Avatares para definir la propiedad

Alfredo Bullard y Cecilia O'Neill reseñan la popular película Avatar desde el Derecho y concluyen que el verdadero villano en la vida real no son los empresarios ni los nativos sino "la falta de reglas".

Por Alfredo Bullard y Cecilia O'Neill

Cecilia O’Neill es abogada del estudio Rodrigo, Elías & Medrano Abogados (Perú) y obtuvo su maestría en Derecho en la Universidad de Pennsylvania.

La ficción futurista de James Cameron, director y guionista de Avatar, repite un argumento que ha tomado miles de formas en la historia del cine: la contraposición del débil, natural, ambientalista, místico, espiritual y desinteresado, representando el bien, frente al fuerte, empresarial, capitalista, rico, materialista e interesado, representante del mal. La creación de un universo imaginario (idioma extraterrestre incluido), y el impresionante ropaje visual y tecnológico con el que se ha vestido el relato,  no cambia la esencia de los personajes y la base de la trama. La batalla es desigual. El abuso genera la indignación del espectador, que sufre con impotencia los resultados iniciales de la lucha entre el grande y el pequeño, y alimenta un deseo de venganza y revancha que espera llegue a satisfacerse con la victoria de los débiles.

En síntesis, la película cuenta la historia de los habitantes del planeta Pandora, unos nativos humanoides azulados que han llegado a alcanzar un asombroso nivel de integración con la naturaleza, que es a la vez su hábitat y deidad. Los seres humanos, que aparecemos como los extraterrestres invasores, estamos maquiavélicamente representados por una poderosa empresa minera que, para explotar un valioso mineral que se encuentra en el planeta, debajo de los pies de los pandorianos, no tiene escrúpulos en contratar a soldados mercenarios dispuestos a matar a quien se interponga para evitar que florezca el negocio.

Quizás eso explica la elección del nombre del planeta cuyos habitantes son víctimas de los abusos humanos: “Pandora”. Aunque no hay una explicación coincidente sobre su significado, algunos sostienen que Pandora, creada por Zeus, abrió un ánfora que contenía todos los males y por tanto liberó todas las desgracias humanas. Una pena que la cerró precisamente antes de que salga la esperanza.

Los avatares son cuerpos artificiales, creados con ingeniería genética, que permiten colocar la mente de los terrícolas en el cuerpo de los alienígenas pandorianos (en un recurso similar y claramente inspirado en The Matrix). De esa forma los terrícolas invasores llegan a conocer la cultura de los nativos, sus costumbres y sus intenciones. Los avatares son el resultado de la mezcla de un proyecto científico y un acto de espionaje e infiltración.

Es interesante la fuerza simbólica del personaje principal (que en realidad se convierte en dos), pues refleja el conflicto presentado por el director: se trata de un veterano de guerra, que no por minusválido deja de ser ambicioso, que acepta estar del lado de las fuerzas del “mal” (los empresarios) pero al que se le crea un alter-ego, un avatar con la forma física de un nativo alienígena que convive con la pureza natural de la tribu. Curioso que el antihéroe sea un minusválido, pues al adoptar la forma física de un ágil nativo redime sus propias limitaciones y se reconcilia con su cuerpo.

Este personaje dual representa el conflicto entre la deleznable ambición capitalista y un comunismo primitivo y puro, que previsiblemente (porque Cameron y el estereotipo así lo mandan) se resuelve a favor del último.

La historia está presente en películas de todas las épocas y géneros: Tiempos Modernos de Chaplin, que retrata las condiciones desesperadas de empleo derivadas de la industrialización y producción en masa; La Estrategia del Caracol de Sergio Cabrera, que cuenta la historia de los ocupantes precarios a quienes el dueño bota de su casa;  las batallas de los Jedis en Star Wars; la insensible empresa que sacrifica a su tripulación para capturar a los Alien; La Corporación, documental que analiza la conducta social de las empresas usando criterios psiquiátricos aplicables a los individuos.

En fin, la misma estructura dramática —y lo que es más importante— el mismo trasfondo temático se repite una y otra vez. Muchas veces con buenos resultados artísticos, pero muchas más veces con buenos resultados en taquilla. Total, si se quiere cautivar al público masivo, nada mejor que el maniqueísmo para ser reproducido en pantalla.

Y es que son muy raras las películas en las que el empresario o el individuo emprendedor es el héroe de la historia. Quizás El Manantial de King Vidor, basada en el libro y el libreto de Ayn Rand, sea una de las pocas excepciones que confirman la regla. Historias con empresarios como héroes no parecen muy atractivas ni creíbles, al menos en la pantalla grande.

En la fórmula común, de la que Avatar es tributaria, el juego de la inversión empresarial se presenta como uno de suma cero, pues si la minera invasora del planeta “Pandora” gana dinero, es porque los nativos del planeta pierden sus tierras, su medio ambiente y su futuro. Unos ganan y otros pierden. El mensaje está muy lejos de la fórmula win-win, en la que todos los involucrados pueden ganar del intercambio.

