Despotismo liberal
Axel Kaiser dice que aunque el Estado en gran parte de occidente respeta cuotas importantes de libertad, nos ha llevado a aquellos que Alexis de Tocqueville denominó como el "despotismo suave".
Por Axel Kaiser
Desde sus orígenes, el liberalismo buscó sobre todo limitar el poder del Estado. Jamás habrían imaginado pensadores como Adam Smith o John Locke que, en nombre de la doctrina que ellos defendieron, se justificaría una expansión del poder estatal a prácticamente la totalidad del orden social. Y es que el Estado en buena parte de occidente, si bien respeta márgenes de libertad importantes e históricamente ejemplares, nos ha conducido a aquello que Alexis de Tocqueville llamó ‘soft despotism’.
Vale la pena reproducir la reflexión en su clásico Democracia en América (1835-1840) para entender este despotismo suave. Dice el genio francés que "después de haber puesto sucesivamente a cada miembro de la comunidad a su alcance moldeándolo a voluntad…–el gobierno– cubre la superficie de la sociedad con una red de reglas pequeñas y complicadas, minúsculas y uniformes, a través de las cuales las mentes más originales y los personajes más enérgicos no pueden penetrar, para elevarse por encima de la multitud". Como consecuencia de esta extensión casi invisible del poder, "la voluntad del hombre no se rompe, sino que se ablanda, se dobla y se guía; los hombres rara vez se ven obligados a actuar, pero se les impide constantemente actuar".
Agrega Tocqueville que "tal poder no destruye, pero entorpece la existencia; no tiraniza, pero comprime, enerva, extingue y deja estupefacto a un pueblo, hasta que cada nación se reduce a nada mejor que un rebaño de animales tímidos e industriales, de los cuales el gobierno es el pastor". Finalmente, concluye que ese tipo de servidumbre "podría combinarse más fácilmente de lo que comúnmente se cree con algunas de las formas externas de libertad, y que incluso podría establecerse bajo el ala de la soberanía del pueblo".
Es imposible no ver la relación entre lo anterior y los Estados de bienestar proveedores y sobre reguladores que se han desarrollado en nombre del liberalismo progresista, con su pretensión de crear –no sólo proteger– libertad a partir del poder político. Fue Franklin Delano Roosevelt, el gran demoledor del orden liberal clásico americano y héroe del liberalismo progresista, quien mejor representó esta filosofía al afirmar que el gobierno debía asegurar a la población la "freedom from want", es decir, la libertad de las necesidades materiales.
La idea de que el gobierno no sólo debe proveer de libertad a través de la redistribución y gigantescas burocracias, sino que también debe proteger a la misma población de sus actos —y en general llevarla, por su propio bien, por los caminos que se ajustan a la voluntad del pastor que los gobierna— es, en parte importante, la fuerza que ha creado Estados que se entrometen, desde el medio ambiente, pasando por el deporte, la cultura, las ciencias, la educación y la salud hasta la soledad, el transporte y la energía, sin dejar un solo espacio reservado exclusivamente a la vitalidad de los individuos. Estos simplemente no pueden escapar al enorme "poder tutelar" del gobierno, como lo llamara Tocqueville, e incluso lo exigen y justifican debido a la ilusión de que, por ser democrático, no posee el adormecedor efecto despótico que le es propio.
"Cada hombre –dice Tocqueville– se deja engrillar al frente, porque ve que no es una persona o una clase de personas, sino las personas en general, las que sostienen el final de su cadena". Si bien Tocqueville sostenía que el peor de los despotismos era el que concentraba en pocas manos todas las funciones del gobierno, vale la pena meditar sobre si acaso no hemos dejado que el gobierno se extienda demasiado, convirtiéndonos en ovejas anestesiadas que no se atreven a pensar en que podrían sobrevivir sin su pastor.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario Financiero (Chile) el 20 de junio de 2019.