Ahora le toca a Nicaragua
Ian Vásquez dice que lo que ha ocurrido en Nicaragua bajo el mando de Daniel Ortega es un ejemplo de cómo se puede reducir la libertad considerablemente sin reducir las libertades económicas, al menos por algún tiempo.
Por Ian Vásquez
Ahora le toca a Nicaragua. Ya van 42 muertos en protestas populares contra el régimen de Daniel Ortega. Por sus políticas pro negocios, el populismo de Ortega siempre ha sido algo distinto al venezolano o a variantes de la región. Pero en su esencia –la centralización del poder en manos de un caudillo– ha sido igual a los otros experimentos populistas que en años recientes los mismos pueblos han estado rechazando.
Ortega fue elegido democráticamente. Tan pronto llegó al poder en el 2007, alió Nicaragua a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA) y ejerció una retórica y un estilo político populista. Criticó al capitalismo y al imperialismo yanqui.
Sin embargo, Ortega mantuvo políticas económicas ortodoxas y una economía relativamente abierta. Nicaragua tiene tratados de libre comercio con EE.UU. y la Unión Europea y está en la posición 59 en el índice de libertad económica del Instituto Fraser, más libre que Uruguay, El Salvador o México. El Fondo Monetario Internacional cerró sus oficinas en Managua en el 2016 debido al “éxito de Nicaragua de mantener estabilidad macroeconómica y crecimiento”. Este escenario ha generado un crecimiento anual promedio de 4,2% durante los últimos 10 años.
En el camino, sin embargo, Ortega reprimió a la prensa y a los partidos de la oposición, y se apoderó de todas las instituciones del Estado, desde la corte suprema hasta el tribunal electoral. Así, abolió los límites a la reelección (las que de todas maneras han sido fraudulentas bajo sus gobiernos). Siempre y cuando Ortega garantizara una economía estable, el sector empresarial asentiría a las violaciones institucionales del caudillo. La familia Ortega controla grandes negocios en el país y Ortega puso a su esposa de vicepresidenta. La democracia nicaragüense se convirtió en una dictadura dinástica y Ortega, lejos de representar al sandinismo que alguna vez lideró, se convirtió en un nuevo Somoza.
El economista Manuel Hinds lo describe de la siguiente manera: “El sistema de gobierno es el mismo que tuvieron los Somoza por tanto tiempo: un caudillaje hereditario, basado en una red enorme de corrupción y clientelismo, en la que cada quien (menos el pueblo) encuentra una posición en la que recibe de los de abajo y paga a los de arriba, no por productos transados sino para mantener su estabilidad. En el tope de la pirámide está el gran dictador que se convierte en el mar adonde desembocan todos los ríos de la corrupción”.
Bajo ese sistema, los nicaragüenses perdieron cada vez más su libertad. Según el “Índice de Libertad Humana” –publicado por el Instituto Fraser en Canadá, el Instituto Liberales en Alemania y el Instituto Cato en EE.UU.–, Nicaragua figura en el puesto 115 de 159 países respecto a libertades personales (en el 2008 ocupaba el puesto 65). Es un ejemplo claro de que se puede reducir la libertad enormemente sin disminuir libertades económicas –por lo menos por un tiempo–. Es ejemplo también de que la institucionalidad importa para la legitimidad y sostenibilidad del sistema político, pues claramente los nicaragüenses están hartos de la dictadura de Ortega.
Tarde o temprano las frustraciones de los nicaragüenses afectarán también el crecimiento y la estabilidad económica. Ortega hace años aprendió, en las palabras de Carlos Alberto Montaner, que “el clientelismo populista es mucho más eficaz que la represión para mantener contento a ese 70% de nicas pobres”. Ahora que Ortega ya no puede contar con el apoyo financiero de una Venezuela en plena crisis ha tenido que recurrir a la represión. Al fin del día, el populismo nicaragüense no es tan diferente a los demás.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 1 de mayo de 2018.