Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general

Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general
Autor: 
Richard Cantillon

Richard Cantillon (c. 1680 – 1734) fue un economista irlandés-francés cuya obra Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general ha sido catalogada como “la cuna de la economía política”. Nació en Irlanda pero desde joven se fue a vivir a París donde adquirió la nacionalidad francesa. Poco se sabe sobre la vida de Cantillon, excepto que se dedicó con éxito a la banca y al comercio desde temprana edad. Sin embargo, sus negocios le valieron múltiples enemigos que lo persiguieron hasta su trágica muerte en el incendio de su casa en Londres, el cual se cree que fue deliberado.

Cantillon realizó importantes contribuciones en prácticamente todos los campos del análisis económico moderno: epistemología de la economía, microeconomía, macroeconomía y teoría monetaria, y economía internacional.

Essai Sur La Nature Du Commerce En General fue escrito en 1730 pero no se publicó hasta 1755 debido a la fuerte censura del gobierno francés. El libro tuvo gran influencia en la teoría económica de Adam Smith y de algunos fisiócratas franceses. Sin embargo cayó en el olvido durante gran parte del siglo XIX.

Edición utilizada:

Cantillon, Richard. Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1996.

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Tercera Parte

Tercera Parte


Capítulo I

Del comercio con el extranjero

CUANDO un Estado cambia una pequeña cantidad de productos de la tierra contra otra cantidad mayor de productos en sus tratos con el extranjero, seguramente lleva ventaja en este comercio; y si por añadidura el dinero corriente abunda más en el propio Estado que en el exterior, cambiará siempre una cantidad menor de productos de la tierra por otra más grande.

Cuando el Estado cambia su trabajo por el producto de la tierra del extranjero resulta, al parecer, una ventaja en el comercio, puesto que sus habitantes se sustentan a expensas del extranjero.

Cuando un Estado cambia su producto, conjuntamente con su trabajo, por una cantidad mayor de productos del extranjero, conjuntamente con un trabajo igual o mayor, todavía sigue manteniendo la misma ventaja en el comercio.

Si las damas de París consumen, en un año normal, encajes de Bruselas por valor de cien mil onzas de plata, corresponderá a esta suma la cuarta parte de un acre de tierra en Brabante, que producirá ciento cincuenta libras de lino a base de las cuales se confeccionarán encajes finos en Bruselas. Hará falta el trabajo de unas dos mil personas, aproximadamente, en Brabante, durante un año, para realizar todas las tareas de esta manufactura, desde la siembra del lino hasta el acabado de los encajes. El mercader de encajes o empresario de Bruselas hará el anticipo; pagará directa o indirectamente todas las hilanderas y encajeras, y la proporción del trabajo de quienes confeccionan los utensilios necesarios; todos cuantos participan en el trabajo, directa o indirectamente, comprarán los artículos para su sustento al colono barbanzón, quien a su vez paga la renta de su propietario. Si consideramos que el producto de la tierra que se atribuye en esta economía a las dos mil personas corresponde a tres acres de tierra, tanto para el sustento de sus personas como para el de sus familias, que en parte subsisten a base de él, habrá en Brabante seis mil acres de tierra empleados para el sustento de quienes participan en la industria encajera, y todo ello a expensas de las damas de París que pagarán estos encajes y se embellecerán con ellos.

Las damas de París pagarán las cien mil onzas de plata, cada una en proporción a su consumo; este dinero se enviará en especie a Bruselas, sin otra deducción que la de los gastos de remesa, y a base de ello el empresario de Bruselas no solamente habrá de recuperar la totalidad de sus anticipos y el interés del dinero, que acaso tome, en préstamo, sino, además, como empresario, un beneficio para el sustento de su familia. Si el precio que las damas pagan por los encajes no cubre todos los gastos y beneficios, en general, no existirá aliciente para esta manufactura, y los empresarios cesarán de producir o se declararán en quiebra. Pero como en nuestro supuesto la manufactura continúa, forzosamente todos los gastos estarán incluídos en el precio pagado por las damas de París, y se enviarán a Bruselas las cien mil onzas de plata, a menos que los brabanzones importen artículos de Francia, para compensar esta deuda.

Pero si los habitantes del Brabante apetecen los vinos de Champagne, y consumen durante un año normal cien mil onzas de plata en vino de esa procedencia, el artículo denominado vino podrá servir de compensación al encaje, y la balanza de comercio, con relación a estas dos partidas, se hallará equilibrada. La compensación y la circulación se harán por intermedio de los empresarios y banqueros que participan en tales operaciones.

Las damas de París pagarán cien mil onzas de plata a quien les vende y entrega los encajes; este comerciante las pagará al banquero, de quien recibirá una o varias letras de cambio giradas contra su corresponsal en Bruselas. El banquero, a su vez, entregará el dinero a los comerciantes de vino en Champagne, que disponen de cien mil onzas de plata situadas en Bruselas, y como contrapartida los vinateros le darán letras de cambio por el mismo valor, giradas contra él por su corresponsal de Bruselas. De este modo las cien mil onzas pagadas por el vino de Champagne en Bruselas compensarán las cien mil onzas pagadas por los encajes en París. Con ello se evitará el inconveniente de remesar el dinero recibido en París, hasta Bruselas, y el recibido en Bruselas, hasta París. Esta compensación se realiza por medio de letras de cambio, cuya naturaleza trataré de explicar en el capítulo siguiente.

En este ejemplo se advierte, sin embargo, que las cien mil onzas que las damas de París pagan por los encajes, van a parar a manos de los comerciantes que envían vino de Champagne a Bruselas; y las cien mil onzas que los consumidores de vino de Champagne pagan por este vino, en Bruselas, van a parar a manos de los empresarios o comerciantes de encajes. Los empresarios de cada uno de estos grupos distribuyen dicha suma entre aquellos cuyo trabajo emplean, sea por lo que respecta a los vinos o a los encajes.

Por este ejemplo se evidencia que las damas de París sustentan y mantienen a cuantas personas intervienen en la confección de los encajes de Brabante, y que, por consiguiente, originan en dicha comarca una circulación de dinero. Es igualmente notorio que los consumidores de vino de Champagne, en Bruselas, sustentan y mantienen en Champagne no solamente a los viticultores y a las demás personas que participan en la producción del vino, sino a todos los carreteros, herradores, cocheros, etc., que se ocupan del transporte, así como a las caballerías que en esas tareas se utilizan, pero pagan además el valor del producto de la tierra de donde se obtiene el vino, y motivan una circulación de dinero de Champagne.

Sin embargo, esta circulación o este comercio en Champagne, que hace tanto ruido y da de comer al viticultor, al colono, al carretero, al herrador, al cochero, etc., y permite pagar con exactitud tanto la renta del propietario de la villa como la del propietario de las praderas donde se alimentan las caballerías, es, en el presente caso, un comercio oneroso y nada rentable para Francia, a juzgar por los efectos que produce.

Si el muid de vino se vende en Bruselas a sesenta onzas de plata, y suponemos que un acre de tierra produce cuatro muids de vino, hará falta enviar a Bruselas el producto de cuatro mil ciento sesenta y seis acres y medio de tierra como contraprestación de las cien mil onzas de plata, y hará falta ocupar alrededor de dos mil acres de praderas y de tierras para disponer del heno y de la avena que consumen las caballerías, y no emplearlas durante todo el año para ningún otro uso. De este modo se restarán a la subsistencia de los franceses unos seis mil acres de tierra, y se aumentarán a la de los brabanzones más de cuatro mil acres de producto, puesto que el vino de Champagne que beben ahorra más de cuatro mil acres que verosímilmente emplearían para producir cerveza y beberla, en lugar de vino. Sin embargo, el encaje con el cual se paga todo esto no cuesta a los brabanzones sino el cuarto de un acre de tierra, donde el lino se produce. Así, con un acre de producto, juntamente con su trabajo, los brabanzones pagan más de dieciséis mil acres a los franceses, juntamente con un trabajo menor. De este modo logran un aumento de sus medios de subsistencia, y no se desprenden sino de un instrumento de lujo que no procura ventaja real alguna a Francia, porque el encaje se usa y se destruye en este último país, y por añadidura no puede cambiarse por ningún objeto útil. Según la regla intrínseca de los valores, la tierra que se emplea en Champagne para la producción del vino, la necesaria para el sustento de los viticultores, toneleros, carreteros, herradores, cocheros y caballerías para el transporte, debería ser igual a la tierra que se emplea en Brabante para la producción del lino, y la que resulta necesaria para el sustento de las hilanderas, encajeras y todas aquellas personas que de algún modo participan en esa manufactura. Pero si la plata circula en mayor abundancia en Brabante que en Champagne, la tierra y el trabajo tendrán en el primer lugar un precio más elevado, y, por consiguiente, en la evaluación que se hace en dinero, por ambas partes, los franceses sufrirán todavía una considerable pérdida.

En este ejemplo se advierte una rama de comercio que robustece al extranjero, disminuye los habitantes de nuestro Estado y, sin hacer salir de él dinero efectivo, debilita a ese mismo Estado. He escogido este ejemplo para evidenciar cómo un Estado puede resultar defraudado por otro, en el comercio, y para juzgar acerca de las ventajas y desventajas del comercio exterior.

Examinando los efectos de cada sector comercial en particular, se puede regular útilmente el comercio con los extranjeros, cosa que no se lograría con precisión a base de simples razonamientos generales.

Examinando las particularidades de cada sector advertiremos siempre que la exportación de cualquier manufactura es ventajosa al Estado, porque en este caso el extranjero paga y sustenta siempre obreros útiles del nuestro; que los mejores rendimientos o pagos obtenidos del exterior son las especies, y, a falta de ellas, el producto de las tierras del extranjero donde menos interviene el trabajo. En virtud de estos métodos comerciales a menudo encontramos Estados que apenas cuentan con productos de la tierra, y sin embargo, dan sustento a mayor número de habitantes a expensas del extranjero, con lo que los grandes Estados mantienen a sus habitantes con más holgura y abundancia.

Pero como los grandes Estados no tienen necesidad de aumentar el número de sus habitantes, basta hacer que quienes viven en él lo hagan sobre el producto bruto del Estado con más comodidad y holgura, aumentando las fuerzas del Estado para su defensa y seguridad. Para alcanzar este fin, mediante el comercio con el extranjero, precisa estimular, en la medida de lo posible, la exportación de artículos y manufacturas del propio Estado, para obtener en compensación, en lo posible, oro y plata en especie. Si, como consecuencia de cosechas abundantes, existiesen en el Estado productos en cantidades excedentes a las del consumo ordinario y anual, será ventajoso estimular la exportación al extranjero para obtener de él el valor de esos productos en oro y en plata. Dichos metales no perecen ni se disipan como los productos de la tierra, y con oro y plata siempre se puede importar a un Estado todo cuanto le falta.

Sin embargo, no sería ventajoso colocar al Estado en pie de enviar anualmente al extranjero grandes cantidades de sus materias primas para obtener en pago manufacturas extranjeras. Ello vendría a debilitar y disminuir a los habitantes y a las fuerzas del Estado, por ambos extremos.

No me propongo detenerme a examinar en detalle las ramas de comercio que convendría estimular para bien del Estado. Me conformaré con observar que siempre procuraremos hacer llegar a él la mayor cantidad de dinero que se pueda.

El aumento en la cantidad de dinero que circula en un Estado le procura grandes ventajas en el comercio con el extranjero, mientras dicha abundancia de dinero se mantiene. El Estado procura siempre cambiar una pequeña cantidad de producto y de trabajo, por otra mayor. Percibe impuestos con facilidad y no encuentra estorbo para obtener dinero en caso de necesidad pública.

Es cierto que si continúa el aumento de dinero, su abundancia determinará, a la larga, un encarecimiento de la tierra y del trabajo en el Estado. Los artículos y manufacturas costarán tanto, andando el tiempo, que el extranjero cesará de comprarlos poco a poco, habituándose a adquirirlos en otro lugar, a más bajo precio; ello producirá insensiblemente la ruina del trabajo y de las manufacturas del Estado. La misma causa que aumenta las rentas de los propietarios de las tierras del Estado (a saber: la abundancia de dinero) les inducirá a importar abundantes productos de los países extranjeros, donde podrán obtenerlos a bajo precio. Estas son consecuencias naturales. La riqueza que un Estado adquiere por el comercio, el trabajo y el ahorro lo arrojará insensiblemente en el lujo.

Los Estados que se exaltan con el comercio, irremediablemente decaen más tarde; hay reglas que permitirían evitar ese decaimiento, pero no se aplican para impedirlo. Siempre es cierto que mientras el Estado se halla en posesión de un favorable saldo mercantil y con abundancia de dinero, parece poderoso, y en efecto lo es mientras esa abundancia persiste.

