Argentina xenófoba

Alberto Benegas Lynch (h) dice que "Las fronteras nacionales son al solo efecto de descentralizar el poder y evitar los peligros monumentales de un gobierno universal. Pero tomarse esos dibujos geográficos fruto de la acción bélica y de desplazamientos geológicos como algo serio que separa a los humanos en categorías me parece un despropósito mayúsculo y de una insensatez superlativa".

Por Alberto Benegas Lynch (h)

Personalmente encuentro interés en mis debates con muchos socialistas de diversos matices debido a que me obligan a ejercitar argumentos de diversa índole, pero confieso que la confrontación con nacionalistas me causa un aburrimiento colosal puesto que francamente no encuentro nada que me haga mover las neuronas. Las letanías del “ser nacional” y demás tropelías avasalladoras me envuelven en bostezos homéricos irrefrenables.

Las fronteras nacionales son al solo efecto de descentralizar el poder y evitar los peligros monumentales de un gobierno universal. Pero tomarse esos dibujos geográficos fruto de la acción bélica y de desplazamientos geológicos como algo serio que separa a los humanos en categorías me parece un despropósito mayúsculo y de una insensatez superlativa. Incluso los que declaman el amor al prójimo se transforman en bestias peligrosas cuando hay un conflicto limítrofe o se trasponen barreras alambradas al ingresar bienes de otras procedencias. Se traen medio mundo a cuestas cuando viajan (algunos de cuyos productos los ocultan en los lugares más increíbles del cuerpo) pero les parece bien esas Gestapos modernas denominadas “vistas de aduana” que desaprensivamente revisan los artículos más íntimos de las personas como si estuvieran realizando el servicio mas sublime a la patria, cuando en verdad están sugiriendo que es malsano ingresar productos mejores y más baratos (cuando no reclaman abiertamente cohecho).

En Argentina, el 30 de agosto del corriente año, el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (INCAA) publicó en el Boletín Oficial un nuevo régimen de “cuota de pantalla” profundizando en grado sumo lo pergeñado en 1973 en pleno asalto a las libertades individuales. Se trata —nada más y nada menos— de limitar por la fuerza del aparato estatal las exhibiciones de producciones cinematográficas extranjeras en salas argentinas.

Esta medida que cuenta con el reiterado beneplácito de los capitostes del Poder Ejecutivo, constituye una de las manifestaciones más trogloditas que puedan concebirse. Es una clara demostración de no entender que significa la cultura que, por definición, no tiene color nacional y es por naturaleza cosmopolita. No hay tal cosa como las matemáticas australianas o la física noruega. La cultura —la manifestación de cultivar el espíritu— es independiente de la geografía.

Mario Vargas Llosa ilustra el punto magníficamente en “El elefante y la cultura”: “Resumamos brevemente en que consiste el nacionalismo en el ámbito de la cultura. Básicamente, en considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país […] Luchar por la `independencia cultural`, emanciparse de la `dependencia cultural extranjera` a fin de `desarrollar nuestra propia cultura` son fórmulas habituales en la boca de los llamados progresistas del Tercer Mundo. Que tales muletillas sean tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales, no es obstáculo para que resulten seductoras a mucha gente, por el airecillo patriótico que parece envolverlas […] En realidad no existen culturas `dependientes` y `emancipadas` ni nada que se le parezca. Existen culturas pobres y ricas, arcaicas y modernas, débiles o poderosas. Dependientes lo son todas, inevitablemente […] Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos”.

Lo que se ha promulgado en la Argentina en la materia señalada es a todas luces una vergüenza para la cultura universal en general y para el cine argentino en particular. Es como si el imponer una coraza frente a manifestaciones de arte que la gente prefiere adquirir de otros lares constituyera una muestra de enriquecimiento para el alma. Hace tiempo escribí un largo ensayo en una revista académica chilena (Estudios Públicos) titulado “Nacionalismo: cultura de la incultura” (que puede localizarse en Internet), en el que puntualizo los desaguisados y esperpentos de la cultura alambrada y el consiguiente empobrecimiento cultural y material al que inexorablemente se somete a los pueblos que padecen semejante atropello en sus libertades de elegir preferencias estéticas, intelectuales y crematísticas.