Parece que en la percepción humana, en base a las cuales los cineastas trabajan sus historias, los juegos de multiplicación o win-win (esenciales a la lógica de mercado) son difíciles de percibir como tales y los directores de cine son conscientes de esa dificultad. Alguna teoría de la psicología de masas debe haber para explicar por qué impactan mucho más las historias con antagonistas tan opuestos que obligan al espectador a aliarse con uno de ellos y tomar partido por su causa. A lo mejor tiene que ver con la necesidad de vivir historias fantásticas que sin dejar de ser verosímiles, nos permitan escapar de la vida real, que como todos sabemos, está llena de grises. Preferimos y captamos mejor los juegos de suma y resta, de operaciones matemáticas más simples, en las cuales lo que uno gana es indefectiblemente el producto de lo que el otro pierde. La justicia en las películas suele ser redistributiva, aunque la vida real no necesariamente lo sea.

Por supuesto que Cameron tiene derecho de hacer lo que hace. Para eso es el autor de la obra, el dueño de la historia y puede libremente expresar sus ideas. Interesante que para crear al villano no tenga que construir un monstruo extraterrestre o invocar al opositor político del momento (en su momento los temibles soviéticos post guerra fría, y ahora los salvajes árabes post 11 de septiembre). La cosa es más simple: basta con un empresario, que supuestamente es malvado por definición. Como no podía ser de otra manera, para profundizar el efecto los nativos extraterrestres, privados de sus tierras, tienen que ser ingenuos, primitivos y llenos de ideales altruistas, sin ambiciones materiales y ligados a la naturaleza por una especie de religión, parecida a la Fuerza de Star Wars.

Esos son recursos válidos a ser usados por el relator de una historia. Finalmente es legítimo poner cicatrices a los piratas (o al coronel mercenario de Avatar), o hacer guapos a los héroes y hermosas a las heroínas si quiero dejar claro a qué bando pertenece cada uno. Ojo, en Avatar sólo hay dos bandos: el de los buenos y el de los malos. El problema es que esos estereotipos tienden a generalizarse hasta llevarnos a creer que la bondad y la belleza van tan de la mano como la maldad y la fealdad. Pero sabemos que en el mundo real eso no se cumple y es probable que no haya ninguna relación estadísticamente demostrable entre feos y malos o entre lindos y buenos.

Empresarios malos y nativos buenos es un esteriotipo igualmente artificial. Hay mineras que merecen tener a sus funcionarios presos, y hay otras que actúan responsablemente conciliando la legítima generación de riqueza con el respeto al medio ambiente. También hay nativos que merecen ir a la cárcel (si no, recordemos lo que hicieron a los policías en Bagua) y otros que pueden llevar a cabo actos tan heroicos como los del personaje central de Avatar (en su rol de nativo).

En el mundo real las cosas no son tan simples como se plantean en Avatar (no por eso deja de ser una película recomendable). Lo bueno y lo malo provienen de estructuras institucionales más complejas, demasiado difíciles de explicar si se quiere lograr un éxito de taquilla. Una herramienta para entender esas complejidades es el Derecho. Y precisamente Avatar nos podría mostrar (e indirectamente nos muestra) lo importante que puede ser el Derecho. Avatar dibuja, a fin de cuentas, un mundo en el que la propiedad privada está ausente. No nos animamos a decir que en Pandora no hay Derecho con mayúsculas, pero sí creemos que no hay derecho con minúsculas (al menos, a la propiedad privada). Y como suele ocurrir con las guerras externas, el sistema jurídico no sirve para resolver el conflicto, de modo que la atribución de los recursos depende enteramente del uso de la fuerza y de cómo se resuelve el dilema entre invasores e invadidos y entre vencedores y vencidos.

Los nativos alienígenos carecen de propiedad sobre sus tierras, como los empresarios de titularidad para tomarlas. Surge el tantas veces repetido conflicto entre la propiedad de la superficie y los yacimientos minerales que se encuentran en el subsuelo. Y el conflicto surge sin regla legal que nos diga cómo resolverlo. En el mundo ficticio de Cameron la solución legal no existe. Pero esa no es su culpa. Si la hubiera creado se quedaba sin libreto, sin historia y sin éxito de taquilla. Hubiera sido muy aburrido filmar una negociación para definir si los pandorianos venden sus tierras y el derecho a explotarlas. Este tipo de finales felices son demasiado aburridos para películas de alto presupuesto.