Podrían seguir haciéndose inferencias hasta el infinito para justificar estas ideas del comercio con el extranjero, y las ventajas de la abundancia de dinero. Es extraño ver la desproporción que existe, respecto a la circulación del dinero, entre Inglaterra y China. Las manufacturas de las Indias, tales como sedas, telas pintadas, muselinas, etc., no obstante los gastos de una navegación de dieciocho meses, resultan a precio muy bajo en Inglaterra, que pagaría por ellas con la trigésima parte de sus artículos y manufacturas, si los Indios quisieran comprarlos. Pero los Indios no son tan necios que se presten a pagar precios exorbitantes por nuestros productos, cuando en su país trabajan mejor y pueden obtener los artículos más baratos. Por esa razón sólo nos venden sus manufacturas contra dinero contante y sonante, que nosotros les entregamos anualmente para aumentar sus riquezas y disminuir las nuestras. Los productos de las Indias que en Europa se consumen no hacen sino disminuir nuestro dinero y el trabajo de nuestras propias manufacturas.

Un americano que vende pieles de castor a un europeo queda con razón sorprendido al saber que los sombreros de lana son tan buenos para el uso como los que se confeccionan con pelo de castor, y que toda la diferencia, motivada por un transporte tan largo, no consiste sino en la fantasía de quienes encuentran los sombreros de pelo de castor más ligeros y más agradables a la vista y al tacto. Sin embargo, como ordinariamente se pagan las pieles de castor a esos americanos en productos de hierro, acero, etc., y no en dinero, es un comercio que no resulta perjudicial a Europa, tanto más cuanto que mantiene ocupados a obreros, y particularmente marinos, que son muy útiles para satisfacer las necesidades del Estado, mientras que el comercio de las manufacturas de las Indias Orientales nos priva de dinero y disminuye los obreros de Europa.

Precisa convenir en que el comercio de las Indias Orientales es ventajoso para la República de Holanda, y que este último país hace descansar la pérdida sobre el resto de Europa, vendiendo especias y manufacturas en Alemania, Italia, España y en el Nuevo Mundo, que le procuran todo el dinero que envía a las Indias, y bastante más. Incluso interesa a Holanda que sus mujeres y otros muchos habitantes se vistan con tejidos de las Indias, en vez de usar telas de Inglaterra y de Francia. Para los holandeses es preferible enriquecer a las Indias y no a sus propios vecinos, quienes podrían aprovecharse de esta coyuntura para oprimirlos. Además, venden a otros habitantes de Europa telas y baratijas de su propio país, a precio mucho más alto que el de las manufacturas vendidas a las Indias para su consumo en aquellas lejanas tierras. Errarían Inglaterra y Francia imitando en esto a los holandeses. Estos dos últimos reinos tienen en su propio país medios sobrados para procurar telas con que vestir a sus mujeres; y aunque resultan a precio más elevado que las manufacturas de las Indias, deben obligar a sus habitantes a no vestirse con tejidos extranjeros; tampoco habrán de permitir la disminución de sus propios artículos y manufacturas, ni prestarse a caer en dependencia de los extranjeros, y mucho menos se avendrán a ceder dinero, por tal razón.

Pero así como los holandeses encuentran medios de vender en otros países de Europa las mercancías de las Indias, así también los ingleses y franceses deberían hacer otro tanto, y afuera para disminuir las fuerzas navales de Holanda o para aumentar las propias, y, sobre todo, para prescindir del socorro de los holandeses en las ramas de consumo, que una mala costumbre ha hecho necesario en estos reinos. Es una evidente desventaja permitir que las gentes se vistan con telas indianas en los reinos de Europa, cuando tienen medios propios con que vestir a sus habitantes.

Del mismo modo que es desventajoso para un Estado estimular las manufacturas extranjeras, lo es también fomentar la navegación de otros países. Cuando un Estado envía al extranjero sus artículos y manufacturas, su ventaja es completa si la remesa se hace en sus propias naves. Con ello mantiene un buen número de marinos que son tan útiles al Estado como los obreros. Pero si abandonan el servicio de transporte, confiándolo a los barcos extranjeros, fortifican la marina de otros países y disminuyen la suya.

La navegación es un punto esencial del comercio con el exterior. De toda Europa los holandeses son los que construyen barcos más baratos. Además de los ríos que les procuran madera y almadías, la cercanía del Norte les permite obtener, con menos costo, mástiles, maderas, alquitrán, cuerdas, etc.; sus aserraderos facilitan el trabajo; además, navegan con menos equipaje, y sus marinos viven a muy bajo costo. Uno de sus aserraderos ahorra diariamente el trabajo de ochenta hombres.

Con estas ventajas serían en Europa los únicos armadores, si se siguiera siempre el criterio de la baratura. Si en su propio país tuviesen elementos para hacer un extenso comercio poseerían, sin duda, la marina más floreciente de Europa. Pero el gran número de sus marinos no basta, sin las fuerzas interiores del Estado, para lograr la superioridad de sus recursos navales. Jamás armarían barcos de guerra ni mantendrían marinos si el Estado tuviese grandes rentas para construirlos y tolerarlos a sueldo; en todo aprovecharían la ventaja de poseer mercados extensos.

Para impedir que Holanda aumente su ventaja en el mar, por razón de la mencionada baratura, a expensas de Inglaterra, este país ha prohibido a toda nación conducir a sus tierras otras mercancías que las del país de registro de las naves. Gracias a este arbitrio los holandeses han podido servir como transportadores para Inglaterra, y los ingleses mismos han podido fortalecer su marina. Y aunque navegan a más elevado costo que los holandeses, la riqueza de sus cargamentos ultramarinos hace estos gastos menos considerables.

Francia y España son Estados marítimos que cuentan con ricos productos para enviar al Norte, el cual a su vez les envía artículos y mercaderías. No es extraño que su marina no sea considerable en proporción al volumen de sus productos y a la extensión de sus costas marítimas, puesto que dejan a los barcos extranjeros el cuidado de transportar del Norte todo lo que de él reciben, permitiéndoles también tomar como cargamento los artículos que los Estados del Norte extraen de Francia y España.

Estos Estados —me refiero a Francia y España— no hacen entrar en las miras de su política la consideración del comercio, en cuanto éste sería ventajoso. La mayor parte de los comerciantes de Francia y España que tienen relación con el extranjero son más bien factores o comisionistas de negociantes de otros países, en lugar de ser empresarios animados por la idea de efectuar por cuenta propia este comercio.

Es cierto que los Estados del Norte, por su situación y por la vecindad de los países que producen todo cuanto se necesita para la construcción de los navíos, se hallan en condiciones de transportar a precio más bajo del que podrían ofrecer Francia y España, pero si estos dos reinos tomasen medidas para fomentar su marina, semejante obstáculo desaparecería. Inglaterra les ha mostrado, en parte, el camino a seguir, hace mucho tiempo. Tienen en su propio país y en las Colonias todo cuanto hace falta para la construcción de barcos, o por lo menos no sería difícil producirlos en ellas. Existen, además, adecuadas medidas que se podrían adoptar para que triunfe tal designio, si la legislatura o el ministerio quisiese colaboraren ello. Mi investigación no me permite examinar en este Ensayo, detalladamente, estas medidas; me limitaré a decir que en los países donde el comercio no mantiene constantemente un número considerable de barcos y de marinos, es casi imposible que el príncipe pueda mantener una marina floreciente, a no ser con gastos tales que arruinarían los tesoros de su Estado.

Convendrá, pues, observar que el comercio más esencial a un Estado para el aumento o disminución de su poderío es el comercio con el extranjero, mientras que el del interior de un país no posee una importancia tan grande en el orden político, y que no se sostiene sino a medias el comercio con el extranjero cuando no se pone en práctica la idea de mantener grandes negociantes naturales del país, barcos y marinos, obreros y manufacturas; y, sobre todo, que hace falta siempre empeñarse en mantener una balanza favorable con el exterior.

Capítulo II

De los cambios y su naturaleza

En la misma ciudad de París cuesta ordinariamente quinientos sueldos por saco de mil libras, el transporte del dinero de una casa a otra; si hiciera falta siempre transportarlo desde el faubourg Saint-Antoine hasta los Inválidos costaría más del doble, y si habitualmente no se dispusiera de porteadores de confianza costaría todavía más. Si existiera el peligro de encontrar ladrones en el camino, los envíos se harían en grandes sumas y con fuerte escolta, circunstancia que aumentaría más aún los gastos. Por último, si alguien se encarga se del transporte a sus expensas, se haría pagar la remesa en proporción a los gastos y a los riesgos. Así, los gastos de remesa, de Rouen a París, o de París a Rouen, ascienden ordinariamente a cincuenta sueldos por saco de mil libras, lo que, en el lenguaje de los banqueros, equivale a un cuarto por ciento. Los banqueros envían por lo común el dinero en barriles muy pesados, que los ladrones no pueden llevarse a causa del peso y del hierro que los barriles contienen, y como siempre hay mensajeros en esta ruta, los gastos son poco considerables en relación con las grandes partidas que en ambos sentidos se envían.

Si la ciudad de Chalons-sur-Marne paga todos los años al Recaudador de Impuestos del Rey diez mil onzas de plata, por un lado, y por otro los cosecheros de Chalons o de los alrededores venden a París, por mediación de sus corresponsales, vinos de Champagne por valor de diez mil onzas de plata, si la onza de plata en Francia vale en las transacciones comerciales cinco libras, el total de las diez mil onzas en cuestión requerirá cincuenta mil libras, tanto en París como en Chalons.

El Recaudador de Impuestos de nuestro ejemplo tiene que enviar cincuenta mil libras a París, y los corresponsales de los cosecheros de Chalons tienen que enviar, por su parte, cincuenta mil libras a esta última localidad. Esta doble transacción o transporte podrá obviarse mediante una compensación o, en otros términos, por medio de letras de cambio, si las partes lo estipulan así y se acomodan con ello.

Los corresponsales de los cosecheros de Chalons depositan (cada uno su parte) cincuenta mil libras en poder del cajero de la Oficina fiscal de París; éste les da uno o más cheques o letras de cambio, pagaderas a su orden, por el Recaudador de Impuestos de Chalons. Los cosecheros endosan o transfieren sus letras a los cosecheros de Chalons, los cuales recibirán del Recaudador de dicha localidad las cincuenta mil libras. De esta manera las cincuenta mil libras en París serán pagadas al Recaudador de Impuestos de esta capital, y las cincuenta mil libras de Chalons serán abonadas a los cosecheros de vino, en esta última ciudad, con lo que, gracias a este cambio o compensación, se ahorrará el trabajo de enviar dinero de una ciudad a otra. También puede ocurrir que los cosecheros de vino en Chalons, que dispongan de cincuenta mil libras sobre París, vayan a ofrecer sus letras de cambio al Recaudador, el cual las endosará al de París para que éste cobre su importe, tras de lo cual el Recaudador de Chalons pagará a aquéllos, contra sus letras de cambio, las cincuenta mil libras que el Recaudador tiene en Chalons. En cualquier forma que esta compensación se haga, ya sea que se giren letras de cambio de París sobre Chalons o de Chalons sobre París, como en este ejemplo se paga onza por onza, o sea cincuenta mil libras por cincuenta mil libras, se dirá que el cambio está a la par.

El mismo método podrá practicarse entre los cosecheros de vino de Chalons y los recaudadores de los señores de París que poseen tierras o rentas en los alrededores de Chalons; igualmente entre los cosecheros de vino o cualesquiera otros comerciantes en Chalons, que envían artículos o mercaderías a París, y que disponen de dinero en esta capital, lo mismo que entre los comerciantes que han extraído mercancías de París y las venden en Chalons. Si existe un animado tráfico entre estas dos ciudades surgirán banqueros en París y Chalons que entrarán en relaciones con ambas partes, constituyéndose en agentes e intermediarios para los pagos que habrán de enviarse de una de estas ciudades a la otra. Ahora bien si en su conjunto los vinos y otros artículos y mercaderías que se envían de Chalons a París, y que se venden en efectivo, a cambio de dinero contante y sonante, exceden en valor a la suma de los ingresos fiscales en Chalons, más las rentas que la nobleza de París posee en los alrededores de Chalons, más el valor de los artículos y mercaderías enviados desde París a Chalons yvendidos allí al contado, en cinco mil onzas de plata o veinticinco mil libras, será necesario para el banquero de París enviar en efectivo esta cantidad a Chalons. Esta será el excedente o balanza de comercio entre las dos ciudades. Será preciso, pues, enviar dicha cantidad en especie a Chalons, y la operación será llevada a cabo del siguiente modo, o en forma parecida.

