Democracia sin romanticismos

Ian Vásquez reseña las contribuciones de algunos pensadores como Kenneth Arrow y James Buchanan, quienes nos enseñaron que no hay que santificar la democracia, sino más bien limitar las decisiones colectivas.

Por Ian Vásquez

¿Alguna vez le ha desilusionado la democracia? ¿Se ha preguntado por qué florece la corrupción o por qué los políticos prometen una cosa y terminan haciendo algo muy distinto? ¿O por qué el Estado sobregasta en ciertos proyectos mientras que otros, mucho más básicos y necesarios, carecen de fondos?

Es tentador pensar que el mal manejo del aparato público bajo la democracia es resultado de los políticos inescrupulosos y corrompidos y que la solución va por elegir a políticos decentes. La muerte esta semana del premio Nobel en Economía Kenneth Arrow nos hace acordar que la realidad es más compleja y quizás más desalentadora que eso. Arrow fue uno de los economistas que desde el siglo pasado nos enseñó a ser mas escépticos frente a la habilidad de la buena toma de decisiones colectivas.

Una de sus contribuciones se conoce como el teorema de la imposibilidad. De manera bastante simplificada, quiere decir que las votaciones pueden producir distintos y hasta contradictorios resultados dependiendo del mecanismo de votación, aun cuando las preferencias de los votantes no hayan cambiado. La regla electoral muchas veces tiene mucho más peso en determinar lo que supuestamente decide el pueblo.

Como ejemplo, el economista Alfonso de la Torre pregunta hipotéticamente cuál hubiera sido el resultado de las últimas elecciones si “se hubiera elegido solamente entre Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski para que el ganador entre ambos compitiera contra Verónika Mendoza”. Agrega que el resultado probablemente hubiera sido diferente si primero se eligiera entre Mendoza y Kuczynski, para que luego compita el elegido contra Fujimori.

No hay necesariamente una manera racional de agregar las preferencias de los votantes y por lo tanto es difícil, sino imposible, hablar de la “voluntad del pueblo”. El problema de la votación también se aplica a la manera en que el Congreso o comités deciden cómo gastar o qué priorizar.

Las decisiones colectivas se complican todavía más por problemas que otros pensadores destacados han elaborado. Una de ellas es la ignorancia racional. Para poder votar de manera informada, el ciudadano tendría que educarse sobre un sinnúmero de temas, muchas veces complejos, que requieren de bastante información. Pero el costo de hacer eso es alto y la probabilidad de que un voto vaya a influir en el resultado final es sumamente baja. Además, es racional que personas comunes y corrientes ocupen la mayor parte del tiempo en sus quehaceres. En toda democracia, por lo tanto, los votantes suelen ser racionalmente ignorantes.

En la medida en que el Estado crece, la ignorancia de los votantes aumenta, pues la información que tendrían que dominar crece y se suelen tomar decisiones (votaciones) más desinformadas. En la práctica, dado que los ciudadanos votan por un menú de propuestas políticas, los votantes suelen escoger a su candidato solo a base de uno o un par de propuestas que favorecen a pesar de no gustarles el menú entero. No es raro votar por el candidato “menos malo”.

Los incentivos para que crezca el Estado y crear así más retos en la toma de decisiones colectivas son bien conocidos. Tal como elaboró el premio Nobel James Buchanan, el hecho de que uno se vuelve “servidor público” no hace que tal persona pierda intereses propios. Las burocracias y los políticos buscan agrandar sus recursos y su poder. Eso lo hacen a través del incremento de gasto y el control regulatorio. Esto crea el problema de grupos de presión que influyen desproporcionadamente en las decisiones tomadas bajo la democracia. Los beneficios que ellos obtienen son enormes y concentrados, mientras que los costos se dispersan entre la sociedad. La búsqueda de favoritismos puede ser altamente rentable, mientras que el ciudadano de a pie no tiene los recursos ni la organización para afrontar cada prebenda.

La alternativa a la democracia no es el autoritarismo. Pero Kenneth Arrow y otros pensadores nos han ayudado a entender que no hay que santificar la democracia. Más bien, hay que limitar las decisiones colectivas a esas que realmente tienen que ver con bienes públicos. Quiere decir que hay que limitar el poder de los políticos. Por si acaso, la evidencia muestra que cuando se reducen los recursos en sus manos, también se reduce la corrupción.

Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 25 de febrero de 2017.