Caminos de libertad
Carlos Rodríguez Braun reseña El manual liberal de Antonella Marty y Por qué el liberalismo funciona de Deirdre McCloskey.
Entre los méritos del volumen que edita Antonella Marty (Rosario, Argentina, 1992) destaca el subrayar que el liberalismo va más allá de la economía, y su fundamento es el respeto al prójimo, o, como lo resume con destreza Tom Palmer: “los demás no me pertenecen”. Junto al célebre Mario Vargas Llosa hay firmas renombradas entre los liberales, como el mencionado Palmer, y Mauricio Rojas, David Boaz, Eamonn Butler, Ricardo Manuel Rojas, Johan Norberg, Marian Tupy, Alberto Mingardi, Rocío Guijarro, María Blanco, o Alejandro Bongiovanni. Acertó Marty asimismo al incluir a liberales jóvenes como Irune Ariño, Adrián Osvaldo Ravier, o Iván Carrino.
También es joven y brillante Gloria Álvarez, autora del prólogo, vigoroso, y que me sugiere una ausencia de este libro, que son las voces del liberalismo religioso. Sabido es que el liberalismo no es un bloque uniforme, y por eso eché de menos los matices morales que han planteado los pensadores liberales creyentes, en particular los cercanos a la Iglesia Católica.
La autora del epílogo, la profesora Deirdre N. McCloskey (Míchigan, 1942), escribe Por qué el liberalismo funciona destroza las tesis de Thomas Piketty, que ignoran el capital humano y son empíricamente insostenibles. Tampoco se salva Mariana Mazzucato, con su falaz idolatría del papel del Estado en el progreso tecnológico e industrial. McCloskey rechaza todo intervencionismo en el comercio interior y exterior, respalda el dinero privado, y desconfía de recetas como la inversión en infraestructuras. En línea con R. Higgs, recuerda que el supuesto milagro del New Deal nunca existió: de hecho, retrasó la salida de Estados Unidos de la crisis de los años 1930.
No solo desaconseja los rescates con dinero público, sino que critica incluso el chamanismo pseudoinstitucional que hoy es el perejil de todas las salsas y todas las burocracias: “La fórmula actual del Banco Mundial de ‘añada nuevas instituciones legales y mezcle’ no funciona mejor que la vieja ‘añada presas y carreteras y mezcle’”.
Enemiga de Trump, cree acertadamente que el liberalismo no es de izquierdas, pero tampoco de derechas, y que es lo mejor para las minorías, los negros, los indígenas, los homosexuales, los transexuales (como ella misma), y el medio ambiente. Feminista liberal, acusa a los entusiastas del salario mínimo porque atacan especialmente a las mujeres y los jóvenes más pobres y con menos formación. Prueba que el liberalismo consiste en apostar por las personas corrientes, no por los poderosos, al revés de los socialistas de todos los partidos, a quienes llama con gracia lentos o rápidos.
Su crítica a la “clerecía” de artistas, profesores y periodistas antiliberales que reclaman un Estado que organice la sociedad es incansable, y su base filosófica antiutilitarista. Sin embargo, mezclados en un potente discurso liberal, aparecen ingredientes de sabor opuesto, que cualquier socialista inteligente podrá aprovechar.
Le pone adjetivos al liberalismo, como “humano”, propensión cara a algunos liberales que quizá no ponderan el riesgo de entregar munición al adversario: ¿o acaso alguna vez ha visto usted a un progresista aclarando que es humano? Se opone al Estado grande, pero al mismo tiempo declara que “deberíamos aumentar los impuestos sobre el patrimonio y reintroducir los impuestos de sucesión”. También aplaude los impuestos “verdes”.
En suma, la liberal McCloskey satisfará a los socialistas moderados. Les permitirá, en efecto, apoyarse en esa moderación para cuestionar los aspectos que más les irritan del liberalismo, revistiéndolo de frívola y hasta de extremista utopía libertaria. Cerrando un poco los ojos, disfrutarán con ello.
Este artículo fue publicado originalmente en El Cultural (España) el 18 de octubre de 2021.