Los agentes o corresponsales de los cosecheros de Chalons y otras personas que han enviado artículos o mercaderías de Chalons a París, disponen en efectivo, en la capital, del dinero correspondiente a estas ventas, y tienen orden de remitirlo a Chalons. Como no acostumbran arriesgar este envío haciendo uso de carruajes, se dirigirán al Cajero de la Oficina de Recaudación de Impuestos, el cual les dará cheques o letras de cambio contra el Recaudador de Impuestos en Chalons, hasta la concurrencia de los fondos de que en Chalons disponga, y ordinariamente a la par. Pero como tienen necesidad de entregar todavía otras sumas en Chalons, se dirigirán al Banquero que tenga a su disposición rentas de señores en París, poseedores de tierras en los alrededores de Chalons. Este banquero les procurará, como lo hacía el Recaudador de Impuestos, letras de cambio contra su corresponsal de Chalons, hasta la concurrencia de los fondos que tenga a su disposición en dicha ciudad, y que de otro modo hubiera tenido que enviar a París.

También esta compensación se hará a la par, a no ser que el banquero trate de obtener un pequeño beneficio por su trabajo, tanto de parte de los agentes que se dirijan a él para enviar su dinero a Chalons, como de los señores que desean decibir su dinero de Chalons, en París. Si el banquero dispone también, en Chalons, del valor de las mercancías enviadas desde París. y vendidas al contado en la primera ciudad, podrá también suministrar letras de cambio por ese mismo valor.

Pero en nuestro supuesto los agentes de los comerciantes de Chalons disponen todavía, en París, de veinticinco mil libras en efectivo (con orden de enviarlas a Chalons), en exceso sobre las sumas a que nos hemos referido. Si ofrecen ese dinero al Cajero de la Oficina de Impuestos, responderá que ya no dispone de fondos en Chalons, y que, por consiguiente, no puede suministrar letras de cambio o cheques sobre dicha ciudad. Si ofrecen esa suma al banquero, les responderá que ya no tiene fondos en Chalons, ni posibilidad de obtener más, pero que si están dispuestos a pagarle 3 % sobre el monto de la transacción, suministrará letras; acaso los referidos agentes ofrezcan1 o 2 %, y en último término 2 1/2. A este precio posiblemente se resuelva el banquero a darles letras, es decir, que pagándole en París dos libras y diez sueldos, suministrará una letra de cambio de cien libras contra su corresponsal en Chalons, pagadera a diez o quince días, a fin de situar en poder de este corresponsal los fondos necesarios para pagar las veinticinco mil libras que contra él se giran. Contando con este tipo de cambio, enviará esa suma de efectivo mediante un mensajero o carroza, en especie de oro, y a falta de ese metal, en plata. Pagará diez libras por cada saco de mil libras, o, de acuerdo con la jerga de los banqueros, un 1 %. Sobre esa base el cambio en París para Chalons estará a 2 1/2 % por encima de la par, porque se pagan dos libras y diez sueldos sobre cada cien libras como comisión de cambio.

Es así, poco más o menos, como el saldo o balance de comercio se transporta de una ciudad a otra, por mediación de los banqueros, y generalmente en gran escala. No todas las personas que llevan el título de banqueros suelen dedicarse a estas transacciones; hay muchos que no negocian sino con comisiones y especulaciones bancarias. Yo incluyo solamente entre los banqueros a quienes se encargan de las remesas de dinero. A su cuidado estará siempre la regulación de los cambios, cuyos precios responden a los gastos y riesgos del transporte de las especies en los diferentes casos.

Raramente el precio del cambio entre París y Chalons es de más de 2 1/2 o 3 %, por encima o por debajo de la par. Pero de París a Amsterdam el precio del cambio subirá a 5 o 6 % cuando haga falta hacer remesas de especie. El camino es más largo; el riesgo mayor; hacen falta más corresponsales y comisionistas. De las Indias a Inglaterra, el precio del transporte será de 10 a 12 %. De Londres a Amsterdam el precio del cambio no pasará de 2 %, en tiempos de paz.

En nuestro ejemplo presente diremos que el cambio en París, para Chalons, es de 2 1/2 % por encima de la par; en Chalons por el contrario, diremos que el cambio con París está a 2 1/2 % por debajo de la par, porque en estas circunstancias el que entrega dinero en Chalons por una letra de cambio sobre París, no necesitará dar sino noventa y siete libras diez sueldos, para recibir cien libras en París. Es evidente que la ciudad o plaza donde el cambio está por encima de la par, se halla en deuda con aquella otra donde el precio está por debajo, mientras el tipo de cambio descanse sobre esa base. El cambio no está en París a 2 1/2 % por encima de la paridad para Chalons, sino porque París debe a Chalons, y se tiene necesidad de acarrear el dinero correspondiente a dicha deuda, desde París hasta Chalons. Por esta causa cuando se ve que el cambio está habitualmente por debajo de la par en una plaza en relación con otra, se podrá concluir que la primera ciudad debe a la segunda un saldo comercial, y cuando el cambio se halla en Madrid, o Lisboa por encima de la par para los demás países, esto significa que ambas capitales deben seguir enviando especies a esos otros países.

En todas las ciudades y villas que se sirven de la misma moneda y de las mismas especies de oro y plata, como París y Chalons-sur-Marne, Londres y Bristol, se conoce y se expresa el precio del cambio dando y tomando un determinado tanto por ciento de más o de menos que la par. Cuando se pagan noventa y ocho libras en una localidad para recibir cien libras en otra, se dice que el cambio está a 2 % por debajo de la par, poco más o menos: cuando se pagan ciento dos libras en una localidad, y no se reciben más que cien en otra, se dice que el cambio está a 2 %, exactamente, por encima de la par; cuando se dan cien libras en una localidad para recibir cien en la otra, se dice que el cambio está a la par. En todo esto no hay ninguna dificultad ni ningún misterio. Pero cuando el cambio entre dos ciudades o plazas donde la moneda es diferente y las especies son de distintos tamaños, finura talla y denominaciones, la naturaleza del cambio parece, en un principio, más difícil de explicar, pero en el fondo este cambio extranjero no difiere mucho del efectuado entre París y Chalons más que por la diferencia de la jerga de que se sirvan los banqueros. Se habla en París del cambio con Holanda, según el cual el escudo de tres libras se cambia por tantos dineros de Holanda, pero la paridad del cambio entre París y Amsterdam es siempre de cien onzas de oro o de plata, contra cien onzas de oro o de plata del mismo peso y título; ciento dos onzas pagadas en París para recibir solamente cien onzas en Amsterdam, representan siempre 2 % por encima de la par. El banquero que hace los transportes de saldos comerciales debe saber siempre calcular la paridad; pero en el lenguaje de los cambios con el extranjero se dirá que el precio del cambio en Londres con Amsterdam se hace dando una libra esterlina en Londres para recibir treinta escalines holandeses en el Banco; con París, dando en Londres treinta dineros o peniques de esterlina, para recibir en París un escudo, o tres libras tornesas; pero el banquero que transporta el saldo mercantil sabe calcular correctamente, estableciendo cuánto recibirá en especies extranjeras a cambio de las de su país, objeto de su envío.

Aunque se fije el cambio sobre Londres para la plata inglesa en rublos de Moscovia, en marcos lubs de Hamburgo, en talers del Reich de Alemania, en libras de Flandes, en ducados de Venecia, en piastras de Génova o de Liorna, en milreis o cruceiros de Portugal, en piezas de a ocho de España, en pistolas, etc., la paridad del cambio para estos países será siempre de cien onzas de oro o de plata contra cien onzas; y si en el lenguaje de los cambios advertimos cifras por encima o por debajo de esta paridad, en el fondo será lo mismo que si se dice que el cambio está a tanto por encima o por debajo de la par, y se conocerá siempre si Inglaterra debe o no el saldo en la plaza con la cual regula el cambio, ni más ni menos que como ocurre en nuestro ejemplo de París y Chalons.

Capítulo III

Otras explicaciones para el conocimiento de la naturaleza de los cambios

Hemos visto ya cómo los cambios se regulan por el valor intrínseco de las especies, es decir, a base de la par, y cómo su variación proviene de los gastos y riesgos del transporte de una plaza a otra, cuando precisa enviar en especie la balanza de comercio. No hace falta razonar un hecho que advertimos en la realidad y en la práctica. Sin embargo. los banqueros introducen a veces refinamientos en esta práctica.

Si Inglaterra debe a Francia cien mil onzas de plata por el saldo comercial, si Francia debe cien mil onzas a Holanda, y Holanda cien mil onzas a Inglaterra, estas tres sumas podrán compensarse mediante letras de cambio entre los banqueros respectivos de los tres Estados, sin que sea necesario enviar dinero alguno por ningún lado.

Si Holanda envía a Inglaterra durante el mes de enero mercancías por valor de cien mil onzas de plata, e Inglaterra remesa a Holanda en el mismo mes tan solo por valor de cincuenta mil onzas (supongo que la venta y el pago se hacen en el mismo mes de enero por ambas partes), corresponderá a Holanda en este mes un saldo comercial de cincuenta mil onzas, y el cambio de Amsterdam se situará en Londres, para el mes de enero, a dos o tres por ciento por encima de la par, lo cual significa, en el lenguaje de los banqueros, que el cambio de Holanda, que en diciembre estaba a la par,o sea a treinta y cinco escalines por libra esterlina en Londres, subirá en enero a treinta y seis escalines, poco más o menos; pero cuando los banqueros hayan enviado esta deuda de cincuenta mil onzas a Holanda, el cambio para Amsterdam volverá a situarse nuevamente a la par en Londres, o sea a treinta y cinco escalines.

Ahora bien, si un banquero inglés, teniendo en cuenta el envío que se hace a Holanda de una cantidad extraordinaria de mercancías, prevé en enero que Holanda con ocasión de los pagos y ventas de marzo resultará considerablemente deudora de Inglaterra, ya desde el mes de enero, en lugar de enviar cincuenta mil escudos u onzas que se deben en aquel mes para Holanda, podrá suministrar sus letras de cambio sobre su corresponsal de Amsterdam, pagaderas a doble uso o a dos meses, para saldar su valor a la fecha de vencimiento; gracias a este método podrá beneficiarse del cambio, que en enero se hallaba por encima de la par, mientras en marzo se situará por debajo. De este modo ganará doblemente, sin enviar un sueldo a Holanda.

He aquí lo que los banqueros denominan especulaciones, que a menudo vienen a alterar los cambios durante poco tiempo, independientemente del balance del comercio; pero a la larga es forzoso volver a ese saldo que constituye la norma constante y uniforme de los cambios. Y aunque las especulaciones y créditos de los banqueros pueden retrasar a veces el transporte de las sumas que un Estado debe a otro, siempre es preciso, en definitiva, pagar la deuda y enviar el saldo de comercio en especies al lugar donde aquélla es debida.

Si Inglaterra gana constantemente un saldo comercial con Portugal, y pierde, en cambio, el de Holanda, los precios del cambio con Holanda y Portugal pondrán en evidencia este hecho: se advertirá que en Londres el cambio para Lisboa se halla por debajo de la par, y Portugal es deudora de Inglaterra; se verá también que el cambio sobre Amsterdam está por encima de la par, y que Inglaterra debe a Holanda, pero no se podrá inducir, a base de los cambios, el monto de la deuda. No se advertirá si el saldo de plata que se saca de Portugal esmayor o menor que el que ha de enviarse a Holanda.

Existe, sin embargo, un medio que permitirá conocer en Londres si Inglaterra gana o pierde en el saldo general de su comercio (entendiéndose por saldo o balance general la diferencia de los saldos particulares con todos los países extranjeros que comercian con Inglaterra), y es el precio de las especies de oro y de plata, particularmente del oro (hoy que la proporción del precio del oro y de la plata en especies acuñadas difiere de la proporción del precio de mercado, como explicaremos en el capítulo siguiente). Si el precio del metal de oro en el mercado de Londres, que es el centro del comercio de Inglaterra, es más bajo que el precio de la Torre, donde se acuñan guineas de oro, o tiene el mismo precio intrínseco de estas especies, y se lleva a la Torre metal de oro para recibir su valoren guineas o especies acuñadas, ello constituye una prueba evidente de que Inglaterra sale ganando en la balanza general de su comercio; es una prueba de que el oro que se saca de Portugal, no solamente basta para pagar el saldo que Inglaterra envía a Holanda, a Suecia, a Moscovia y a otros Estados de los cuales es deudora, sino que todavía queda oro remanente que puede enviarse a la Torre, para su acuñación, y la cantidad o suma de este balance general se conoce por la de las especies acuñadas en la Torre de Londres.