Como ha señalado Dante en La Divina Comedia, los círculos más castigados son aquellos en los que se compromete la suerte de otros. Por eso los primeros círculos —menos rigurosos en sus penas— están dedicados a males autoinfringidos pero, como queda dicho, los segundos son más tremebundos e imperdonables debido a que, como en el caso argentino, se involucra a terceros de modo compulsivo.

Desafortunadamente muchos son los argentinos que confunden patriotismo con patrioterismo, chauvinismo y xenofobia. Hace unos años este fenómeno más bien zoológico se puso de relieve con la invasión a las Malvinas (la plaza de Mayo estaba repleta aunque hoy parece que nadie estuvo allí) y con el entonces lamentable conflicto limítrofe con Chile (después del laudo arbitral), del mismo modo que hoy se propone la retardataria, reaccionaria, troglodita y nada original legislación que limita la adquisición de tierras por parte de quienes nacieron en otras partes del planeta renegando así de nuestros antepasados que también nacieron en otras tierras, puesto que la norma de marras considera sospechoso a quien no es nativo (una discriminación inaudita, una afrenta a la Constitución y una apología a la barbarie más primitiva) . ¡Para colmo de aberraciones estruendosas, ha trascendido que el inaudito secretario de comercio interior tiene en carpeta un proyecto para gravar libros importados!

En no pocos argentinos se viene arrastrando de tiempo inmemorial una gruesa contradicción: festejan con desmesurada algarabía las fechas de la independencia llenándose el pecho con escarapelas y adornando sus inmuebles con banderas, pero al mismo tiempo son españolistas en el peor sentido de la expresión, es decir,  admiradores del régimen colonial, mercantilista y explotador. En una línea argumental semejante, Juan Bautista Alberdi ha expresado que “dejamos de ser colonos de España para ser colonos de nuestros propios gobiernos”.

Para entender más claramente de que estamos hablando en el contexto de la nueva medida argentina referida al cine, es oportuno reproducir una vez más las reflexiones de Aldous Huxley sobre el significado de nación: “No podemos decir que un país es una población que ocupa un área geográfica determinada, porque se dan casos de países que ocupan áreas vastamente separadas [...] No podemos decir que un país está necesariamente relacionado con una sola lengua, porque hay muchos países que la gente habla muchas lenguas [...] Tenemos la definición de un país como algo compuesto de una sola estirpe racial, pero es harto evidente que esto resulta inadecuado, aun si pasamos por alto el hecho que nadie conoce exactamente que es una raza [...] Por último, la única definición que la antigua Liga de Naciones pudo encontrar para una nación era que es una sociedad que posee los medios para hacer la guerra”.

Estas nuevas manifestaciones de atraso cultural que ha puesto de relieve el gobierno argentino se traduce en un sonoro y abierto sopapo a la noción más primaria y elemental de progreso intelectual que necesariamente opera en un clima donde las puertas y ventanas están abiertas de par en par, en el que el conocimiento es siempre provisorio sujeto a posibles refutaciones. Al contrario, ahora el aparato estatal argentino ha decidido tratar a la cultura y al arte como si fuera un juego de paleta ejecutado por autistas contra un paredón que no deja ver ni comparar en el grado necesario otras perspectivas y facetas culturales. Un juego muy peligroso por cierto en el que todos los pueblos que sufrieron este autoritarismo fueron irremisiblemente condenados al atraso más escandaloso, cual es el atraso del espíritu.

Además, como si esto fuera poco, respecto del cine, hoy en día resulta posible bajar de Internet cualquier producción cinematográfica que le venga en gana al consumidor que no comparta los dictados de la legislación de copyrights tal como es el caso de pensadores como el distinguido premio Nobel en economía Friedrich A. Hayek (también en Internet se puede leer otro ensayo mío sobre este tema controversial publicado originalmente por la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires).

