100 años de deshumanización de los consumidores de opiáceos deben terminar
Trevor Burrus dice que los sitios de consumo seguro o de prevención de sobredosis deberían ser alentados en Philadelphia y otras ciudades.
Por Trevor Burrus
El Departamento de Justicia anunció en febrero que está considerando permitir sitios de consumo seguros –también llamados sitios de inyección seguros o centros de prevención de sobredosis– en ciudades que deseen experimentar con una nueva forma de combatir la crisis de sobredosis. La ciudad de Nueva York se convirtió recientemente en la primera ciudad de EE.UU. en abrir sitios de consumo seguro.
El debate sobre los sitios de consumo seguro debería ser familiar para los habitantes de Filadelfia porque la ciudad fue lugar del primer intento de sitio de consumo seguro: Safehouse. Safehouse fue bloqueada por un tribunal federal y opuesta por parte de algunos miembros de la comunidad y algunos miembros del Concejo Municipal.
Si bien es posible que Safehouse ya no tenga problemas con los federales, necesitará generar apoyo en la comunidad para encontrar un lugar donde pueda ayudar a los usuarios de drogas de la ciudad. Los habitantes de Filadelfia deberíamos apoyar a Safehouse porque se lo debemos a los usuarios de opioides. Las tasas de sobredosis en Filadelfia están aumentando y es hora de hacer algo al respecto.
Los sitios de consumo seguro brindan un lugar donde las personas pueden usar drogas de manera segura, con personal médico y otros recursos disponibles, pero no suministran drogas. Reducen significativamente las muertes por sobredosis y brindan un lugar para que las personas que usan drogas reciban asesoramiento y otros tipos de asistencia. Durante mucho tiempo hemos promulgado políticas que intencionalmente hacen que el uso de drogas sea lo más peligrosos posible, y esas políticas son la razón principal por la que más de 100.000 estadounidenses murieron por sobredosis el año pasado, más que las muertes por armas y accidentes automovilísticos combinados.
Dejar a los consumidores de opiáceos a la deriva
Los alcohólicos tienen más probabilidades de recibir atención y asistencia que los consumidores de opiáceos.
La percepción es que los usuarios de opiáceos no están lidiando con las dificultades y el estrés de la vida moderna tanto como tratando de obtener un tipo de euforia hedonista y moralmente sospechosa. Pero, como escribió la escritora y ex consumidora de heroína Maia Szalavitz, los opioides se sienten como amor, y aquellos que han experimentado traumas infantiles y otras formas de desconexión social comprensiblemente tienen el deseo y la necesidad de ser amados.
Sin embargo, existe un amplio entendimiento de que las personas a menudo recurren al alcohol para hacer frente a un mundo difícil y, a veces, van demasiado lejos y se encuentran bebiendo de manera compulsiva. De manera similar, los millones de personas que usan medicamentos recetados que alteran el estado de ánimo, como Prozac y Xanax, generalmente no se clasifican como “drogadictos”, aunque muchos son química y mentalmente dependientes del consumo diario.
Hubo un tiempo hace más de 100 años –antes de que la primera ley federal sobre drogas, la Ley de Narcóticos de Harrison, entrara en vigor– cuando los estadounidenses podían comprar opioides sin receta, y muchos lo hicieron, tal como lo hacemos con el alcohol hoy. Estas personas podrían haber tomado un trago de morfina antes de acostarse o para calmar sus nervios. Muchas personas eran química y mentalmente dependientes de los opiáceos, pero era más probable que se les considerara “habituados” desafortunados en lugar de “adictos” peligrosos y moralmente comprometidos.
Luego, después de la entrada en vigor de la Ley Harrison de 1914, los usuarios de opiáceos quedaron repentinamente a la deriva. Aquellos que eran química y mentalmente dependientes se enfrentaron a una elección difícil: dejar de consumir de golpe o ir al mercado negro. Dejar los opioides es, por supuesto, difícil, pero es básicamente imposible cuando alguien se ve obligado a hacerlo. Muchas personas fueron al mercado negro, pero el mercado negro se veía muy diferente –y mucho más peligroso– de lo que estaban acostumbrados los usuarios de opioides.
¿Por qué? Cuando entró en vigor la prohibición del alcohol, la cerveza y el vino prácticamente desaparecieron del mercado. Los contrabandistas preferían el alcohol de mayor potencia –ginebra de baño, licores de contrabando– porque era más fácil de ocultar. Por las mismas razones, a fines de la década de 1910, los contrabandistas de opioides preferían la heroína, y los usuarios compulsivos de morfina y jarabes calmantes se vieron empujados al consumo de heroína, con consecuencias predecibles. Nació el “drogadicto”.
Ahora, la misma lógica de contrabando mortal está empujado a los usuarios de opioides a consumir una de las drogas más peligrosas del planeta: el fentanilo. El fentanilo es tan potente que la diferencia entre usarlo de manera segura y la muerte son solo unos pocos miligramos, el equivalente a unos pocos granos de sal. El fentanilo ahora impregna la cadena de suministro de opioides ilícitos y ha desplazado a la heroína en muchas partes del país. La droga mató a unas 70.000 personas en 2020.
Les debemos espacios seguros
El resultado son muertes por sobredosis en una escala nunca antes imaginada, todo porque decidimos que el uso de opioides –a diferencia del alcohol, los cigarrillos, el Valium y otras sustancias utilizadas para hacer frente al mundo– era inaceptable. Si bien debemos hacer todo lo posible para ayudar a quienes consumen de manera compulsiva, no debemos empujar a los usuarios simultáneamente al peligroso mercado negro donde cada inyección conlleva un riesgo sustancial de muerte.
Les debemos a los usuarios de opioides la compasión y la comprensión que tanto ha faltado durante 100 años. Les debemos intentos serios de ayudar en lugar de empujarlos a las formas más peligrosas de consumo de drogas. Como mínimo, eso significa que se deben permitir y alentar los sitios de consumo seguros.
Cien años de deshumanizar a los usuarios de opioides deben terminar y, afortunadamente, está en nuestro poder detenerlo.
Este artículo fue publicado originalmente en Philadelphia Inquirer (EE.UU.) el 29 de marzo de 2022.