Ahora bien, si el metal de oro se vende en el mercado de Londres por encima del precio de la Torre, que es habitualmente de tres libras diez y ocho chelines por onza; ya no se llevará ese metal a la Torre para su acuñación, y ello será signo evidente de que no se obtiene del extranjero, por ejemplo de Portugal, tanto oro como Inglaterra está obligada a enviar a otros países de los que es deudora. Esta es una prueba de que el balance general de comercio es adverso a Inglaterra. No podríamos llegar a ese conocimiento si en Inglaterra no existiese una prohibición de enviar metal de oro amonedado fuera del reino; pero esta prohibición es causa de que los banqueros de Londres, precavidos como son, prefieran comprar metal de oro (que puedan enviar a países extranjeros) a tres libras dieciocho chelines, y hasta a cuatro libras esterlinas la onza, para enviarlo al exterior, en lugar de enviar guineas o metal de oro amonedado, a tres libras dieciocho chelines, contraviniendo las leyes y con peligro de confiscación. Algunos hay, sin embargo, que se aventuran a ello; otros venden las monedas de oro para enviarlas como simple especie, y no es posible juzgar la cantidad de oro que Inglaterra pierde cuando el saldo general del comercio le es adverso.

En Francia se deducen los gastos de fabricación de las especies, que representan una comisión de 1 1/2 %, es decir, que siempre se paga por la moneda acuñada un precio más alto que por las especies simples. Para conocer si Francia pierde en el balance general de ese comercio bastará saber si los banqueros envían al extranjero monedas acuñadas de Francia. Si lo hacen, ello será una prueba de que no pueden encontrar las especies que necesitan para este transporte, ya que si bien el metal no acuñado se cotiza en Francia a precio inferior al de las monedas, tiene un valor más alto que el de estas acuñaciones, en los países extranjeros, por lo menos de 1 1/2 %.

Aunque los precios de los cambios raramente varían sino con relación a la balanza de comercio, entre este Estado y los otros países, y aunque, naturalmente, este balance no es sino la diferencia de valor de los artículos y mercaderías que el Estado envía a otros países, y de los que él mismo recibe, existen circunstancias y causas accidentales en virtud de las cuales se envían remesas de considerables sumas, de un Estado a otro, sin que ello guarde relación con las mercaderías y el comercio, y estas causas influyen sobre los cambios análogamente a como lo harían la balanza y el excedente del comercio.

De esta naturaleza son las sumas de dinero que un Estado envía a otro para sus servicios secretos y finalidades políticas, para subsidio de alianzas, manutención de tropas, embajadores, señores que viajan, etc., los capitales que los habitantes de un Estado envían a otro para su inversión en fondos públicos o particulares, el interés que estos habitantes obtienen anualmente de semejantes fondos, etc. Los cambios varían con todas estas causas accidentales y siguen la regla del obligado transporte de dinero. Si consideramos la balanza de comercio no pueden quedar al margen cuestiones de esta naturaleza, ya que en efecto sería muy difícil separarlas. Seguramente influyen en el aumento y en la disminución del dinero efectivo de un Estado y de su fortaleza y poder.

El tema de mi investigación no me permite extenderme acerca de los efectos de estas causas accidentales, por lo que me limitaré a recoger la práctica común del comercio, por temor a complicar mi estudio, que ya lo está bastante por la multiplicidad de hechos que en él se presentan.

Los cambios se elevan más o menos por encima de la par, en proporción de los gastos, grandes o pequeños, y de los riesgos del transporte del dinero, y en este supuesto, los cambios se elevan más, naturalmente, por encima de la par,en las ciudades o Estados donde existe prohibición de transportar dinero fuera del Estado mismo, que en aquellos otros donde el transporte es libre.

Supongamos que Portugal consume anualmente y de modo constante cantidades considerables de manufacturas de lana y otros artículos de Inglaterra, tanto para sus propios habitantes como para los de Brasil; que de estas sumas paga una parte en vino, aceites, etc., pero que por el excedente del pago, existe un saldo comercial constante que precisa enviar de Lisboa a Londres. Si el rey de Portugal, bajo la pena, no solamente de confiscación, sino aun de perder la vida, prohibe con todo rigor transportar metal de oro o de plata fuera de su territorio, el terror a estas prohibiciones impedirá por lo pronto que los banqueros se entremezclen en las remesas de esos saldos. El precio de las mercaderías inglesas quedará disponible en efectivo en Lisboa. Los mercaderes ingleses, no pudiendo recibir sus fondos de Lisboa, no enviarán más tejidos. Como consecuencia, las telas se encarecerán de un modo extraordinario; sin embargo, los tejidos no han subido de precio en Inglaterra, sino que los comerciantes se abstienen tan sólo de enviarlos a Lisboa puesto que no puede disponerse de su importe. Para tener telas inglesas, la nobleza portuguesa y otras personas, que no se avienen a prescindir de ellas, ofrecerán el doble del precio usual; pero como no podría obtenerse bastante cantidad sino enviando dinero fuera de Portugal, el aumento del precio constituirá el beneficio de quien, contraviniendo las prohibiciones, envíe el oro y la plata, fuera del reino. Este incentivo animará a muchos judíos y otras personas a trasladar oro y plata a los barcos ingleses surtos en la rada de Lisboa, aun con riesgo de la vida. Ganarán por lo pronto de cien a ciento cincuenta por ciento en esta operación, y el beneficio será pagado por los portugueses en el elevado precio que ofrecerán por las telas. Poco a poco se familiarizarán con estos manejos, después de haberlos practicado a menudo con éxito, y con el tiempo podrá situarse dinero a bordo de los barcos ingleses con un recargo de un dos o un uno por ciento.

El rey de Portugal hace la ley o la prohibición. Sus súbditos, incluso sus cortesanos, pagan los gastos del riesgo que se corre por soslayar y eludir la prohibición. Semejante ley carece, por consiguiente, de eficacia; antes bien representa un efectivo perjuicio para Portugal, porque da lugar a que salga mucho más dinero del Estado del que saldría si semejante ley no existiese.

En efecto, los que se benefician con semejante maniobra siendo judíos o gentes de otro origen, no dejan de enviar sus beneficios a países extranjeros, y cuando ya han reunido cantidad suficiente o les invade el miedo, ellos mismos corren detrás de su dinero.

Si algunos de estos delincuentes fueran sorprendidos in fraganti, confiscados sus bienes y aun condenados a perder la vida, esta circunstancia y esta ejecución, en lugar de impedir la salida de dinero, no haría sino aumentarla, porque los que antes se conformaban con una tasa de uno o dos por ciento en ese tipo de operaciones querrían tener veinte o cincuenta por ciento, con lo que siempre será necesaria una exportación de dinero en cantidad bastante para pagar el saldo.

No sé si habré conseguido convencer con mis razonamientos a quienes no tienen idea del comercio. Estoy persuadido de que quienes poseen una práctica al respecto los habrán comprendido con facilidad, y me explico que se extrañen de que quienes dirigen los Estados y administran las finanzas de los grandes reinos sepan tan poco de la naturaleza de los cambios y prohíban la salida de materias primas y de especies de oro y plata, al mismo tiempo. El único medio de conservarlos es conducir tan bien el comercio con el extranjero que el saldo no sea desfavorable al Estado.

Capítulo IV

De las variaciones en la proporción de valores, con respecto a los metales que sirven como moneda

Si los metales fueran tan fáciles de encontrar como lo es el agua, comúnmente, cada uno tomaría para sus necesidades la necesaria cantidad, y dichos metales apenas tendrían valor alguno. Los metales que más abundan y que menos cuesta producir son, también, los más baratos. El hierro parece ser el más necesario, pero como su extracción se logra comúnmente en Europa con menos pena y trabajo que el cobre, su baratura es mayor.

El cobre, la plata y el oro son los tres metales de los que comúnmente nos servimos para la acuñación de monedas. Las monedas de cobre son más abundantes y cuestan menos, en tierra y mano de obra. Las minas más abundantes de cobre se hallan actualmente en Suecia; en el mercado hacen falta más de ochenta onzas de cobre para pagar una onza de plata. También conviene observar que el cobre que se extrae de ciertas minas es más perfecto y brillante que el producido en otras.El del Japón y el de Suecia es más apreciado que el de Inglaterra. En tiempo de los romanos el de España era mejor que el de Chipre. En cambio el oro y la plata, cualquiera que sea la misma de donde se extraiga, son siempre de la misma perfección, una vez refinados.

El valor del cobre, y el de todas las demás cosas, está proporcionado a la cantidad de tierra y de mano de obra que intervienen en su producción. Además de los usos ordinarios para los cuales se emplea, como la fabricación de cacerolas, vasos, baterías de cocina, etc. se utiliza casi en todos los Estados para la acuñación de moneda divisionaria. En Suecia incluso se hace uso de él para pagos importantes, cuando la plata escasea. Durante los cinco primeros siglos, en Roma no se utilizaba otra moneda. La plata sólo empezó a usarse en los cambios en el año 484. La proporción del cobre a la plata se fijó entonces, en las monedas, de 72 a 1; en la acuñación de 512, como de 80 a 1; en la de 537, como 64 a 1; en la de 586, de 48 a 1; en la de 663, de Druso, y en la de Sila, de 672, en 53 1/3 a 1; en la de Marco Antonio, de 712, y en la de Augusto, de 724, de 56 a 1; en la de Nerón, del año 54 d. c., de 60 a 1; en la de Antonino, del año 160, de 64 a 1; en tiempo de Constantino, año 330 d. c., de 120 a 125 a 1; en el siglo de Justiniano, alrededor de 550, de 100 a 1; posteriormente ha ido variando por debajo de la proporción de 100 a 1 en las monedas de Europa.

Hoy, cuando la moneda de cobre sólo se usa en las pequeñas transacciones, ya sea aleándola con calamina para hacer cobre amarillo como en Inglaterra, o con una pequeña parte de plata, como en Francia y en Alemania, su valor se suple comúnmente en la proporción de 40 a 1; aunque el cobre en el mercado sea con respecto a la plata, de ordinario, como de 80 o 100 a 1. La razón es que de ordinario se distribuyen sobre el peso del cobre los gastos de fabricación, y cuando no se tiene suficiente cantidad de moneda divisionaria para atender a las pequeñas transacciones en el Estado, las monedas de cobre, solo o en aleación, circulan sin dificultad, a pesar de su carencia de valor intrínseco; pero cuando se quiere darlas en cambio de un país extranjero, no se las recibe sino al peso del cobre y de la plata que entren en la aleación. Incluso en los Estados en que, por avaricia o ignorancia de los gobernantes, se da curso a una cantidad excesiva de esta moneda divisionaria para las pequeñas transacciones, y donde se dispone quesea admitida una cierta proporción de esa moneda en los pagos de importancia, no se la admite a gusto. Así la moneda divisionaria se recibe con un agio contra la plata acuñada, como sucede con la moneda de vellón y los ardites en España, para los grandes pagos; sin embargo, la moneda divisionaria circula siempre sin dificultad en las pequeñas transacciones y siendo ordinariamente pequeño el valor en estos pagos, la pérdida resulta menor todavía. Esta es la razón de que sin dificultades se llegue a un acomodo, cambiándose el cobre por pequeñas monedas de plata por encima del peso y del valor intrínseco del cobre en el Estado mismo, pero no en los otros Estados, ya que cada uno de ellos tiene acuñación propia con la cual lleva a efecto las pequeñas transacciones.

El oro y la plata tienen, como el cobre, un valor proporcional a la tierra y al trabajo necesarios para su producción; y si el público soporta los gastos de acuñación de estos metales, su valor en lingotes y en moneda es el mismo, su valor de mercado y su valor de acuñación son parejos, su valor en el Estado y en los países extranjeros es constantemente idéntico, regulado siempre a base del peso y de la finura, es decir, el peso solo si esos metales son puros y carecen de aleación.

