África: ¿Funciona la ayuda externa?

Marian Tupy comenta el libro Dead Aid (Ayuda muerta, en español) de Dambisa Moyo, en el que se describe cómo una abundante ayuda externa no ha logrado sacar de la pobreza a millones de africanos.

Por Marian L. Tupy

El libro de Dambisa Moyo, Dead Aid ("Ayuda Muerta", en español) ha vuelto a encender la candente guerra de palabras acerca de los efectos de la ayuda externa en África. Su contribución es bienvenida, porque a pesar de que existe poca evidencia a favor de aumentar la ayuda externa, los gobiernos occidentales parecen determinados en superar sus extravagantes promesas hacia dicho continente.

La creciente popularidad de Moyo ha forzado a que el usualmente taciturno Jeffrey Sachs de Columbia University se una al debate. Escribiendo en The Huffington Post, lanzó ataques personales en contra de Moyo y su crítico de mucho tiempo, William Easterly de New York University. Ambos respondieron señalando algunos de los problemas asociados con la ayuda externa. Pero un argumento requiere de mayor discusión: el debate de la ayuda externa tiene un tinte racista.

Este año marca el vigésimo aniversario del fin del comunismo. Como muestra Oleh Haverylyshyn, antiguo funcionario del Fondo Monetario Internacional y profesor de la Universidad de Toronto, la transición de los países europeos y bálticos del comunismo al capitalismo ha sido en gran parte exitosa. Los países que realizaron reformas más profundas a un paso más acelerado “solían experimentar tasas de crecimiento más altas e inflación más baja, recibieron más inversión extranjera, y la desigualdad aumentó más lentamente en los países que reformaron más velozmente que en los reformadores graduales. Lo mismo es cierto con respecto a las tasas de pobreza”.

Los países bálticos, los cuales estaban entre los reformadores más entusiastas, se beneficiaron tremendamente de un aumento en su libertad económica. Entre 1995 y 2007, los ingresos reales en Latvia, Estonia y Lituania aumentaron por un sorprendente 167 por ciento, 146 por ciento y 125 por ciento, respectivamente. En la Eurozona, aumentaron en un 24 por ciento a lo largo del mismo período. Además, la longevidad, la calidad ambiental y las matrículas escolares aumentaron en la región, mientras que la mortalidad infantil cayó. Los problemas económicos actuales en el bloque de Europa Central le quitan algo de brillo a los logros de la región, pero no los eliminan.

Un consenso político a favor de la liberalización económica emergió poco después de la caída del Muro de Berlín. Las personas comunes y corrientes estaban fascinadas con los carros occidentales y naranjas frescas que veían en la televisión alemana. Aunque no estaban de acuerdo con la velocidad y profundidad de las reformas económicas—tanto el modelo económico de Europa Occidental como aquel de EE.UU. eran populares—hubo poca oposición a la dirección general de los cambios en las políticas públicas. Uno de los promotores más vehementes del cambio rápido en lugar de gradual, irónicamente, era un economista de la Universidad de Harvard—Jeffrey Sachs.

No existe tal consenso en África. Durante los años noventa viví tanto en Checoslovaquia como en Sudáfrica. En la primera, la gente veía al socialismo como un gran fracaso. En la segunda, muchos lo veían como una alternativa respetable. En la primera, era casi imposible encontrar una persona que se declarara comunista. En la segunda, los comunistas estaban en el gobierno. En el bloque de Europa Central, la gente tendía a ver la riqueza del mundo occidental como el resultado de la alta productividad en los países capitalistas, mientras que en África solían verlo como el resultado de la explotación colonial.

Luego del colapso del comunismo, casi todos asumieron que la clave para la prosperidad en el bloque europeo central dependía de reformas económicas, no de la ayuda externa. Implícitamente, casi todos entendían que la gente de la región simplemente tendría que responder a los incentivos del mercado, y producir productos y servicios que clientes domésticos y extranjeros quisieran comprar. La inhabilidad de competir con Occidente no se les cruzó por la mente. El fracaso no era una opción.

Esta actitud falta notablemente cuando se trata de África. La globalización suele ser vista como una amenaza y rara vez como una oportunidad. Los políticos locales se quejan de la competencia de China y Bangladesh. Las organizaciones no gubernamentales advierten en contra de la liberalización puesto que los africanos serían explotados por occidentales sin escrúpulos. Los músicos y estrellas de cine claman por más ayuda externa, no reformas, como una solución a la pobreza.

¿El resultado? Los ingresos africanos aumentaron apenas un 26 por ciento entre 1995 y 2007, incluso menos si los países ricos en petróleo y recursos minerales son excluidos del cálculo. Nueve de 48 países del África Sub-Sahariana eran más pobres en 2007 de lo que eran en 1960. África no logró crecer a pesar, o tal vez debido a, toda la ayuda externa que había recibido a lo largo del último medio siglo. En lugar de reformar sus economías e incentivar el crecimiento del sector privado y mejorar la recaudación de impuestos locales, los gobiernos africanos dependían de la ayuda externa para sobrevivir.

En resumen, parece haber una peculiar falta de confianza en los africanos para que estos reaccionen a los incentivos de mercado de la manera que todos los demás lo hacen y para que se beneficien de la globalización. Los africanos, parece decir el consenso entre los que proponen ayuda externa y proteccionismo, deberían ser protegidos en lugar de ser expuestos a las fuerzas del mercado. Pero, ¿qué dice eso acerca de la presunción implícita con respecto a la habilidad de los africanos de triunfar de igual manera que lo han logrado los ciudadanos de Europa Central?

Aún así, son los que se oponen a la ayuda externa, no sus defensores, quienes obtienen mala prensa. Por ejemplo, cuando John Stossel de ABC cuestionó a Sachs acerca de la conexión entre la corrupción y la ayuda externa, Sachs acusó a Stossel de tratar a los pobres africanos como “enemigos”. Al contrario, Stossel respondió, son las elites africanas quienes son enemigas tanto del pueblo africano como del contribuyente occidental. O, como lo dijo el economista inglés Peter Bauer hace medio siglo, la ayuda externa es una manera de “cobrarle impuestos a las personas pobres en los países ricos y darle este dinero a las personas adineradas en países pobres”.

Mientras el mundo debate si África debería implementar reformas de mercado, otras regiones siguen avanzando. El concepto de la “pobreza global” está perdiendo su significado cada día. Pronto, la pobreza será solamente un “problema africano”. Para prevenir que eso suceda, los africanos no deben ser tratados como desesperanzados receptores de caridad sino más bien como personas iguales a todas las demás.