Botswana y Zimbabwe: Una historia de dos países
por Marian L. Tupy
Marian L. Tupy es analista de políticas públicas del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Por Marian L. Tupy
Este ensayo fue publicado originalmente en la revista The American (EE.UU.) el 14 de mayo de 2008. También puede leer este documento en formato PDF aquí.
“Antes veíamos a Botswana como nuestro primo pobre, pero ahora hacemos todas nuestras compras ahí”, dijo David Coltart, un miembro opositor del parlamento zimbabuo cuando lo conocí hace algunos meses. A los Coltart les va relativamente bien. David tienen una exitosa carrera en leyes y un salario parlamentario que le permite ir a hacer compras en Botswana —inclusive para comprar productos básicos. Muchos de sus compatriotas no tienen esa opción.
Zimbabwe tiene una tasa de desempleo del 80% y de acuerdo al Fondo Monetario Internacional, una tasa de inflación que excede 150.000%. Desde 1994, el promedio de expectativa de vida para las mujeres de Zimbabwe ha caído de 57 a 34 años; entre los hombres esta se ha desplomado desde 54 a 37 años. Algunos 3.500 zimbabuos mueren a la semana debido al HIV, la pobreza y la desnutrición. Medio millón de zimbabuos han muerto desde el año 2000, mientras que 3 millones aproximadamente han escapado a Sudáfrica.
Un país que era llamado la “joya” y la “canasta de pan” de África, es ahora la pesadilla de Orwell. Con la economía en las ruinas y la libertad política erosionada, los medios de comunicación estatales de Zimbabwe luchan en contra una conspiración internacional fantasma ejecutada por poderes Occidentales y conducida por un George Bush “mentiroso”, un Tony Blair “gay”, un Colin Powell “Tío Tom” y “la muchacha descendiente de esclavos negros que obedece a la voz de su amo blanco”, Condoleezza Rice.
Visité Zimbabwe dos veces durante la década de los 90. En ese entonces, el país estaba en medio de una crisis económica causada por un crecimiento lento y un excesivo gasto del gobierno. El Fondo Monetario Internacional intervino con un “programa de ajuste económico estructural” que valía cientos de millones de dólares. En realidad dio pocos frutos. Aún así yo estaba impresionado de ver el grado de retroceso económico de Zimbabwe cuando volví este último noviembre.
Crucé la frontera entre Zimbabwe y Botswana en la unión de Kazangula, a penas a unas millas de las magníficas Cataratas Victoria. Mientras los otros turistas subieron al hermoso Hotel Elephant Hills que ofrecía una grandiosa vista de las cataratas —ahora se encontraba casi completamente vacío— yo permanecí abajo en la ciudad para ver con mis propios ojos el resultado de 27 años de Robert Mugabe en el poder.
La ciudad de las Cataratas de Victoria, que alguna vez fue encantadora y solía llenarse de turistas de todo el mundo, se veía empobrecida y vacía. Cerca de la mitad de las tiendas estaban desocupadas o cerradas. El centro comercial principal parecía más una bodega. Este ofrecía pocos productos extendidos sobre las perchas —un intento obvio de enmascarar la inmensa escasez de bienes de consumo. Un grupo de turistas mochileros, sobre todo jóvenes de Canadá y Australia, divagó alrededor del lugar en búsqueda vana de alimento. Tal como ellos, yo no pude encontrar carne o pan.
Pocos zimbabuos ordinarios se atrevían a hablarme acerca de sus problemas. Los que lo hicieron miraban por encima de sus hombros, preocupados de que alguien de la omnipresente Organización Central de Inteligencia de Mugabe esté escuchando. Ellos tienen razón para tener miedo porque Zimbabwe hoy en día es un estado policíaco donde grupos armados que simpatizan con el gobierno acosan, golpean y matan a los miembros de la oposición con completa impunidad.
Qué distinto, pensé, era Zimbabwe de Botswana, esta última estando a salvo y cada vez más próspera. ¿Pero qué representan estas diferencias asombrosas entre dos vecinos? Resulta que gran parte de esta diferencia se deriva del grado de libertad que cada población disfruta.
Es la economía, ¡tonto!
