Al futuro
Macario Schettino indica que ni los cientistas políticos ni los economistas han tenido mucho éxito en predecir el futuro.
Los seres humanos queremos adivinar el futuro. Desde siempre, según parece. En la antigüedad, había personas especializas en ello, augures o adivinos, que utilizaban técnicas diversas, desde leer el vuelo de las aves hasta ver cómo comían o cómo estaban sus entrañas. Ahora muchas personas se ríen de esos métodos, pero en la lógica de las creencias de entonces tenían sentido. En muchas culturas también se buscaba una explicación en los astros, ya fuese de la personalidad o de las posibilidades del futuro. Todavía hay muchas personas que piensan que los horóscopos pueden ayudarlos.
Desde que decidimos que nosotros podemos entender lo que ocurre en nuestro entorno (y adentro de nosotros) sin necesidad de explicaciones supernaturales, hemos tratado de encontrar formas de predecir el futuro. Hay dos formas de hacerlo: buscar regularidades en el pasado y suponer que seguirán ocurriendo, o echar a andar la imaginación y luego ponerle cierto orden. Lo primero dice provenir de la ciencia, y lo segundo es ciencia ficción. La verdad es que no hemos sido muy exitosos en ninguna de las dos direcciones. Hace cerca de diez años, Philip Tetlock publicó un estudio acerca de la capacidad predictiva de los científicos políticos en EE.UU., concluyendo que no tenían el menor éxito. Si acaso, los más atinados eran quienes no eran demasiado especialistas, y su visión más amplia del mundo les permitía tener predicciones menos malas.
Los economistas no han tenido mucho éxito tampoco. Desde que nos convencimos de que debíamos crecer mucho y siempre, es decir, después de la Segunda Guerra Mundial, surgió un mercado de predicciones económicas. Cada año se pide que agencias de gobierno, instituciones financieras, universidades y economistas a título personal digan qué va a pasar con el crecimiento de la economía, los precios y tasas de interés, e incluso hay quien quiere pronósticos diarios del comportamiento de acciones y divisas. El comportamiento diario es imposible de predecir, pero el movimiento anual puede aproximarse un poco mejor. Tampoco tanto, sobre todo cuando hay más volatilidad, que es la palabra bonita para decir que todo se mueve mucho.
Por ejemplo, entre 1947 y 1971 los tipos de cambio entre monedas eran fijos, no había movimientos de capital entre naciones, y los avances productivos venían de aplicar invenciones ocurridas en la Segunda Guerra en productos normales. Las cosas se movían poco, y no era difícil predecir que en un año la economía crecería más o menos lo mismo que en el año anterior, y algo similar ocurriría con los precios. Aun así, ocasionalmente había movimientos mayores (en México, devaluaciones) que alteraban todo por un par de años, hasta regresar a la normalidad.
Pero desde 1971, que se abandonó el sistema de Bretton Woods, la volatilidad reina. Y los pronósticos fallan. Pero eso no quita que queramos saber qué va a pasar. Le recuerdo que todo lo que pronosticamos viene de una de dos fuentes: de suponer que el futuro se parecerá al pasado, o de suponer que nuestra imaginación se parece al futuro. Partiendo del pasado, las proyecciones acerca del Brexit y Trump fallaron. La imaginación de Volver al futuro II, sin embargo, parece más atinada en su hipotético EE.UU. gobernado por Biff Tannen (Donald Trump).
En este momento, los mexicanos quieren saber qué va a pasar con el tipo de cambio, la inflación, el crecimiento, y para llegar ahí quieren adivinar qué ocurrirá con el TLCAN, el muro y las deportaciones. Está bien, pero es muy probable que la conexión entre ambos conjuntos sea mucho menos fuerte de lo que pensamos, y haya que imaginar de otra forma el futuro, para predecir de forma menos mala. No más que eso.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 14 de febrero de 2017.