven todas en el mismo sentido. Si durante una recesión caen los precios debería aumentar la demanda de los consumidores; si se reducen los tipos de interés, sería normal que aumentara la inversión; si hay un gran aumento del paro, debería seguirse una caída de los salarios que animara a las empresas a contratar más mano de obra. Muy al contrario, todo se mueve en una infernal armonía. La explicación más corriente de tan desagradable correlación suele ser que falta confianza y que restaurándola todo se arregla. Tal explicación no explica nada: ¿por qué ha caído la confianza en primer lugar? Hay razones más profundas. Nuevas ideas, nuevos avances tecnológicos desbancan las viejas formas de producir, que por obsoletas y caras tienen que desaparecer, cuando los que viven de ellas se resisten a ceder. La destrucción creadora será aún más cruel si una política crediticia laxa ha fomentado inversiones equivocadas. En 1927 había culminado en EE.UU. un extraordinario ciclo de innovación. Era normal una pequeña recesión. La desgracia es que durante unos meses casi despareció el dinero.

Fueron Milton Friedman y Anna Schwartz quienes, en su Historia Monetaria de los EE.UU. (1963) destacaron un hecho crucial: a lo largo de once meses de 1931 a 32, la quiebra de cientos de bancos hizo que la cantidad de dinero en la economía estadounidense se redujera un 26 por ciento. ¿Se imaginan el efecto sobre el tráfico y giro del mercado, si por quiebras encadenadas de bancos desaparece un cuarto de los depósitos bancarios? Un grave fallo del banquero central permitió esa implosión monetaria. A ello se añadió que Roosevelt, durante sus primeros cien días de presidente en 1933, declaró unas vacaciones bancarias que dejaron la economía sin más dinero que unos pocos billetes de dólar.

La mención de Roosevelt no es a humo de pajas. Él inventó ese truco mediático de los cien días, como si en ese tiempo pudiera hacerse algo serio y meditado para corregir el rumbo de una inmensa sociedad. “¡Hay que hacer algo!”, es el grito de los desorientados; “¡Sólo hay que temer el miedo!” fue la contestación de un frívolo presidente.

Durante sus dos mandatos de 1933 a 1940, previos a la II Guerra Mundial, Roosevelt volcó sobre el país una lluvia de medidas, la mayor parte de ellas para subvertir más que encauzar el sistema de la libertad económica. Amity Schlaes ha publicado hace poco un apasionante relato de la Depresión vista desde abajo, con el título The Forgotten Man. La lista de medidas equivocadas o discutibles es interminable. Durante esos cien días, además de las fatídicas vacaciones bancarias, lanzó una inmensa obra pública, el sistema eléctrico del valle de Tennessee, que creó efímeros puestos de trabajo a costa de semi-nacionalizar la energía; con la “National Industry Recovery Act” montó un sistema asfixiante de planificación de la industria y de regulación de las condiciones del trabajo; e, inmediatamente después, fundó el “Consejo del trabajo nacional” cuyo objeto era imponer la negociación colectiva. Por ese camino siguió. Al firmar la Ley Nacional de Vivienda en 1934 intervino en el mercado hipotecario. En 1935 fueron la Ley Wagner, con la que fomentó la sindicación obligatoria, la creación de pensiones públicas, y los nuevos impuestos progresivos que castigaban la reinversión de beneficios en la propia empresa. También persiguió y encarceló a millonarios, y consiguió romper la resistencia del Tribunal Supremo a sus medidas extra-constitucionales con la amenaza de crear magistrados adeptos. Hubo medidas que no fueron malas del todo, como la ley que le permitía firmar tratados de comercio bilaterales, para paliar el duro proteccionismo del arancel impuesto por el anterior presidente, que tanto daño estaba haciendo a EE.UU. y al mundo entero.

No sigo. Si todas esas medidas que considero criticables les parecen bien a mis queridos lectores es que están maduros para apoyar las que, en ese mismo sentido intervencionista, vaya a tomar Barak Obama.

Artículo de la Agencia Interamericana de Prensa Económica (AIPE)
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