Botswana, anteriormente el Protectorado de Bechuanaland, ganó la independencia de Gran Bretaña en 1966. Su nuevo presidente, Seretse Khama, un descendiente de la tribu Bamangwato, recibió su educación en la universidad sudafricana Fort Hare y Oxford’s Balliol College. En 1948, se casó con una mujer blanca, Ruth Williams, quien trabajaba en Lloyds de Londres. Su matrimonio fue una dinamita política. A este matrimonio se opuso la tribu tradicional de Bechuanaland y también el gobierno Sudafricano, el vecino del sur más poderoso de Botswana, cuya población blanca había elegido recientemente un régimen que quería aumentar la segregación racial entre negros y blancos. Temiendo una reacción negativa de Sudáfrica, el gobierno británico prohibió la presencia de los Khamas en el Protectorado por casi una década.
El prejuicio racial que la pareja encontró de ambos lados del espectro racial, demostró ser formativo. Cuando algunos regímenes en la post-independencia africana expulsaron a su población blanca, Khama y sus sucesores se esforzaron por encontrar la armonía racial. Como resultado de ello, Botswana se benefició en gran parte del capital humano y financiero de su comunidad blanca grande, la cual constituía 7% del total de la población. El hecho de que Ian Khama, el primogénito del fundador del país se haya convertido en el primer líder mitad blanco de una democracia africana es, sin duda, una señal de que en Botswana hay una relativa tolerancia de la diversidad racial.
Otra gran contribución que hizo el mayor de los Khama a la estabilidad y la prosperidad a largo plazo fue la de mantener la tradición de las reuniones públicas (o kgotlas). Esta era la manera en la que los africanos tomaban decisiones locales y esto sirvió para mantener a la tribu honesta y responsable. La humildad excepcional de los políticos de Botswana es precisamente una de las consecuencias positivas de esta “democracia desde abajo”.
Como Robert Guest de The Economist dijo en su libro The Shackled Continent (2004), “En los último 35 años, la economía de Botswana ha crecido más rápidamente que ninguna otra en el mundo. Y hasta ahora los ministros no se han premiado con mansiones ni helicópteros y hasta se ha visto al presidente haciendo sus compras”. De manera similar, un guardabosque con quien hablé en el Parque Nacional de Chobe recordaba esperar detrás de la Ministra de Educación mientras ella hacía la fila para obtener víveres. Uno de los gerentes de la tienda reconoció a la Ministra y le ofreció el primer puesto de la fila. Ella lo rechazó.
En muchos países africanos, aún en aquellos nominalmente democráticos, los líderes están tan lejos de ser destituidos del escrutinio público cotidiano que ellos se comportan con impunidad y de una manera vergonzosamente depredadora. Por supuesto la libertad de prensa en Botswana juega un papel vital en mantener a sus políticos honestos. Mi visita a Botswana, por ejemplo, coincidió con el último discurso sobre el “estado de la nación” del President Festus Mogae. Uno de los periódicos semanales de la nación de dicho país, Mbegi, publicó en una página entera una respuesta al presidente, escrita por el líder de la oposición, quien atacaba al gobierno por aplicar políticas “laissez faire”. Aunque no compartía con la esencia de sus argumentos, yo sólo estaba feliz de ver su libertad de expresión honrada, especialmente considerando que Botswana ha sido gobernado por el mismo partido político —el partido demócrata de Botswana— desde 1965.
Para mí esto representa probablemente la herencia más importante de la presidencia de Khama: un gobierno limitado y una de las economías más libres de África (En su Informe Anual 2007: Libertad Económica en el Mundo, el Instituto Fraser de Canadá situó a la economía de Botswana a la par de Bélgica y Portugal). Según Scout Beaulier, un economista del Beloit College, “Khama adoptó políticas a favor del mercado de gran envergadura. Su nuevo gobierno prometió impuestos más bajos y estables a la compañías mineras, libre comercio, aumento de libertades individuales y mantenimiento de las tasas de impuesto a las rentas marginales más bajas para disuadir la evasión y la corrupción”.