Las minas de plata se han encontrado con mayor abundancia que las de oro, pero no de modo igual en todos los países ni en todos los tiempos: siempre han hecho falta varias onzas de plata para pagar una onza de oro, pero unas veces más y otras menos, según la abundancia de estos metales y la demanda. En el año 310 de la fundación de Roma precisaban en Grecia trece onzas de plata para pagar una onza de oro, es decir, que el oro estaba con respecto a la plata en la proporción de 1 a 13; el año 400 poco más o menos, como de 1 a 12; el año 460, como de 1 a 10, tanto en Grecia como en Italia, y en el resto de Europa. Esta proporción de 1 a 10 parece haber continuado constantemente durante tres siglos, hasta la muerte de Augusto, en el año 767 de la fundación de Roma, o sea el 14 de la Era Cristiana. En tiempo de Tiberio el oro se hizo más raro o la plata más abundante, habiendo subido poco a poco la proporción a la de 1 a 12, 12 1/2 y 13. Bajo Constantino, en el año de gracia 330, y bajo Justiniano, en el 550, fué de 1 a 14 2/5. Luego la historia se hace más obscura; algunos creen que la proporción vino a ser de 1 a 18 en tiempo de ciertos reyes de Francia. En el año de gracia de 840, durante el reinado de Carlos el Calvo, se acuñaron monedas de oro y plata, y la proporción se estimó de 1 a 12. Bajo el reinado de San Luis, que murió en 1270, la proporción era de 1 a 10; en 1371, como de 1 a 12; en 1421, por encima de 1 a 11; en 1500, por debajo de 1 a 12; hacia 1600, como de 1 a 12; en 1641, como de 1 a 14; en 1700, como de 1 a 15 ; en 1730 como de 1 a 14 1/2.

La cantidad de oro y de plata que se había traído de México y del Perú durante el pasado siglo, no sólo ha hecho más abundantes estos metales sino que incluso ha elevado el valor del oro con respecto a la plata recibida en mayor cantidad, de manera que la proporción que se fija en las monedas de España, según los precios del mercado, es como de 1 a 16; los otros Estados de Europa han seguido bastante cerca los precios de España en sus monedas, estableciéndolos unos como de 1 a 15 7/8, otros como de 1 a 15 3/4, a 15 5/8, etc., según las ideas y opiniones de los directores de las Casas de Moneda. Ahora bien, desde que Portugal extrae considerables cantidades de oro del Brasil, la proporción ha empezado a bajar de nuevo, si no respecto a las monedas, por lo menos en cuanto a los precios de mercado, el cual da a la plata un valor más elevado que en pasadas épocas, aparte de que, con bastante frecuencia, viene de las Indias orientales mucho oro a cambio de la plata que a esos países se lleva desde Europa, porque la proporción es mucho más baja en las Indias.

En el Japón, donde existen minas de plata bastante ricas, la proporción del oro a la plata es, en la actualidad, como de 1 a 8; en la China, como de 1 a 10; en los otros países de aquende de las Indias, como de 1 a 11, de 1 a 12, de 1 a 13 y de 1 a 14, a medida que uno se aproxima al Occidente y a Europa. Pero si las minas del Brasil continúan suministrando tanto oro, la proporción podrá bajar, a la larga, hasta situarse en la de 1 a 10, incluso en Europa, cosa que me parece la más natural si es que esta proporción ha de guiarse por cosa distinta del azar. Es evidente que durante la época en que todas las minas de oro y de plata, en Europa, en Asia y en Africa se explotaban por cuenta de la República Romana, la proporción de 1 a 10 era la más constante.

Aunque todas las minas de oro rindieran constantemente la décima parte de lo que rinden las de plata, no podría afirmarse que, por esta razón, la proporción entre los dos metales sería como de 1 a 10. Aun en tal caso, dicha proporción dependería siempre de la demanda y del precio de mercado bien podría ocurrir que los ricos prefiriesen llevar en sus bolsas monedas de oro en lugar de monedas de plata, y que empleasen con preferencia dorados y ornamentos de oro más bien que de plata, para elevar el precio del oro en el mercado.

Tampoco se podría determinar la proporción de estos metales considerando la cantidad que un Estado posee. Supongamos la proporción de 1 a 10 en Inglaterra y que la cantidad de oro y plata que en ese país circula se cifrara en veinte millones de onzas de plata y de dos millones de onzas de oro, lo que equivaldría a cuarenta millones de onzas de plata; que se envíe un millón de onzas de oro, de los dos millones que existen en Inglaterra, y que se introduzcan en cambio, diez millones de onzas de plata; en tal caso existían treinta millones de onzas de plata, y tan solo un millón de onzas de oro, es decir, siempre el equivalente de cuarenta millones de onzas de plata. Si se considera la cantidad de onzas, habrá treinta millones de onzas de plata y un millón de onzas de oro; por consiguiente si decidieran las cantidades de uno y otro metal, la proporción del oro a la plata sería como de 1 a 30, pero esto es imposible. Siendo la proporción de los países vecinos, del extranjero, como de 1 a 10, no costará, pues, más que diez millones de onzas de plata, más una pequeña cantidad por los gastos de transporte, traer al Estado un millón de onzas oro, a cambio de los diez millones de onzas de plata.

En consecuencia, para juzgar acerca de la proporción entre el oro y la plata, lo único decisivo es el precio del mercado; el número de los que tienen necesidad de un metal, es lo que determina el precio. La proporción depende a menudo del capricho de los hombres: las transacciones se hacen en forma burda, y no geométricamente. Sin embargo, no creo que para precisarlas pueda imaginarse ninguna regla, sino la mencionada; por lo menos sabemos que en la práctica eso es lo decisivo, lo mismo que en el precio y en el valor de cualquier otra cosa. Los mercados extranjeros influyen sobre el precio del oro y de la plata más que sobre el precio de cualquier otra mercancía o artículo, porque nada se transporta con más facilidad y menos desperdicio. Si existiera un comercio libre y regular entre Inglaterra y el Japón, si se empleara constantemente un cierto número de barcos para efectuar ese comercio y el balance comercial fuese igual en todos los aspectos, es decir, si se enviaran constantemente de Inglaterra al Japón tantas mercaderías, respecto a precio y valor, como artículos se extraen del Japón, en definitiva se sacaría todo el oro del Japón a cambio de plata, y la proporción en el Japón, entre la plata y el oro, sería semejante a la que impera en Inglaterra, con la única diferencia de los riesgos de navegación, porque en nuestra hipótesis los costos del viaje estarían soportados por el tráfico de las mercaderías.

Suponiendo que la proporción fuera como de 1 a 15 en Inglaterra, y de 1 a 8 en el Japón, podría ganarse más del 87 por ciento llevando plata de Inglaterra al Japón, y trayendo oro del Japón a Inglaterra. Pero esa diferencia no es bastante, de ordinario, para pagar los gastos de un viaje tan largo y difícil, siendo preferible traer mercancías del Japón, a cambio de plata, en lugar de traer oro. Solamente los costos y riesgos del transporte de oro y plata pueden dejar una diferencia en la proporción existente entre estos metales, en Estados diferentes; en el Estado más cercano, dicha proporción diferirá muy poco, cifrándose sucesivamente en un uno, dos o tres por ciento; pero de Inglaterra al Japón la suma de todas estas diferencias de proporción ascenderá a más de 87 por ciento.

Es el precio de mercado lo que decide la proporción entre el valor del oro y el de la plata: el precio del mercado es la base de esta proporción en el valor que se da a las especies de oro y plata amonedadas. Si el precio del mercado varía considerablemente, es preciso reformar el de las especies amonedadas para seguir la regla del mercado; si no se procede así, la confusión y el desorden reinarán en la circulación, tomándo las monedas de uno u otro metal a precio más elevado que el que fijó la Casa de Moneda. La Antigüedad nos ofrece infinidad de ejemplos, y existe uno muy reciente en Inglaterra bajo las regulaciones establecidas por la Casa de Moneda de la Torre de Londres. La onza de plata, de once dineros de fino, vale allí cinco chelines y dos dineros o peniques esterlina: desde que la proporción del oro a la plata (que siguiendo el ejemplo de España se había cifrado de 1 a 16) ha descendido a la proporción de 1 a 15, y aún de 1 a 14 1/2, la onza de plata se vendía a cinco chelines y seis dineros esterlina, mientras que la guinea de oro continuaba teniendo curso a razón de veintiún chelines y seis dineros esterlina, circunstancia que dió lugar a que se exportaran de Inglaterra todos los escudos, chelines y medios chelines de plata que no estaban en circulación. La plata llegó a escasear tanto en 1720 (sólo siguieron en circulación las piezas más usadas), que las gentes se vieron obligadas a cambiar una guinea con pérdida de casi un cinco por ciento. El embarazo y la confusión producidos por tal causa en la circulación y en el comercio obligaron a la Tesorería a requerir al famoso caballero Isaac Newton, Director de la Casa de Moneda de la Torre, para que redactase un Informe indicando los arbitrios más convenientes para remediar ese estado de cosas.

Nada más fácil que lograrlo. Bastaba sólo seguir el precio de mercado de la plata al hacer acuñaciones en la Torre. Y como la proporción entre el oro y la plata se había establecido desde tiempo atrás conforme a las leyes y reglas de la Casa de Moneda, como de 1 a 15 y 3/4, bastaba acuñar monedas de plata más débiles, en la proporción del precio de mercado, que había caído por debajo de 1 a 15, y aun, anticipándose a la variación que el oro del Brasil causa anualmente en la proporción de los dos metales, se hubiera podido incluso establecerla sobre el pie de 1 a 14 1/2, como se hizo en Francia en 1725, y como será necesario hacerlo después en Inglaterra misma.

Es cierto que también podían ajustarse las acuñaciones de Inglaterra al precio y proporción del mercado, disminuyendo el valor nominal de las monedas de oro. Tal fué la política adoptada por Sir Isaac Newton en su Informe, y por el Parlamento como consecuencia del mismo. Pero era éste el partido menos natural y más desventajoso, como intentaré demostrar. Por lo pronto era más natural elevar el precio de las monedas de plata, porque ya el público lo había hecho en el mercado: la onza de plata que no valía más que sesenta y dos dineros en la Casa de Moneda, alcanzaba más de sesenta y cinco en el mercado, exportándose las monedas de plata de Inglaterra salvo cuando la circulación había reducido su peso. Por otra parte hubiera sido menos desventajoso para la nación inglesa elevar las especies de plata que bajar las de oro, considerando las sumas que Inglaterra debe al extranjero. Si suponemos que Inglaterra debe al extranjero cinco millones de esterlinas de capital, invertido en fondos públicos, puede igualmente suponerse que el extranjero ha pagado este capital en oro a razón de veintiún chelines seis dineros la guinea, o sea en plata a sesenta y cinco dineros esterlina la onza, de acuerdo con el precio del mercado.

Por consiguiente estos cinco millones han costado al extranjero, a veintiún chelines seis dineros la guinea, cuatro millones seiscientos cincuenta y un mil ciento sesenta y tres guineas; pero ahora que la guinea está reducida a veintiún chelines, el capital que habrá de reintegrarse exigirá cuatro millones setecientas sesenta y un mil novecientas cuatro guineas, lo que significará para Inglaterra una pérdida de ciento diez mil setecientas cuarenta y una guineas, sin contar la pérdida representada por los intereses anualmente pagados.En contestación a esta réplica Sir Newton me ha manifestado que, según las leyes fundamentales del Reino, la plata era el único y verdadero patrón monetario y que, como tal, no podía ser alterado.[1]

Fácil es argüir que habiendo alterado el público esta ley mediante la costumbre y el precio del mercado, había cesado de ser ley; que en estas circunstancias no había necesidad de observarla escrupulosamente, en desventaja de la nación, y pagar a los extranjeros más de lo que se les debía. Si no se hubieran considerado las monedas de oro como verdadera moneda, el oro hubiera soportado la variación como ocurre en Holanda y en China, donde el oro se considera más bien como mercadería que como moneda. Si el precio de las monedas de plata hubiera subido en el mercado, sin tocar el oro, ninguna pérdida se hubiere registrado en relación con el extranjero, y las monedas de plata hubieran sido abundantes en la circulación; en la Torre habrían proseguido las acuñaciones, mientras que ahora se interrumpirán, hasta que se haga un nuevo arreglo.

Mediante la disminución del valor del oro (provocada por el Informe Newton) de veintiún chelines seis dineros a veintiún chelines, la onza de plata que antes se vendía en el mercado de Londres a sesenta y cinco y sesenta y cinco peniques y medio, ya no se vendió en realidad sino a sesenta y cuatro peniques; pero tal como se acuñaba en la Torre, la onza valía en el mercado sesenta y cuatro, y si se la llevaba a la Torre para acuñar, no valía sino sesenta y dos, razón por la cual no se llevaba ya plata para su acuñación. Realmente se han acuñado algunos chelines o quintos de escudo, a expensas de la Compañía del Mar del Sur, perdiendo la diferencia en el precio del mercado, pero esas acuñaciones desaparecieron tan pronto como fueron puestas en circulación. Actualmente ya no se ven circular monedas de plata que tengan el peso legítimo establecido por la Torre; en los cambios sólo se emplean monedas de plata usadas, cuyo peso no excede el precio de mercado.

