¿Condenados a la deflación?

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Desde numerosos sectores de la opinión pública comienza a lanzarse la siguiente idea: los países desarrollados se enfrentan a un riesgo de deflación cuya materialización conduciría a una depresión de alcance mundial. Japón ha estado inmerso en esa pesadilla desde 1991 y ahora la amenaza se cerniría sobre Estados Unidos y Alemania. Desde esta perspectiva, la única manera de no deslizarse por la pendiente deflacionario-depresiva sería aplicar una política monetaria muy activa pero esta posibilidad se ve severamente limitada ya que las tasas de interés son muy bajas. De esta manera, el fantasma keynesiano de "la trampa de la liquidez" sale de su tumba y el escenario se agrava de manera extraordinaria. Pues bien, estas "verdades" populares se sustentan sobre bases muy poco sólidas, por no decir gaseosas.

De entrada, una deflación, es decir, una caída continua del nivel general de precios no es ni ha sido siempre un fenómeno negativo ni una causa de depresión de la actividad. En el siglo XIX, esa dinámica fue habitual y, en la mayoría de las ocasiones, benéfica porque reflejaba los grandes aumentos de productividad experimentados por las principales economías industrializadas. Entre 1873 y 1896, los precios registraron un crecimiento negativo en Gran Bretaña y en una buena parte de Occidente (cayeron un tercio a lo largo de ese período), pero ese proceso deflacionista no se tradujo en un descenso de los salarios monetarios, sino en un incremento de su poder adquisitivo, lo que aceleró el crecimiento económico.

La deflación es mala cuando está ligada a un desplome de la demanda agregada, lo que solo es posible si se produce una contracción monetaria. Dicho esto, la posibilidad de que se produzca una deflación-depresión similar a la de los años treinta es remota. La hipótesis según la cual es imposible evitar el descenso a esa sima porque no existe margen para recortar de manera sustancial el precio del dinero carece de sentido. No son los tipos de interés nominales los que indican el verdadero tono de la actuación de los bancos centrales, sino la evolución de la oferta monetaria. Entre 1929 y 1933, las tasas de interés norteamericanas eran bajísimas pero la cantidad de dinero en circulación se redujo en un tercio durante ese período. El resultado fue la Gran Depresión. Por tanto, si la coyuntura exige liquidez, los institutos emisores siempre tienen la posibilidad de inyectarla y los instrumentos para hacerlo.

La explicación de esa aparente paradoja es simple. La demanda de dinero depende de la rentabilidad de una gran variedad de activos. Por ello no es infinitamente elástica en presencia de tasas de interés extremadamente bajas, cero e incluso negativas. Si un incremento de la cantidad de circulante induce a cambios en la composición de las carteras, en los precios relativos del conjunto de valores integrados en ellas, esa medida puede sostener el gasto nominal y la producción. Para que se produzca una "trampa de liquidez," la base monetaria tiene que ser un sustituto perfecto de todos los activos, lo que no sucede (Ver Meltzer A., The Trasmisión Process, Bundesbank, 1992). Ante este panorama, la pregunta es clara: ¿Conviene hacer algo o es necesario dejar a las fuerzas del mercado realizar el proceso de saneamiento? La respuesta es complicada. Observen los casos norteamericano y alemán y saquen sus propias conclusiones.

En Estados Unidos, los potenciales problemas deflacionarios están ocasionados por la necesidad de corregir los efectos de una inflación de activos previa, fabricada con esmero por la Reserva Federal. La espectacular expansión crediticia impulsada por Alan Greenspan redujo artificialmente la tasa de interés, produjo un desmedido e irreal aumento de los valores bursátiles primero y de los reales después, que distorsionó los precios relativos de la economía y llevó a las empresas a acometer proyectos de inversión no rentables en ausencia de crédito fácil. Cuando los estímulos procedentes del "boom monetario" dieron muestras de agotamiento, la situación se volvió insostenible. Las empresas y las familias comenzaron a corregir los excesos cometidos en la etapa expansiva, lo que provocó la recesión del 2001 y está frenando la recuperación de la economía norteamericana porque el ajuste no ha finalizado. En resumen, es un escenario similar al de los años veinte. Ahora bien, la economía norteamericana no es la japonesa. Tiene unos mercados flexibles capaces de responder con rapidez a los cambios. Su sistema financiero es sólido y el mercado de capitales funciona bien. Ninguno de esos elementos existía ni existe en el Japón deprimido de estos años.

El caso germano es diferente. Alemania entró en la Unión Europea Monetaria con un tipo de cambio sobrevaluado. Dada la rigidez a la baja de precios y de salarios de su estructura productiva, esa situación ha conducido de manera inexorable a una coyuntura recesiva, pero es cuestionable si esta tendencia desembocará en una deflación, entre otras cosas, porque las condiciones monetarias existentes en la Eurozona son las más holgadas de los últimos cuarenta años. De cualquier modo, los problemas económicos alemanes, ni siquiera los coyunturales, se corregirán con una actuación más laxa por parte del Banco Central Europeo. El recorte de las tasas de interés de medio punto efectuado por el instituto emisor europeo es improbable que produzca resultados estimulantes. La mezcla de rigidez estructural y de indiciación que atenaza la economía alemana neutraliza los posibles efectos estimulantes de una expansión monetaria que se verían rápidamente compensados por una elevación del nivel general de precios. Para decirlo con mayor claridad, Alemania no puede comprar más crecimiento con más inflación.

En este contexto sería imprudente tomar decisiones precipitadas. Si las actuales dificultades económicas norteamericanas son el producto de la política de dinero fácil de la Reserva Federal, sería poco inteligente dar al alcohólico más whisky. Si la crisis germana es estructural, es inútil y contraproducente pretender solucionarla con estímulos monetarios. Sólo en presencia de una fuerte contracción del circulante tendría sentido actuar y, por el momento, no se da esa condición. Así pues que cada palo aguante su vela.