La xenofobia surge de la escalofriante subestimación de los aportes de personas ubicadas más allá de las fronteras, con lo que se pierde un caudal fenomenal de conocimientos. Si bien es cierto que todos somos ignorantes infinitos, la xenofobia pone de relieve una ignorancia agresiva, arrogante, obcecada, cruel e irremediable. Todos quienes enseñamos desde hace mucho tiempo sabemos que la regla primera a trasmitir consiste en aprender a aprender lo cual, entre otras cosas, significa saber seleccionar lo que resulta relevante a lo investigado frente a todo el material del universo posible y saber compaginar una lectura adecuada y descifrar el significado de lo seleccionado. Pues bien, el xenófobo le da la espalda a esta colosal aventura del pensamiento y se asimila a una máquina de deglutir oportunidades de incorporar conocimientos. Aunque suene dramático —en verdad lo es— el xenófobo es un asesino de la cultura.

Estos esperpentos nacionalistas son dogmáticos e impenetrables. No pueden mantener siquiera una conversación porque revelan una cerrazón superlativa: Borges nos dice que un buen ejemplo de conversador era Macedonio Fernández debido a que terminaba sus observaciones con puntos suspensivos para que el contertulio retomara el diálogo, mientras que Leopoldo Lugones (nacionalista el) era asertivo, terminaba sus disquisiciones con un punto y aparte “para seguir hablando con el había que cambiar de tema”. (En otro orden de cosas Lin Yutang escribe en La importancia de vivir que el arte de conversar se estropea cuando desaparecen los hogares de leños tan propicios para pensar en voz alta…esto último —decimos nosotros— imposible de lograr con algún grado de fertilidad en las tapiadas mentes de los xenófobos).

Otra de las típicas manifestaciones del nacionalismo cavernario es la insistencia en contar con una moneda nacional “como reflejo de soberanía” (en la misma línea argumental, tan absurda como contraproducente, permite aludir a los tomates nacionales o a las moscas nacionales). En sentido contrario —siguiendo las advertencias de Madison en El federalista número 44 sobre la “pestilencia del papel moneda”— originalmente el Congreso estadounidense promulgó, según mandato constitucional, la US Coinage Act de 1792 por la que se ocupó de definir el contenido preciso de los metales universales oro y plata como respaldo monetario, deliberadamente haciendo que el billete careciera de sentido sin la referida conversión y ocupándose de darle preeminencia a las monedas acuñadas en los antedichos metales, lo cual hicieron de modo similar muchos otros países mientras se mantuvieron civilizados —incluyendo Argentina sustentada en sabias afirmaciones de Alberdi, por ejemplo, en Estudios económicos: “la libertad es el contraveneno del papel moneda”— pero abandonos posteriores condujeron a la actual copiosa bibliografía que apunta a independizar completamente la moneda del aparato estatal como defensa indispensable contra los manotazos gubernamentales).

Una muy acertada consideración del decimonónico Benjamin Constant viene a cuento puesto que resume el problema expuesto en esta nota periodística. La célebre pluma de Constant consigna que “Pidámosle a la autoridad que se mantenga dentro de sus límites. Que ella se dedique a ser justa; nosotros nos encargaremos de ser felices”. Muy cierto en aquella época y mucho más cierto en los tiempos que corren, estamos hartos de megalómanos que vociferan como debemos manejar nuestras vidas. Cierro esta nota con otros dos pensamientos ilustrados sobre la tan cacareada cuestión de alardear de patriotas por parte de acomplejados que se aferran a la clausura de fronteras: Samuel Johnson en cuanto a que “alegar patriotismo como argumento es el último refugio de un canalla” ya que, como bien explica George Mason,  en definitiva,  “el verdadero patriota es el que lucha por limitar a su propio gobierno”.