Sin embargo, el valor de la plata en el mercado continúa elevándose imperceptiblemente. La onza que después de la reducción a que nos hemos referido, no valía sino sesenta y cuatro, ha vuelto a elevarse nuevamente a sesenta y cinco y medio y sesenta y seis, en el mercado; y para tener en circulación monedas de plata y seguir acuñándolas en la Torre sería necesario reducir el valor de la guinea de oro, de veintiún chelines a veinte, y perder con el extranjero el doble de lo que se ha perdido ya, a menos que se prefiera seguir el cauce natural y ajustar las monedas de plata al precio del mercado. Sólo el precio del mercado puede restituir la proporción de valor del oro a la plata, lo mismo que todas las proporciones de valores. La reducción de la guinea a veintiún chelines, propuesta por Sir Newton no ha sido calculada sino para impedir que desaparecieran las monedas de plata débiles y usadas que continuaban en circulación; no se imaginó para establecer respecto a las monedas de oro y plata la verdadera proporción de sus precios, es decir la fijada por los precios de mercado. Este precio es siempre la piedra de toque en tales cuestiones. Sus variaciones son bastante lentas y dan tiempo para regular las acuñaciones e impedir desórdenes en la circulación.

En ciertos siglos el valor de la plata aumenta lentamente con respecto al oro; en otros el valor del oro sube en relación con el de la plata. Este fué el caso en la época de Constantino, que prefirió todos los valores al del oro, como más permanente; pero en términos generales el valor de la plata es más permanente y el del oro se halla más sujeto a variación.

Capítulo V

Del aumento y de la disminución de valor de las especies amonedadas en denominación determinada

Conforme a los principios que hemos establecido, las cantidades de dinero que circulan en los cambios fijan y determinan los precios de todas las cosas en un Estado, teniendo en cuenta la rapidez o la lentitud de la circulación.

Sin embargo, con ocasión de los aumentos y disminuciones practicados en Francia, vemos muy a menudo cambios tan extraños que podría imaginarse que los precios de mercado corresponden más bien al valor nominal de las monedas que a su cantidad en el cambio; a la cantidad de libras tornesas como moneda de cuenta, más bien que a la cantidad de marcos y onzas, lo cual parece directamente opuesto a nuestros principios.

Supongamos —como ocurrió en 1714— que la onza de plata o el escudo tenga un curso de cinco libras, y que el Rey publique un mandamiento ordenando la disminución de los escudos, todos los meses, durante veinte meses, a razón de uno por ciento al mes, para reducir su valor nominal a cuatro libras, en lugar de cinco. Veamos cuáles serán las naturales consecuencias, teniendo presente la idiosincrasia de la nación.

Todos cuantos deben dinero se apresurarán a pagarlo durante las disminuciones para no perder con ellas; los empresarios y mercaderes encuentran cosa fácil tomar dinero a préstamo, circunstancia que anima a los menos capaces y solventes a aumentar sus empresas. Toman dinero a préstamo —a juicio suyo, sin interés— y adquieren gran copia de mercaderías al precio corriente. Incluso elevan los precios de las mismas por la presión de su demanda. Los vendedores se muestran remisos a desprenderse de sus mercancías contra un dinero que en sus manos va perdiendo su valor nominal. Recurren a las mercancías de países extranjeros importando considerablemente cantidades de ellas para el consumo de varios años. Todo esto hace circular el dinero con velocidad mayor y eleva el precio de las cosas. Los altos precios impiden que el extranjero extraiga mercancías de Francia, como de costumbre. Francia guarda sus propias mercancías y al mismo tiempo importa grandes cantidades de artículos extranjeros. Esta doble operación es causa de que sea preciso enviar sumas considerables de dinero a los países extranjeros para pagar saldos.

El tipo de cambio nunca deja de reflejar esta desventaja. El tipo de cambio suele cifrarse a un seis o un diez por ciento contra Francia, durante estas disminuciones. Las personas enteradas en Francia atesoran su dinero en tales épocas; el Rey encuentra medio de tomar mucho dinero a préstamo, sobre el cual pierde voluntariamente la disminución, con la esperanza de compensarse a sí mismo mediante un aumento al fin de estas disminuciones.

A este fin, después de varias disminuciones, se comienza a atesorar dinero en el Tesoro real, a posponer los pagos, las pensiones y las soldadas del ejército; en estas circunstancias el dinero se hace extraordinariamente raro al fin del período de las disminuciones, a causa de las sumas atesoradas por el Rey y por muchos particulares, y por la relación con el valor nominal de las monedas, cuyo valor ha disminuído. Las sumas enviadas al extranjero contribuyen también en gran parte a la rareza del dinero, y poco a poco esta escasez es causa de que se ofrezcan las mercaderías almacenadas, de las cuales están abarrotados todos los empresarios, un cincuenta y un sesenta por ciento más baratas de lo que estaban en la época de la primera disminución. La circulación cae en convulsiones; apenas si se encuentra dinero para enviar al mercado; muchos empresarios y comerciantes se declaran en quiebra, y sus mercancías se venden a vil precio.

Entonces el Rey aumenta nuevamente las acuñaciones; pone el nuevo escudo u onza de plata, de nuevo cuño, a cinco libras; comienza a pagar con estas nuevas monedas las tropas y las pensiones; las monedas viejas quedan fuera de circulación y no se reciben por la Casa de Moneda sino a un valor nominal más bajo. El Rey se aprovecha de la diferencia.

Pero el total de nuevos cuños que salen de la Casa de Moneda no alcanza aun a restablecer la abundancia de dinero en la circulación. Las sumas que los individuos mantienen atesoradas y las que se envían al extranjero exceden considerablemente al aumento nominal registrado por las acuñaciones que salen de la Casa de Moneda.

La baratura de las mercancías en Francia comienza a atraer dinero del exterior, pues el extranjero, encontrándolas un cincuenta o un sesenta por ciento más baratas envía metal de oro y de plata a Francia para comprarlas. De este modo el extranjero que lleva dichos metales a la Casa de Moneda queda compensado de la tasa que tiene que pagar por la acuñación. Encuentra doble ventaja en el bajo precio de la mercancía que compra, y en el hecho de que la pérdida, representada por el impuesto de acuñación recae en definitiva sobre el francés, cuando vende sus mercaderías al extranjero. Los franceses poseen mercancías bastantes para el consumo de varios años: revenden por ejemplo a los holandeses las especias que les habían comprado, a los dos tercios del precio que pagaron por ellas. Todo esto se hace lentamente, pues el extranjero no se determina a comprar estas mercancías de Francia sino por razón de su baratura. La balanza de comercio, desfavorable a Francia en la época de las disminuciones, se torna en su favor en la época del aumento, y el Rey puede beneficiarse con un veinte por ciento más sobre todas las especies amonedables que entran en Francia, y que se llevan a la Casa de Moneda. Como los extranjeros deben ahora un saldo comercial a Francia y no disponen, en su propio país, de monedas de nuevo cuño, es preciso que transporten metales en barra y monedas viejas a la Casa de Moneda para recibir en cambio monedas nuevas con que atender a sus pagos. Pero este saldo de comercio que los extranjeros deben a Francia no resulta sino porque las mercancías han sido importadas a bajos precios.

Francia resulta defraudada como consecuencia de estas operaciones: paga precios muy altos por las mercancías extranjeras, con motivo de las disminuciones, y las revende a precio vil a los mismos extranjeros cuando el aumento sobreviene: vende a precio bajo sus propias mercancías, que ella había mantenido a tan alto precio cuando empezaron las disminuciones, y así resulta difícil que toda la moneda que salió de Francia, a causa de la disminución, pueda entrar de nuevo a nuestro país, cuando se produzca el aumento.

Cuando en el extranjero se falsifican las monedas de nueva acuñación, como con frecuencia ocurre, Francia pierde el veinte por ciento que el Rey ha establecido corno tasa de acuñación; todo esto es ganancia para el extranjero quien, además, se beneficia del bajo precio de las mercancías en Francia. El Rey obtiene un considerable beneficio de la tasa de acuñación, pero a Francia le cuesta el triple permitirle al monarca realizar ese provecho.

Claramente se advertirá que cuando existe una balanza de comercio favorable a Francia, contra el extranjero, el Rey está en condiciones de percibir una tasa de veinte por ciento o más mediante nuevas acuñaciones y el aumento del valor nominal de la moneda. Pero si la balanza de comercio es adversa a Francia, en la época de esta nueva acuñación y aumento de valor nominal, el Rey no obstendrá un gran beneficio. La razón estriba en que, en estas circunstancias, constantemente nos vemos obligados a enviar dinero al exterior. Ahora bien, en los países extranjeros el viejo escudo es tan bueno como el nuevo: siendo así, los judíos y los banqueros ofrecerán en secreto una prima o beneficio por las viejas monedas. y el particular que pueda venderlas por encima del precio de la Casa de Moneda no las llevará a ella. En dicha Casa sólo le darán por su escudo unas cuatro libras, mientras que el banquero le ofrecerá en un principio cuatro libras y cinco sueldos, después cuatro y diez, y finalmente cuatro y quince. Así puede ocurrir que un aumento en las acuñaciones se resuelva en un fracaso. Esto difícilmente puede suceder cuando el aumento se hace después de las disminuciones indicadas, porque entonces la balanza se torna naturalmente favorable a Francia, en la forma que hemos explicado.

La experiencia del aumento efectuado en el año 1726 puede servir para confirmar nuestro aserto. Las disminuciones que habían precedido a este aumento se hicieron repentinamente, sin aviso, lo cual impidió realizar las operaciones ordinarias de disminución de valor. Esto hizo, a su vez, que la balanza de comercio no se tornara fuertemente favorable a Francia al producirse el aumento de 1726; así, pocas personas llevaron a la Casa de Moneda sus antiguas acuñaciones, y hubo de renunciarse al beneficio de la tasa de acuñación, con el cual se contaba.

No me propongo explicar las razones que movieron a los ministros a disminuir repentinamente las acuñaciones, ni las que les llevaron a engañosos cálculos en el proyecto de aumento del año 1726. Si he hablado de los aumentos y disminuciones en Francia es porque los efectos que de ellas resultan parecen contradecir los principios por mí establecidos, conforme a los cuales la abundancia o la escasez de dinero, en un Estado, eleva o abate proporcionalmente los precios de todas las cosas.

Después de haber explicado los efectos de las disminuciones y aumentos de las monedas, tal como se han practicado en Francia, sostengo que ellos no destruyen ni debilitan mis principios. En efecto, si me dicen que lo que costaba veinte libras o cinco onzas de plata, antes de las indicadas disminuciones, no cuesta siquiera cuatro onzas o veinte libras de la nueva acuñación, después del aumento, convendré con ello, sin necesidad de apartarme de mis principios, porque tal como he explicado, hay menos dinero circulante del que existía antes de las disminuciones. Las dificultades del cambio en los tiempos y operaciones a que nos referimos motivan alteraciones en los precios de las cosas y en el interés del dinero, que no podrían tomarse como regla en los principios ordinarios de la circulación y de los tratos.

El cambio de valor numerario de la moneda ha resultado en todas las épocas como efecto de algún desastre o escasez en el Estado, o de la ambición de algún príncipe o particular. El año 157 de la fundación de Roma, Solón aumentó el valor numerario de los dracmas de Atenas después de una sedición, y la condonación de las deudas. Entre los años 490 y 512 de la fundación de Roma, la República romana aumentó en varias ocasiones el valor nominal de sus monedas de cobre de tal manera que su as llegó a tener el valor de seis. El pretexto fué subvenir a las necesidades del Estado y pagar sus deudas, acumuladas por la primera guerra púnica. Este hecho no dejó de causar gran confusión. En el año 663 Livio Druso, Tribuno de la plebe, aumentó el valor nominal de las monedas de plata en un octavo, rebajando su contenido de fino en la cantidad equivalente. Ello permitió a los falsificadores de moneda introducir confusiones en los tratos. El año 712 Marco Antonio, en su Triunvirato, aumentó el valor numerario de la plata en cinco por ciento, mezclando hierro con dicho metal, para subvenir a las necesidades del Triunvirato. En épocas sucesivas varios emperadores han debilitado o aumentado el valor nominal de la moneda. Otro tanto han hecho los reyes de Francia en distintas épocas; esta es la causa de que la libra tornesa, cuyo valor ordinario era el del peso de una libra de plata, haya llegado a descender tanto. Estos procedimientos siempre han sido causa de desorden en los Estados. Poco o nada importa cuál sea el valor numerario de las especies, con tal de que sean permanentes; la pistola de España vale nueve libras o florines en Holanda, alrededor de dieciocho libras en Francia, treinta y siete libras y diez sueldos en Venecia, cincuenta libras en Parma; en la misma proporción se cambian los valores entre estos diferentes países. El precio de todas las cosas aumenta insensiblemente cuando aumenta el valor nominal de las monedas, y la cantidad actual de éstas, en peso y finura, teniendo en cuenta la velocidad de la circulación, es la base y regla de los valores. Un Estado no gana ni pierde con el aumento o disminución del valor de las monedas mientras conserva la misma cantidad de ellas, aunque los particulares puedan ganar o perder, como consecuencia de la variación según sus compromisos. Todos los pueblos están llenos de falsos prejuicios e ideas falsas sobre el valor numerario de sus acuñaciones. En el capítulo relativo a los cambios hemos mostrado cómo la regla constante es el precio y la finura de las monedas corrientes de los diferentes países, marco por marco, y onza por onza; si un aumento o disminución del valor nominal cambia durante algún tiempo esta regla en Francia, sólo ocurre durante un período de crisis y de dificultades en los tratos. Siempre se vuelve, poco a poco, al valor intrínseco de modo necesario, tanto en los precios de mercado como en los cambios extranjeros.