Pero ¿por qué Khama escogió apoyar el libre mercado y el gobierno limitado en momentos en que el marxismo parecía imparable en otros países africanos? Únicamente puedo suponer que sólo un líder profético como Khama estuvo consciente del fracaso del socialismo africano en 1966, año en que se independizó Botswana. Después de todo, en febrero de 1966 Kwame Krumah, el marxista que fue primer ministro y más tarde presidente de Ghana, fues destituido en un golpe de estado en medio de una depresión económica y represión política. Además, Khama, quien subió al poder pacíficamente, no dependía ni de la Unión Soviética ni de la China Maoísta para el apoyo militar, financiero o intelectual, mientras que muchos movimientos de liberación de África si. De hecho, Khama parece haber tenido consideraciones con el parlamento británico y el derecho consuetudinario.
La apertura económica fue muy beneficiosa para Botswana. Entre 1966 y el 2006, su tasa de crecimiento anual promedio per cápita (ajustada para la inflación y la paridad del poder adquisitivo) subió de $671 en 1966 a $10.813 en el 2005. Desafortunadamente, la tasa de crecimiento del PIB no hizo que suba la expectativa de vida, la cual, en un país devastado por el HIV, ha disminuido de 62 años en 1980 a 35 en el 2005.
La tragedia de Robert Mugabe
Fue con escepticismo que Ian Smith —el último primer ministro blanco de Rhodesia, quien prometió mantener a los blancos en el poder por 1.000 años— accedió a reunirse con Robert Mugabe, el primer ministro electo de Zimbabwe. Después de todo, el líder marxista, ex líder guerrillero, había declarado que haría que Smith sea ahorcado públicamente en la plaza principal de la capital. En lugar de eso, Smith fue recibido con un “cálido apretón de manos y una sonrisa grande”. En sus propias palabras, Smith estaba “completamente desarmado”. Él volvió a casa rápidamente a admitirle a su esposa que quizás estaba equivocado con respecto a Mugabe. “Aquí está este tipo, y él estaba hablando como un hombre sofisticado, equilibrado y sensible. Pensé: Si él practica lo que predica, entonces estará bien”.
Era 1980 y Zimbabwe recién había ganado la independencia de Gran Bretaña. El gobierno de la minoría blanca se había acabado así como también se había terminado un conflicto entre blancos y negros que costó la vida de aproximadamente 30.000 personas. Las elecciones le dieron una mayoría parlamentaria a la Unión de los Pueblos Africanos de Zimbabwe o ZANU (por sus siglas en inglés) de Mugabe, pero Zimbabwe contaba con un sistema judicial independiente y una constitución que protegía los derechos de las minorías. También tenía una de las economías más grandes del continente. Zimbabwe parecía estar destinado a convertirse en una historia de éxito africano.
Las cosas resultaron muy distintas. En 1982, Mugabe contactó a su antiguo aliado Joshua Nkomo de la Unión Africana de Personas o ZAPU (por sus siglas en inglés). Mugabe soltó a sus fuerzas especiales —entrenadas por los norcoreanos— ante los seguidores de Nkomo en Metabeleland, matando a unas 20.000 personas en este episodio. Nkomo fue forzado a acordar una fusión de la ZAPU con el ZANU de Mugabe. A cambio, Nkomo recibió el título del vicepresidente de Zimbabwe en una gran ceremonia.
Vergonzosamente, el mundo occidental no solo ignoró la masacre de matabeles, sino que procedió a mandar a Mugabe cientos de millones de dólares en ayuda externa. Similarmente, la prensa occidental ignoró el ataque de Mugabe a las instituciones democráticas de Zimbabwe. Aparentemente el monopolio implacable del poder de Mugabe era incompatible con la representación simplista del líder zimbabuo que luchaba por la libertad africana.
La megalomanía de Mugabe creció conforme pasaba el tiempo. Omnipresente en las conferencias internacionales en las que dignatarios extranjeros continuaron tratándolo como a una celebridad, él se llegó a verse a sí mismo como un líder mundial importantísimo. Cuando Nelson Mandela, la voz moral del continente africano, ganó las elecciones para la presidencia de Sudáfrica en 1994, esto irritó a Mugabe. Él vio a Mandela como un novato y se rehusó rotundamente a rendirle honores.
