Argentina, el país de los vivos y los giles
Yamila Feccia dice que aunque el gobierno de Mauricio Macri haya normalizado la política argentina, todavía se enfrenta a ciertos valores impregnados en la cultura argentina que hacen que la sociedad sea proclive a caer en gobiernos populistas.
Por Yamila Feccia
La expectativa de un cambio radical en la conducción de la política argentina tras la asunción de Mauricio Macri se está viendo opacada por la ansiedad de despegue de la economía y por el tire y afloje de todos los sectores. El escepticismo de los argentinos reposa en los meteorólogos económicos y las estimaciones preliminares que sostienen que el 2017 será el año de despegue. Sin embargo, en un país como Argentina hacer un análisis considerando solamente las variables económicas es pecar de imparcial. Argentina tiene un problema tan complejo como los desequilibrios macroeconómicos que arrastra desde hace varias décadas, estos son: los valores que la determinan. Muchas veces los factores culturales limitan o cierran posibilidades, y hoy por hoy el país conlleva algunas raíces ulceradas que lo condicionan a una inestabilidad constante.
Es cierto que Cambiemos normalizó la política argentina, donde se dejó atrás el saqueo salvaje e inescrupuloso del sector público de años anteriores, y hoy se respira un clima de debate como en un país normal. Sin embargo, la historia argentina nos muestra que para sacar a un país adelante y poder llegar a ser lo que pretendemos con buenas intenciones no alcanza. Esa misma historia nos ayuda a entender por qué los argentinos tenemos cualidades que nos vulneran al populismo y que además son caldo de cultivo para demagogos que segregan el veneno de la corrupción y apelan a esos valores para captar votos y mantenerse en el poder.
Esos valores que demandan el populismo fueron sembrados hace más de un siglo pero reactivados 70 años atrás. En 1945 el General Juan Domingo Perón vino a despertar las esperanzas dormidas de muchos argentinos y a fertilizar valores y conceptos distorsionados que terminaron enraizándose en la cultura. De esta manera reavivó muchos defectos y creó otros nuevos. Así fue cómo se empezó a descalibrar el mapa mental de los argentinos, adquiriendo un concepto equívoco del rol del Estado. Comenzamos a cultivar la cultura del estatismo, intervencionismo, proteccionismo, distribucionismo y muchos ismos más. Por ejemplo se instituyó la creencia de que el Estado sería el responsable de proveer y solucionar todo, incluso de corregir la desigualdad a través de la redistribución de recursos, como si la riqueza fuese un dato y no un resultado.
Para ser un poco más específicos a la hora de hablar de los valores que pesan al crecimiento, veamos un ejemplo de ellos. Marcos Aguinis en su libro El atroz encanto de ser argentino habla de la famosa “viveza criolla” y la define como una costumbre argentina que tiene un efecto antisocial, segrega resentimiento y envenena el respeto mutuo. Sus consecuencias, a largo plazo, son trágicas, en el campo moral y económico. Además, define a sus dos actores principales: el vivo y el gil (o el zonzo). El primero es quién hace las avivadas y el segundo quien sufre las avidadas del vivo. Para Aguinis la viveza criolla crece bajo el autoritarismo y se cuela entre los colmillos del poder, al que halaga. Al vivo le excita la corrupción, es un maestro del fraude y trata de obtener el mayor provecho posible. Además, redobla su esplendor a costa de la impotencia del gil, aunque su intención no es destruirlo sino usarlo para beneficiarse.
Esta viveza criolla está más presente de lo que uno puede imaginarse. Se esconde en una de las herencias más pesadas que tuvo el país: la herencia del kirchnerismo en el déficit del 7% del PBI, en la emisión irresponsable de dinero, en los casi US$700 millones más de impuestos que cargamos en comparación con la década del 90, en los 1.200.000 de desempleados, en el crecimiento del empleo público (64%) plagado de clientelismo y corrupción, en la ineficiente infraestructura de las escuelas públicas, en el déficit energético, en el 700% de inflación acumulada de los últimos 10 años, en el 30% de pobres y 6% de indigentes, en los US$207.000 millones de deuda, en los 60 tipos de planes sociales con más de 18 millones de beneficiarios, en la manipulación de los índices oficiales, etc.
Para ser más específicos aún veamos cómo esta versión rudimentaria del inteligente se escabulle en todos los espacios y en todos los ámbitos sociales. Vivo el que defiende el falso nacionalismo y se pone la bandera del proteccionismo vendiéndole al gil productos más caros y de peor calidad. Vivo el dirigente sindical que goza de privilegios irritantes y desproporcionados y usa demagógicamente a sus seguidores para mantener su cuota de poder y gil el que cree y se adhiere a él. Vivo el que vive prendido de las ubres estatales sin trabajar porque es más seguro y digno y gil el que paga los impuestos para que eso funcione, pero más vivo aún es el que encima tiene pretensiones. Vivos los gobernantes que se retiraron del espacio público para que otros más vivos consoliden la cultura del piquete y les compliquen la vida al gil que va a trabajar todos los días. Vivo el que defiende el país de la inclusión incrementando los planes sociales cobrándoselo a través del señoreaje, y gil el que cree estar siendo incluido. Vivo el que despilfarra los recursos de las arcas públicas en nombre de la redistribución, y gil el que piensa que existen los almuerzos gratis. En otras palabras, vivo el que asquea con el verso del doble discurso y gil el que lo compra.
Un vez aclarada esta definición damos cuenta de que esta actitud desafiante de burlarse de las reglas impide fortalecer un proyecto de largo plazo y nos condena al cortoplacismo, a la improvisación, al desorden, es decir, nos condena al fracaso. Joan Robinson sostiene que todo sistema económico necesita normas, una ideología y una conciencia en el individuo de que tiene que cumplir con esas normas. Y si ese comportamiento social viola permanentemente esas normas, la sociedad vive en una desorganización que impide el crecimiento. Por lo tanto, podemos tener normas, podemos tener una ideología, pero sin la conciencia de cada individuo seguiremos condenados en este folklore del estancamiento y subdesarrollo.
Para que la economía argentina algún día despegue y pueda ser sustentable es necesario madurar y emanciparse del Estado; haciendo un cambio de reglas de juego dejando atrás esa cultura que nos involuciona, y esos disvalores que perturban nuestra mentalidad. Empezando por el clientelismo y asistencialismo que gangrenan el esfuerzo individual, el talento, la creatividad, la legitimidad, el sentido de la responsabilidad y la cultura del trabajo. Argentina, país adolescente, necesita seguir la receta de los países prósperos contando con instituciones fuertes, respeto de los derechos de propiedad, contratos, igualdad de oportunidades, división de poderes y la existencia de límites al poder ejecutivo. No sólo debemos concentrarnos en crecer sino en cómo recuperar ese Estado que está en debacle y que urge rehabilitar, como asimismo trabajar en el verdadero rol que le compete: brindar justicia y seguridad.