Discutamos, pero con los padres en las aulas
María José Romano Boscarino considera que la discusión entre sindicalistas y el gobierno suele ignorar a quienes más involucrados en la educación: los padres de los estudiantes.
Por María José Romano Boscarino
Con la llegada de los primeros meses del año, cuando correspondería dar inicio al ciclo lectivo, otra vez los conflictos constituyen la regla más que la excepción. Nuevamente, la batalla entre sindicalistas y el gobierno, nuevamente los mismos actores y el reclamo docente teñido de intereses políticos.
La perversa lógica cíclica de siempre se caracteriza por negociaciones interminables en un espacio “cercado”, en una mesa en la que los gremios tienen un asiento preferencial que les da el poder de limitar fuertemente las decisiones y los tiempos de una agenda educativa colmada de necesidades que satisfacer, que sigue postergada.
Y en todo este tironeo, la comunidad de padres a un lado, sin haber generado para sí un lugar protagónico en el conflicto, ven a sus hijos convertidos en rehenes circunstanciales por la demora en el inicio de clases pero por sobre todo, en rehenes permanentes de un sistema educativo que adolece en su totalidad, y que ha demostrado durante años no estar generando resultados positivos.
Es innegable la responsabilidad que las familias poseen respecto a la educación de los niños, dentro y fuera del hogar, sin embargo, no se observa un rol activo, influyente y presente de las mismas en las decisiones atinentes al ámbito formal. Y puede pensarse que en alguna medida esto ocurre porque se delega cierta potestad en el gobierno, a quien pagan impuestos para que garantice, tal y como la normativa lo determina, el cumplimiento de este derecho.
De todos modos, la pasividad hoy no debería ser una alternativa, sino todo lo contrario, en base a la preocupación por la innegable necesidad de un cambio integral, que debiera debatirse por sobre las resistencias sindicales y con una silla ocupada por los padres a quienes se debe devolver el poder que nunca debieron perder sobre la educación de sus hijos.
En este sentido, ¿por qué no empoderarlos por ejemplo dándoles la posibilidad de elegir a que escuela quieren enviar a sus hijos? ¿por qué no discutir el destino de los subsidios otorgados por el Estado y en lugar de financiar a las escuelas, otorgar ese dinero a los padres?
Una política de estas características podría implicar la entrega de un bono para ser utilizado exclusivamente en la educación de sus niños en un establecimiento calificado. El mismo podría ser público o privado y debería cumplir con una serie de estándares previamente definidos por el Estado quien sería el responsable además, de monitorear su cumplimiento y servir como órgano de contralor del programa en su conjunto.
Se generaría la descentralización del poder de decisión en los padres y un cambio en los sistemas de incentivos, con instituciones que podrán auto gestionarse, y que deberían competir ofreciendo mejores servicios para atraer estudiantes y con ello a su propio financiamiento.
Aspiraríamos así al logro de una mejor calidad educativa pero también al de la igualdad de oportunidades, pues este mecanismo habilitaría a que todas las familias pudieran elegir donde se educarían sus hijos, independientemente de sus posibilidades económicas.
Con todo, el Estado seguiría asegurando la provisión de la educación, pero integrando a quienes son en gran medida los primeros interesados y los más aptos para tomar aquellas decisiones que privilegien el derecho de aprender de los niños y el acceso a servicios de mejor calidad: los padres, las familias. Y esto, como diría Milton Friedman, flamante defensor de la libertad de elegir y promotor de los bonos escolares, daría lugar a la verdadera revolución educativa que necesitamos para dejar atrás el status quo y el estancamiento, por el futuro de nuestros hijos y por el progreso de nuestro país.
Este artículo fue publicado originalmente en El Punto de Equilibrio (Argentina) el 29 de marzo de 2017.