Capítulo VI

De los Bancos y su crédito

Cien señores o propietarios de tierra, buenos ahorradores, reúnen anualmente a base de sus economías dinero suficiente para comprar tierras cuando la ocasión se presente, deposita cada uno de ellos diez mil onzas de plata en manos de un orfebre o banquero de Londres para evitar los inconvenientes de guardar en su casa este dinero y evitar el robo de que pudieran ser objeto; en compensación podrán obtener billetes pagaderos a la vista, y a menudo dejarán depositado su dinero durante largo plazo, y cuando tengan que efectuar alguna compra darán aviso anticipado al banquero para que les tenga preparado el dinero, en el momento en que se haya dado término a las consultas y se hallen redactadas las escrituras.

En estas circunstancias el banquero podrá prestar a menudo noventa mil onzas de plata (de las cien mil que debe) durante todo el año, y no tendrá necesidad de guardar en caja más de diez mil onzas, para hacer frente a los reintegros que puedan solicitarle. Sus negocios son con personas opulentas y económicas; a medida que le piden mil onzas por un lado, le llevan ordinariamente mil onzas, por otro. Basta pues, por lo común, mantener en efectivo la décima parte de sus depósitos. Ejemplos y experiencias de esta forma de operar se han podido reunir en Londres. Esto hace que en lugar de que los particulares guarden en sus arcas durante todo el año la mayor parte de las cien mil onzas, se acostumbren a depositarlas en manos de un banquero, y que noventa mil de esas cien mil onzas se pongan en circulación. Tal es, primordialmente, la idea que podemos formarnos de la utilidad de esta clase de Bancos; los banqueros u orfebres contribuyen a acelerar la circulación del dinero. Lo prestan a interés, a su propio riesgo y peligro, y sin embargo siempre están o deben estar dispuestos a pagar los billetes a voluntad del depositante, y contra su presentación.

Si un particular tiene que pagar mil onzas a otro, le dará en pago un billete del banquero, por dicha suma. Posiblemente esta otra persona no irá a reclamar al banquero el pago respectivo; guardará el billete y lo dará, en ocasión oportuna, en pago a un tercero, y así el billete en cuestión podrá pasar por muchas manos en los grandes pagos, sin que durante largo tiempo se piense en requerir su pago al banquero. Apenas si habrá alguno que, no teniendo una confianza completa o necesitando pagar sumas pequeñas, solicitará el reintegro. En este primer caso el dinero efectivo de un banquero no representa sino la décima parte de sus operaciones.

Si cien particulares o propietarios de tierra depositan en poder de un banquero sus rentas cada seis meses, a medida que reciben los pagos, y luego reclaman la devolución de su dinero conforme lo necesitan para sus gastos, el banquero estará en condiciones de prestar buena parte del dinero que debe y recibe al comienzo de cada semestre, por un corto término de algunos meses, antes de la terminación de dichos períodos. Su experiencia acerca del modo de proceder de sus clientes le enseñará que no puede prestar durante todo el año, sobre las sumas que debe, sino aproximadamente la mitad. Banqueros de este tipo verán arruinado su crédito si por un instante dejan de pagar sus billetes a la primera presentación, y cuando carecen de efectivo serían capaces de dar cualquier cosa para disponer inmediatamente de dinero, pagando incluso un interés más alto del que obtienen de las sumas por ellos prestadas. Esto hace que procedan según su experiencia y guarden en efectivo lo suficiente para atender a sus pagos, siempre de más, y no de menos. Muchos de estos banqueros (que constituyen el mayor número) guardan siempre en caja la mitad de las sumas a ellos confiadas en depósito, y prestan la otra mitad a interés, y la ponen en circulación. En este segundo ejemplo el banquero hace circular sus billetes de cien mil onzas o escudos con sólo cincuenta mil.

Si dispone de gran copia de depósitos y de un elevado crédito, verá aumentar la confianza que se tiene en sus billetes, y las gentes mostrarán menos prisa por reclamar el pago. Pero el pago sólo se difiere unos cuantos días o semanas cuando los billetes caen en manos de personas que no están acostumbradas a tratar con él, y debe guiarse siempre por las costumbres de quienes suelen confiarle su dinero. Si sus billetes caen en manos de gentes de su mismo oficio mostrarán éstas una gran prisa en retirarle el dinero.

Si las personas que depositan dinero en poder del banquero son empresarios y negociantes que pagan diariamente grandes sumas y pronto las solicitan en reintegro, con frecuencia ocurrirá que si el banquero distrae más de la tercera parte de su efectivo se encontrará en dificultades para atender los reintegros.

Es fácil de comprender, a base de estos ejemplos, que las sumas de dinero que un orfebre o banquero puede prestar con interés, o distraer de su caja, están naturalmente proporcionadas a las prácticas y modos de operar de sus clientes; mientras hemos visto banqueros que están a cubierto con efectivo por valor de la décima parte, otros necesitan guardar la mitad o los dos tercios, aunque el crédito de estos sea tan estimado como el de aquéllos.

Unos se fían de un banquero, otros de otro. El banquero más afortunado es aquel cuyos clientes son señores ricos, que desean inversiones seguras para su dinero, sin ponerlo a interés mientras esperan.

Un Banco general y nacional tiene sobre el Banco de un orfebre particular la ventaja de que siempre inspira más confianza; los depósitos más grandes se llevan a aquél, incluso desde los barrios más lejanos de la ciudad, y el Banco nacional no deja de ordinario a los pequeños banqueros sino los depósitos de menor cuantía, en sus respectivos barrios. Incluso las rentas públicas se depositan en aquél, en los países en que el príncipe no es absoluto. Y esta circunstancia, lejos de alterar la confianza y el crédito, sólo sirve para aumentarlos.

Si los pagos en un Banco nacional se hacen mediante transferencias o compensaciones, existirá la ventaja de no hallarse expuestos a falsificaciones, mientras que si el Banco da billetes, éstos podrán falsificarse, con el consiguiente perjuicio. También existirá el inconveniente de que quienes se hallan en los arrabales de la ciudad, lejos del Banco, preferirán pagar y recibir dinero en efectivo que trasladarse a él, especialmente las gentes del campo. En cambio si se generaliza el uso de los billetes de Banco, podrán servirse de ellos cerca y lejos. En los Bancos nacionales de Venecia y de Amsterdam sólo se paga mediante transferencia pero en el de Londres puede pagarse también en billetes y en dinero, a gusto de los particulares. Por esta razón es actualmente el Banco más fuerte.

Capítulo VII

Nuevos esclarecimientos e investigaciones sobre la utilidad de un Banco nacional

Escaso interés tiene examinar por qué el Banco de Venecia y el de Amsterdam llevan en sus libros cuentas en monedas distintas de la corriente, y por qué existe siempre un agio al convertir estos créditos contabilizados, en dinero corriente. En efecto semejante análisis carece de importancia en cuanto a la circulación. El Banco de Inglaterra no procedió así; sus cuentas, sus billetes y sus pagos se hacen y se mantienen en moneda corriente, cosa que me parece más uniforme y natural, y no menos útil.

No he podido reunir informaciones exactas acerca del monto de las sumas que ordinariamente se llevan a estos Bancos, ni sobre la cuantía de sus billetes y cuentas, así como tampoco de los préstamos que hacen, y de las sumas que mantienen en efectivo para hacer frente a los pagos. Quien esté mejor informado sobre estas cuestiones se hallará en mejor disposición para discutir sobre ellas. Sin embargo, como me consta que estas sumas no son tan cuantiosas como comúnmente se cree, trataré de opinar acerca de esta cuestión.

Si los billetes y escrituras del Banco de Londres, que me parece la institución más importante, se elevan semanalmente, en promedio, a cuatro millones de onzas de plata, o sea alrededor de un millón de libras esterlinas, y si ese Banco se limita a guardar regularmente como reserva doscientas cincuenta mil libras, o un millón de onzas de plata en moneda, la utilidad que ese instituto logra en la circulación corresponde a un incremento del dinero del Estado por valor de tres millones de onzas, o setecientas cincuenta mil libras esterlinas, que es, sin duda, una suma muy grande y de una utilidad considerable para la circulación, en circunstancias en que ésta necesita ser acelerada. En efecto ya he observado cómo hay ocasiones en que, para el bienestar del Estado, es preferible retardar la circulación que acelerarla. He oído decir que los billetes y efectos del Banco de Londres han alcanzado en ocasiones la cifra de dos millones de libras esterlinas, pero a mi entender esto sólo ha ocurrido en circunstancias excepcionales. Pienso que la utilidad de este Banco sólo corresponde en general, aproximadamente, a una décima parte del total del dinero que circula en Inglaterra.

Si son verídicos los datos que me han dado, en cifras redondas, respecto a los ingresos del Banco de Venecia en 1719, podría decirse en general que la utilidad de los Bancos nacionales nunca corresponde a la décima parte del dinero corriente que circula en un Estado. Tal es lo que de mis informaciones resulta.

Los ingresos del Estado de Venecia pueden ascender normalmente a cuatro millones de onzas de plata, que se deben pagar en dinero del Banco, si los recaudadores encargados de recibir en Pérgamo y en los países más distantes los impuestos, en dinero, necesitan convertirlos en dinero bancario cuando hacen sus liquidaciones a la República.

Todos los pagos a Venecia por negociaciones, compras y ventas, por encima de una módica suma, deben hacerse, de acuerdo con la ley, en dinero bancario. Todos los detallistas que han reunido moneda corriente con ocasión de sus transacciones se ven obligados a comprar dinero bancario con el cual puedan realizar sus pagos en grandes cantidades. Quienes para sus gastos o para las transacciones menudas necesitan nuevamente hacer uso de moneda divisionaria venderán dinero bancario para obtenerla.

Evidentemente los vendedores y compradores de este dinero bancario suelen estar a mano, cuando la suma de todos los créditos o cuentas, en libros, del Banco no exceden el valor de ochocientas mil onzas de plata, poco más o menos.

El tiempo y la experiencia (según mi informante) han dado este conocimiento a los venecianos. Cuando el Banco se fundó, los particulares llevaban a él su dinero para contar con créditos contabilizados por el mismo valor; posteriormente este dinero depositado en el Banco se gastará para las necesidades de la República, no obstante lo cual el dinero bancario mantenía su valor primordial porque se encontraban tantos particulares con necesidad de comprarlo como otros en necesidad de venderlo. Además, hallándose el Estado en urgencia de procurarse dinero, entregaba a los proveedores de artículos bélicos, créditos en dinero bancario, en lugar de plata, con lo que duplicó la suma de estos créditos.

Habiendo así llegado a ser el número de vendedores de dinero bancario superior al de compradores, dichos acreditivos comenzaron a perder terreno frente a la plata, hasta cifrarse la pérdida en un veinte por ciento. Con este descrédito los ingresos de la República disminuyeron en una quinta parte, y el único remedio que se encontró a este desorden fué pignorar una parte de los fondos públicos para tomar a interés dinero bancario. Mediante estos empréstitos en dinero bancario la mitad del ingreso quedó cancelado y hallándose entonces nuevamente equiparados, en cuanto a sus cantidades, vendedores y compradores, el Banco recuperó su primitivo crédito, y la suma de dinero bancario quedó reducida a ochocientas mil onzas de plata.

Mediante este procedimiento se ha evidenciado que la utilidad del Banco de Venecia, por lo que hace a la circulación, corresponde aproximadamente a ochocientas mil onzas de plata; si se supone que el dinero corriente en los Estados de esta República se eleva a ocho millones de onzas de plata, la utilidad del Banco corresponderá a la décima parte de este último valor.