Avatar, con su brutal conflicto entre la ambición empresarial y el ambientalismo naive de los residentes de Pandora, permite al ojo observador descubrir que en ese planeta el Derecho podría evitar una guerra tan sangrienta e inconducente. La primera alternativa jurídica para resolver el problema es la que existe en el Perú: los recursos naturales son patrimonio de la Nación, lo cual explica que, por ejemplo, el Estado celebre contratos de licencia para explotar hidrocarburos o imponga servidumbres forzosas para propiciar proyectos mineros. Asumamos que esta solución no es la óptima, pues lo lógico sería que quien es dueño de sus tierras lo sea también de lo que está abajo, sean piedras o gas, como ocurre en un sistema como el anglosajón, en el que el dueño de la superficie lo es también de los recursos naturales que se encuentran en su territorio.

El siguiente paso será entonces imaginar una solución alternativa. Ésta podría ser que en Pandora (como en el mundo real) los nativos fueran propietarios de la tierra que ocupan, con todo lo que hay bajo ella, de modo que la minera tendría que negociar con ellos su uso u olvidarse de su proyecto. No habría forma de tomar las tierras de las comunidades sin su consentimiento o con artilugios legales. Si sus valores ancestrales y su unión con la naturaleza lo justifican, nada los llevará a vender. Usamos “vender” como término de referencia para el intercambio, pero evidentemente, el pago de un precio en dinero no necesariamente será la moneda de cambio para la transacción win-win.

Acá empiezan las discrepancias entre los autores de esta nota (sobre las que por razones de espacio no podemos profundizar). Para Alfredo, si los valores ancestrales y su comunión con la tierra justifican la negativa a la venta, los nativos no van a vender. Y eso estaría bien. El Estado estará allí para proteger esa legítima opción. La minera no hubiera tenido que contratar mercenarios, sino negociadores. Y reglas claras —y ejecutables— hubieran reducido los costos de transacción para vender o para quedarse con sus bienes. Pero como no hay propiedad, el atropello no tiene sanción.

Nada más lejos de lo que ocurre en el Perú, donde el Estado, reconociendo la propiedad de las comunidades nativas, ha “expropiado” el subsuelo que naturalmente les debería pertenecer, atribuyéndolo a la Nación. Por tanto puede forzar (ya no con armas sino con leyes) a que los propietarios de la superficie permitan la explotación, en contra de su voluntad, de los recursos que se encuentran sobre o debajo de sus tierras. Allí el conflicto en Avatar se parece al de Bagua, pues en ninguno de los dos casos  los nativos son dueños de lo que debería ser suyo. El único matiz es que en Pandora no hay derecho de propiedad y en el Perú sí lo hay pero mal definido.

Para Cecilia en cambio, la propiedad privada sí admite limitaciones, excepcionales, por cierto, que justifican la expropiación. Estas excepciones no se restringen a la expropiación de bienes privados para la consecución de bienes públicos únicamente, que como las carreteras, no presentan rivalidades en el consumo y permiten un uso no excluyente. Cecilia entiende que cuando se crea propiedad privada la exclusividad no sólo es buena, sino que debe ser el principio. Sin embargo, admitir como única excepción al régimen absoluto de la propiedad privada las expropiaciones que proveerán de bienes públicos, o lo que es más grave, no admitir jamás las expropiaciones, conduciría a situaciones extremas, como la posibilidad de que el dueño de un terreno impida la construcción de una central de generación hidroeléctrica de 500 MW, en ejercicio legítimo de su derecho de propiedad, oponiéndose al establecimiento de servidumbres (incluso forzosas) que permitan la explotación de una estratégica caída de agua.

Claro, es fácil encontrar situaciones límite, como el caso de la Cordillera Escalera, en que el Tribunal Constitucional ha paralizado un enorme proyecto de exploración de hidrocarburos, autorizado por el propio Estado, para preservar zonas reservadas por su gran importancia medioambiental. Lo grave de esta situación no es tanto la “expropiación” del derecho a explorar, conferido previamente por el Estado, sino más bien el no pago de un justiprecio por los daños generados por el propio Estado al frustrado inversionista.

En síntesis, los autores de esta nota coinciden en que la falta o el defecto en la definición de titularidades (y de sus excepciones) convierte efectivamente el juego de un win-win a uno de suma cero, donde para ganar no hay que negociar con el otro, sino aplastarlo.

En el mundo real lo blanco y lo negro, el mal y el bien, no son creados por estereotipos, sino por reglas. “Buenas cercas hacen buenos vecinos”. Las reglas legales claras concilian la inversión con el bienestar. Avatar, vista de esa manera, puede transmitir significados muy distintos: los tiranos o los villanos no son los empresarios ni los nativos. El verdadero villano, el verdadero tirano, es la falta de reglas; y los verdaderos responsables son aquellos llamados a crear un verdadero estado de derecho, que han fracasado por décadas en el intento. Una pena que no sea fácil llenar una sala de cine contando la historia de esa manera.

Este artículo fue publicado originalmente en Enfoque Derecho (Perú) el 1 de febrero de 2010.