Para demostrar su independencia y su fuerza, Mugabe ordenó a los militares zimbabuos intervenir en la guerra civil congoleña. Luego de la fuga de Mobuto Sese Seko de la República Democrática del Congo en 1997, el país derivó en un caos. El nuevo caudillo del Congo, Laurent Kabila, se había enfrentado con una rebelión interna que obtuvo reacciones militares de Namibia, Zimbabwe, Angola, y Chad apoyando a Kabila; y de Uganda, Ruanda, y Burundi apoyando a los rebeldes (Esto también atrajo una variedad de fuerzas mercenarias de alrededor del mundo). El conflicto, que resultó ser el más largo que África sufrió alguna vez, le costó a Zimbabwe 15 millones de dólares por mes y ocupó un tercio de las fuerzas armadas de Mugabe.
Como reconocimiento por la ayuda de Mugabe, Kabila premió al presidente zimbabuo y a sus generales con concesiones mineras en la parte sur del Congo (principalmente las provincias Kananga y Kasai). El jefe máximo de los militares zimbabuos, incluyendo al General Vitales Zvinavashe, comandante de las fuerzas armadas, hicieron pequeñas fortunas y desarrollaron un gusto por la riqueza que más tarde Mugabe encontraría tan difícil de satisfacer.
En casa, sin embargo, la guerra era escasamente popular, y la población de Zimbabwe, la cual cargaba con los costos de las fuerzas armadas, depositó todo su apoyo en el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC, por sus siglas en inglés), liderado por un ex jefe sindical llamado Morgan Tsvangirai. Fue el movimiento de Tsvangirai que, en un referendo en 1999, derrotó los planes de Mugabe de modificar la constitución y extender su gobierno. Furioso por su derrota, Mugabe se descargó con los agricultores comerciales blancos, de quienes sospechaba que habían financiado al MDC.
Durante los años siguientes, casi 4.000 haciendas de propietarios blancos de todo el país fueron invadidas por escuadrones organizados por el estado. Algunos agricultores que se resistieron a perder sus tierras fueron asesinados, mientras que otros escaparon al extranjero. Mugabe declaró que dichas posesiones se las daría a las masas sin tierra. De hecho, las mejores tierras se las entregó a sus camaradas, que continuaron enriqueciéndose con tanto entusiasmo que Mugabe tuvo que suplicarles: “escojan una [hacienda] y dejen el resto para el gobierno”.
No obstante, los nuevos propietarios mostraron pocas habilidades para la agricultura. El sector agrícola pronto se derrumbó, y con esto la mayor parte del ingreso fiscal de Zimbabwe y sus reservas de moneda extranjera. Así mismo ocurrió con aquellas partes de la economía que procesaban los productos agrícolas y también con el sector bancario, el cual dependía de las haciendas como colateral para hacer préstamos. Para cumplir con sus obligaciones con acreedores domésticos y extranjeros, el gobierno ordenó al Banco de la Reserva de Zimbabwe (RBZ) imprimir más dinero, provocando así la primera hiperinflación del siglo XXI.
Durante mi visita a Zimbabwe en noviembre de 2007, la tasa de cambio del mercado negro entre el dólar estadounidense y el dólar zimbabuo era 1 a 1,3 millones. Hacia abril de 2008, el tipo de cambio había elevado de un dólar estadounidense a 200 millones de dólares zimbabuos. En noviembre de 2007, el billete más grande valía 200.000 dólares zimbabuos. En abril de 2008, el RBZ comenzó a imprimir billetes de 250 millones de dólares zimbabuos. Sin embargo, hasta ese mes, la tasa de cambio oficial se mantenía en un dólar estadounidense a 30.000 dólares zimbabuos. Algunos miembros de la élite estatal se enriquecieron comprando moneda extranjera del RBZ en tasas de cambio oficiales y luego vendiendo en el mercado negro, metiéndose al bolsillo la diferencia.
El efecto dominó que el embargo de las haciendas creó se convirtió en un tsunami que, en unos años, arrasó con aproximadamente 60 años de mejoras económicas graduales. La respuesta de Mugabe a la economía decreciente era la de aumentar el patrocinio estatal y la intensidad del saqueo. Mugabe, el dictador que viste trajes de Savile-Row y Grace, su esposa que “compra hasta desmayarse”, le pagaron a una empresa serbia de construcción $12 millones por una casa de 25 dormitorios en un suburbio elegante de Harare con dos lagos artificiales y un pequeño ejército de guardaespaldas. Su gobierno ahora consiste de 45 ministros y vice-ministros —incluyendo al “ministro de la información y la publicidad"— a cada uno de los cuales se les otorga el derecho a una variedad de beneficios como SUVs y haciendas (que antes eran propiedad de blancos).
