Acrimonia política

Juan Carlos Hidalgo considera que las últimas semanas de las elecciones presidenciales en Costa Rica han demostrado preocupantes señales de polarización.

Por Juan Carlos Hidalgo

Estas siete semanas adicionales de campaña se han sentido como un minuto… bajo el agua. Para quienes no hemos tomado partido, han sido particularmente insufribles. De un bando se nos acusa de coadyuvar la persecución de homosexuales y la violación de los derechos humanos. Del otro, nos imputan ser cómplices de la inminente instauración del comunismo. Las redes sociales hierven con acrimonia, histeria y maniqueísmo. “¡Oh raciocinio! Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón”.

Si bien no se trata de un fenómeno inédito –el país ya vivió un período de alta polarización con el referéndum del TLC con EE.UU.– tampoco deberíamos subestimar ciertas señales inquietantes sobre la salud de nuestra democracia.

En How Democracies Die, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt destacan el papel fundamental que juegan ciertas normas en las democracias maduras. Una de ellas está flaqueando en la nuestra: la tolerancia mutua. Esto va más allá de simplemente descalificar a la contraparte en una discusión. Ahora vemos algo más alarmante: las personas perciben con mayor frecuencia a sus contrincantes políticos como gente malvada –y, por lo tanto, indigna de llegar al poder–. Esto, a la larga, genera una dinámica de represalias que lleva al sistema a un punto de quiebre.

Cuesta creer que nos estemos convirtiendo en una sociedad de individuos deleznables. Más bien, el problema radica en que la política ha adquirido demasiada relevancia en nuestras vidas: en cada elección crece la percepción de que nos rifamos el futuro. No olvidemos que la política tiende a ser un juego de suma cero en donde los ganadores imponen su agenda sobre los demás. Entre más amplio sea el rango de asuntos que se dirimen a través de la política, más habrá en juego y mayor será nuestro interés en determinar el resultado. Peor aún, como señalan mis colegas Aaron Powell y Trevor Burrus, “el aspecto blanco-negro de la política también impulsa a las personas a pensar en términos de blanco-negro”. Bajo estas circunstancias, es inevitable que la política nos convierta en hooligans.

Gane quien gane el domingo, es difícil vislumbrar un escenario en el que la acrimonia vuelva a su cauce. Es una pena. En lugar de odiarnos unos a otros, deberíamos ver cómo propiciamos condiciones que hagan que nuestras vidas sean menos dependientes de la política.

Este artículo fue publicado originalmente en La Nación (Costa Rica) el 26 de marzo de 2018.