Un Banco nacional en la capital de un gran Reino o Estado ha de contribuir menos, al parecer, a la utilidad de la circulación, a causa del alejamiento de sus provincias, que cuando se trata de un pequeño Estado. Y aunque el dinero circule en mayor abundancia que entre sus vecinos, un Banco nacional más bien perjudica que favorece. Una abundancia de dinero ficticia e imaginaria causa las mismas desventajas que un aumento de dinero real en circulación, elevando el precio de la tierra y del trabajo, haciendo más costosas las obras y manufacturas con el riesgo de una pérdida subsiguiente. Pero esta abundancia fugaz se desvanece al primer soplo de descrédito, y precipita el desorden.

A mediados del reinado de Luis XIV había en Francia más dinero en circulación que en los países vecinos, y las rentas reales se recaudaban, sin la ayuda de un Banco, tan fácil y cómodamente como hoy se recaudan en Inglaterra con la ayuda del Banco de Londres.

Si las compensaciones de Lyon, durante una de sus cuatro ferias, se elevan a ochenta millones de libras, y las operaciones se rematan con un solo millón de libras contantes y sonantes, ello se traduce en una gran ventaja, porque se ahorra la pena de una infinidad de transportes de dinero, de una casa a otra. Pero bien se concibe que aproximadamente con ese mismo millón en efectivo, que ha iniciado y concluido dichos giros, resulta factible efectuar en tres meses todos los pagos de ochenta millones.

Los banqueros en París han observado a menudo que la misma bolsa de dinero les ha llegado cuatro y cinco veces en los pagos de un solo día, cuando tenían que hacer muchos pagos y cobros.

Considero que los Bancos públicos son de una gran utilidad en los Estados pequeños, y en aquellos otros donde el dinero es más bien escaso, pero los creo poco útiles para la sólida ventaja de un gran reino.

El emperador Tiberio, príncipe severo y ahorrador, había recogido en el Tesoro imperial dos mil setecientos millones de sextercios, lo que corresponde a veinticinco millones de libras esterlinas, o cien millones de onzas de plata, cantidad inmensa de moneda para aquellos tiempos, y aun para los presentes. Evidentemente, inmovilizando tanto dinero entorpeció la circulación, y la plata se hizo más rara en Roma de lo que lo había sido.

Tiberio atribuía esta escasez al monopolio de negociantes y financieros que administraban las rentas del Imperio, y ordenó, mediante un edicto, que comprasen tierras al menos por los dos tercios de sus fondos. Este edicto, en lugar de animar la circulación, la desordenó por completo. Todos los financieros atesoraron y reclamaron sus fondos, so pretexto de ponerse en condiciones de dar cumplimiento al edicto comprando tierras, que en lugar de encarecerse se envilecían de precio, por la rareza del dinero en circulación. Tiberio remedió esta escasez de dinero, prestando a los particulares, sobre la base de buenas garantías, sólo trescientos millones de sextercios, es decir una novena parte del dinero disponible en su Erario.

Si la novena parte del Tesoro bastó en Roma para restablecer la circulación, parecería que el establecimiento de un Banco general en un gran reino (Banco cuya utilidad nunca correspondería a la décima parte del dinero circulante, cuando no se atesora) no sería en forma alguna realmente ventajoso y de modo permanente, y que considerado en su valor intrínseco sólo viene a constituir un expediente para ganar tiempo.

Pero un aumento real de la cantidad de dinero que circula es de naturaleza diferente. Ya nos hemos referido a ello, y el Tesoro de Tiberio nos da todavía ocasión de añadir algunas palabras. Este Tesoro de dos mil setecientos millones de sextercios, legado a la muerte de Tiberio, fué dilapidado por el emperador Calígula, su sucesor, en menos de un año. Nunca se vió tan abundante el dinero de Roma. ¿Cuál fué el efecto de este hecho? Esa cantidad de dinero sumió a los romanos en el lujo y les indujo a cometer toda suerte de delitos para subvenir a él. Todos los años salían más de seiscientas mil libras esterlinas fuera del Imperio para pagar mercancías en las Indias; en menos de treinta años el Imperio se empobreció, y la plata escaseó, sin que se hubiera producido ninguna desmembración o pérdida de una provincia.

Aunque estimo que un Banco general, en el fondo, tiene poca utilidad efectiva en un Estado grande, no dejo de reconocer que existen circunstancias en que un Banco puede producir efectos que parecen asombrosos.

En una ciudad donde la deuda pública alcanza sumas considerables, la facilidad de contar con un Banco permite vender y comprar sus fondos capitales en un instante, por sumas enormes, sin perturbar en modo alguno la circulación. Si en Londres un particular vende sus acciones de la Compañía del Mar del Sur para comprar otros valores en el Banco o en la Compañía de las Indias, o bien con la esperanza de que, pasado algún tiempo, podrá comprar a más bajo precio acciones de la misma Compañía del Mar del Sur, siempre se acomoda recibiendo billetes de Banco, y por lo común no exige el dinero que estos billetes representan, sino por el valor de los intereses. Como no gasta su capital, no tiene necesidad de convertirlo en moneda acuñada, pero siempre se ve obligado a solicitar del Banco el dinero necesario para su subsistencia, porque la moneda hace falta para las pequeñas transacciones.

Si un propietario de tierras que posee mil onzas de plata, paga doscientas por los intereses de los fondos públicos, y él mismo gasta ochocientas onzas, las mil onzas requerirán siempre moneda acuñada. El propietario en cuestión gastará ochocientas, y los propietarios de los valores públicos doscientas. Pero cuando dichos propietarios tienen el hábito de la especulación, y se dedican a vender y comprar fondos públicos, no hace falta dinero contante y sonante para estas operaciones, bastando tener billetes de Banco. Si fuera necesario retirar de la circulación moneda acuñada para atender a estas compras y ventas, habría de destinarse a ello una suma considerable, y con frecuencia se trastornaría la circulación, o más bien ocurriría en este caso que los valores no podrían venderse y comprarse tan frecuentemente.

Indudablemente estos capitales —o el dinero que se ha depositado en el Banco y que sólo en raras ocasiones se retira, como cuando un propietario de valores se dedica a un negocio donde hace falta efectivo para las operaciones menudas— son la causa de que el Banco no mantenga en caja sino la cuarta o la sexta parte de la plata con cuya garantía emite sus billetes. Si el Banco no tuviese los fondos de buena parte de estos capitales, se vería, en el curso ordinario de la circulación, reducido como los banqueros privados, a mantener disponible la mitad de los fondos que se le confían para hacer con ellos frente a sus compromisos. Es cierto que no se puede distinguir a base de los libros del Banco ni por sus operaciones la cuantía de estas clases de capitales que pasan por varias manos, en las ventas y compras realizadas en la Change alley, renovándose a menudo estos billetes en el Banco y cambiándolos por otros en el trueque. Pero la experiencia de las compras de acciones permite apreciar que su cuantía es considerable; sin estas compras y ventas las sumas depositadas en el Banco serían evidentemente más pequeñas.

Esto quiere decir que cuando un Estado no se halla endeudado y no tiene necesidad de comprar y vender acciones, la ayuda de un Banco será menos necesaria y menos importante.

En el año 1720 el capital de fondos públicos y de las Bubbles, títulos de sociedades particulares en Londres, ascendía a la suma de ochocientos millones de libras esterlinas, mientras que las compras y ventas de estos valores pestilentes se hacían sin dificultad, mediante abundante número de billetes de todo género emitidos al efecto, y mientras la gente se conformó con el mismo dinero de papel para el pago de los intereses. Pero tan pronto como el señuelo de las grandes fortunas indujo a numerosos particulares a aumentar sus gastos, adquirir carruajes, ropa blanca y sedas del extranjero, se necesitó moneda acuñada para todo esto (me refiero al gasto del interés), y ello trajo la ruina de todos los sistemas.

Permite apreciar este ejemplo que el papel y el crédito de los Bancos públicos y privados pueden provocar sorprendentes efectos en todo aquello que no hace relación al gasto ordinario para beber y comer, para el vestido y otras necesidades de las familias. Pero en el curso regular de la circulación la ayuda de los Bancos y del crédito de esta naturaleza es mucho menos considerable y menos sólida de lo que generalmente se piensa. Unicamente la plata es el verdadero nervio de la circulación.

Capítulo VIII

De los refinamientos del crédito de los Bancos generales

El Banco nacional de Londres está integrado por un gran número de accionistas que designan directores para la gerencia de las operaciones. Su primordial ventaja consistía en hacer una distribución anual de los beneficios obtenidos por vía de interés sobre el dinero prestado a base de los fondos depositados en el Banco; posteriormente se incorporó la Deuda pública, sobre la cual el Estado paga un interés anual.

A pesar de tan sólidos fundamentos se vió (cuando el Banco hizo fuertes anticipos al Estado, y los tenedores de billetes suponían que el Banco pasaba por dificultades) que las gentes corrían en tropel al Banco para retirar su dinero. Algo análogo sucedió cuando el colapso de la Compañía del Mar del Sur, en 1720.

Los refinamientos introducidos para sostener el Banco y atenuar su descrédito consistieron primero en establecer un cierto número de empleados para contar el dinero entregado a los tenedores de billetes, obligando a éstos a recibir grandes sumas en piezas de seis y de doce sueldos, para ganar tiempo; en hacer pagos parciales a los tenedores individuales que habían permanecido esperando días enteros para ser pagados a su vez; las sumas más considerables se pagaban a amigos, los cuales se retiraban con ellas, devolviéndolas después a escondidas, al Banco, para recomenzar al día siguiente la misma maniobra. De este modo el Banco salvaba las formas y ganaba tiempo, con la esperanza de que el descrédito se mitigara. Pero cuando ello no era suficiente, el Banco abría suscripciones animando a gentes acreditadas y solventes, a unirse para salir garantes de grandes sumas, con objeto de mantener el crédito y la circulación de los billetes de banco.

Gracias a este último refinamiento se mantuvo el crédito del Banco en 1720, cuando el colapso de la Compañía del Mar del Sur. En efecto tan pronto como se supo en el público que la suscripción había sido cubierta por gentes acaudaladas y poderosas, cesó la afluencia al Banco y los depósitos se reanudaron en la forma normal.

Si un ministro de Estado en Inglaterra, tratando de disminuir el precio del interés del dinero, o por otras razones, fuerza en sentido alcista el precio de los fondos públicos en Londres, y posee bastante influencia sobre los directores del Banco para obligarles (con la obligación de indemnizar, en caso de pérdida) a emitir una cantidad de billetes de Banco sin respaldo alguno, rogándoles que ellos mismos se sirvan de estos billetes, para comprar diversas partidas o paquetes de fondos públicos, estos fondos no dejarán de aumentar de precio, como consecuencia de tales manipulaciones. Los que los han vendido, viendo que el precio continúa elevándose, acaso se resuelvan, para no dejar inactivos sus billetes, y pensando —a base de rumores según los cuales el tipo de interés disminuirá y seguirá todavía el alza en dichos fondos— a comprarlos a un precio más alto de aquel al cual los habían vendido. Si varios particulares, viendo que los agentes de banca compran estos fondos. proceden de igual modo en la creencia de que se beneficiarán como ellos, los fondos públicos aumentarán de precio basta el límite que el ministro desee. Incluso puede ocurrir que el Banco revenda con sagacidad a un precio más alto todos los valores públicos que a solicitud del ministro había comprado, y con ello no sólo obtendrá un amplio beneficio, sino que retirará y cancelará todos los billetes de Banco redundantes que había emitido.

Si el Banco sólo eleva el precio de los fondos públicos, comprándolos, reducirá su precio cuando los revenda para cancelar sus billetes redundantes. Pero siempre ocurre que cuando diversos particulares quieren imitar a los agentes del Banco en sus operaciones, ayudan a mantener elevado el precio; incluso hay algunos que, ignorando el sentido de tales operaciones, quedan atrapados, en virtud de toda una serie de refinamientos o más bien de fraudes que no son del caso.

Es pues indudable que un Banco, en complicidad con el ministro, es capaz de elevar y sostener el precio de los fondos públicos y de reducir la tasa de interés en el Estado, al arbitrio del ministro, cuando las operaciones se llevan a cabo con discreción, y de este modo se liberan las deudas del Estado. Pero estos refinamientos, que abren la puerta para realizar grandes fortunas, sólo en contados casos se aplican para la utilidad exclusiva del Estado, y los que participan en ellos se corrompen con frecuencia. Los billetes de Banco redundantes, fabricados y emitidos en estas ocasiones, no perjudican la circulación, porque aplicándose a la compra y venta de fondos de capital no sirven para el gasto de las familias, y por consiguiente no se cambian por plata. Pero si en virtud de algún temor o accidente imprevisto los tenedores de billetes solicitaran la plata del Banco, la bomba explotaría y se pondría de manifiesto que estas operaciones son por demás peligrosas.