El gobierno continuó con un frenesí de compras en el 2006 y otro en el 2007, proporcionando unos cientos de vehículos importados a policías, comisarios asistentes, y tenientes de ejército (Asegurarse la lealtad del ejército y de la policía no es barato). Con la economía en las ruinas y la moneda prácticamente sin valor, Mugabe anunció un programa de “indigenización”: el gobierno confiscaría todas los paquetes de acciones mayoritarios en todas las empresas privadas cuyos dueños sean zimbabuos no negros. Al parecer, esas acciones se asignarían a zimbabuos negros. En realidad, seguramente serán distribuidas entre representantes gubernamentales y entre el personal del ejército y de la policía, cuyo apoyo era indispensable para el régimen de Mugabe.
En noviembre del 2007, dos meses después de que la medida de indigenización fue adoptada por el parlamento zimbabuo, Mugabe declaró su intención de confiscar el 25 por ciento de las acciones en todas las empresas de minería no gubernamentales. Era de esperarse que Zimbabwe caiga en el ranking de libertad económica. El Informe Anual 2007: Libertad Económica en el Mundo, por ejemplo, situó Zimbabwe en el último puesto de las 137 economías consideradas.
El 29 de marzo de 2008, Zimbabwe tuvo elecciones parlamentarias y presidenciales. Como la mayoría de la gente esperaba, las elecciones estaban arregladas a favor de Mugabe. El país no tiene libertad de prensa ni de expresión o asociación. Antes de las elecciones, los miembros de la oposición fueron perseguidos, golpeados, y, en algunos casos, torturados. Notablemente y a pesar de toda la intimidación, de las voletas extras que el gobierno imprimió antes de las elecciones y de las decenas de miles de muertos que “votaron” a favor de Mugabe y su ZANU-PF, el partido de oposición ganó.
Sin embargo, Mugabe se rehúsa a irse. Ignorando el rechazo público de sus políticas económicas y de la corrupción de sus altos funcionarios, Mugabe ha activado su aparato estatal represivo contra la oposición, conduciendo a muchos de sus líderes al exilio. Mientras escribo, la situación política y económica en Zimbabwe se está deteriorando todavía más y aún podría derivar en una violencia incontrolable.
Después de Mugabe
Al regresar a Botswana en noviembre pasado, los turistas a quienes acompañé en el viaje a las Cataratas de Victoria parecían contentos. Las tiendas en Zimbabwe pueden haber estado vacías, pero el país continuaba colmado de una belleza natural asombrosa. A diferencia de otros viajeros, me sentí aliviado de no ver más el estado policíaco que hacía imposible que las personas hablen libremente entre si: un estado donde el tomar una foto de un supermercado vacío podría llevarlo a uno a la cárcel. Me entristeció ver que otro país africano ha fallado en cumplir con su promesa y sigue sumido en la pobreza, pero también tuve esperanzas al pensar en Botswana: una democracia cada vez más próspera donde los ciudadanos disfrutan de seguridad y estabilidad política.
En su libro South Africa: The First Man, The Last Nation (2004), R.W. Johnson, antiguo profesor de la Universidad de Oxford, indica que los movimientos nacionales de liberación en África generalmente no dejan el poder por voluntad propia. Los hombres que ganan el poder por medio de las armas tienden a desarrollar una actitud de propietarios y a tratar a sus países como feudos privados. Mugabe representa una generación de líderes africanos que subieron al poder por medio de las armas. La mayoría de las veces los hombres así mueren en el poder o son destituidos a la fuerza.
A sus 84 años de edad, Mugabe es un hombre mayor y algunos creen que cada vez más senil. Él podría morir en el poder o ser destituido a la fuerza. Dentro de las comunidades de zimbabuos desplazados de sus hogares ya se rumoran planes de escape y exilios cómodos en Malasia o Namibia. Se rumora también de cuentas bancarias en el Lejano Oriente llenas de tesoros. De cualquier manera, Mugabe se habrá ido algún día. Cuando eso suceda, el nuevo líder de Zimbabwe debería mirar hacia la frontera oeste donde se encuentra Botswana. Ahí verá que la libertad y la prosperidad son posibles —inclusive en África.