Primera Parte
Capítulo I De la riqueza
LA TIERRA es la fuente o materia de donde se extrae la riqueza, y el trabajo del hombre es la forma de producirla. En sí misma, la riqueza no es otra cosa que los alimentos, las comodidades y las cosas superfluas que hacen agradable la vida.
La tierra produce hierbas, raíces, granos, lino, algodón, cáñamo, arbustos y maderas de variadas especies, con frutos, cortezas y hojas de diversas clases, como las de las moreras, con las cuales se crían los gusanos de seda; también ofrece minas y minerales. El trabajo del hombre da a todo ello forma de riqueza. Los ríos y los mares nos procuran peces que sirven de alimento al hombre, y otras muchas cosas para su satisfacción y regalo. Pero estos mares y ríos pertenecen a las tierras adyacentes, o son comunes a todos, y el trabajo del hombre obtiene de ellos el pescado y otras ventajas.
Capítulo II De las sociedades humanas
Sea cualquiera la manera de formarse una sociedad humana, la propiedad de las tierras donde se asienta pertenecerá necesariamente a un pequeño número de personas.
En las sociedades errantes, como en las hordas tártaras y los campamentos de indios, que se trasladan de un lugar a otro con sus ganados y familias, precisa que el caudillo o rey que los guía establezca límites a cada jefe de familia, y dé aposentamiento a cada uno alrededor del campo. De otro modo siempre habría disputas respecto a parcelas y productos, maderas, hierbas, agua, etc.; pero una vez distribuídos los cuarteles y límites de cada uno, tal regulación será valedera, como una propiedad, durante el tiempo que allí permanezcan.
He aquí lo que ocurre en las sociedades más estables: cuando un príncipe, a la cabeza de un ejército, ha conquistado un país, distribuye las tierras entre sus oficiales o favoritos, de acuerdo con los méritos respectivos o siguiendo un arbitrario designio (en este caso se halló originariamente Francia); establece leyes para asegurar la propiedad de esas tierras para ellos o sus descendientes; o bien se reserva la propiedad de las tierras, empleando a sus oficiales o favoritos en el empeño de hacerlas producir; o las cede a condición de que le paguen sobre ellas todos los años un cierto censo o canon; o las entrega reservándose la libertad de gravarlas todos los años, según sus necesidades propias y la capacidad de sus vasallos. En cualquiera de estos casos, los oficiales o favoritos, ya sean propietarios absolutos o dependientes, ya sean intendentes o inspectores del producto de las tierras, no representarán sino un pequeño número, en comparación con el total de los habitantes.
Aun si el príncipe distribuye las tierras por lotes iguales entre todos los moradores, en definitiva irán a parar a manos de un pequeño número. Un habitante tendrá varios hijos, y no podrá dejar a cada uno de ellos una porción de tierra igual a la suya; otro morirá sin descendencia, y legará su porción a quien ya tiene alguna, mejor que a otro desprovisto de ella; un tercero será holgazán, pródigo o enfermizo, y se verá obligado a vender su porción a otro que sea frugal y laborioso, quien irá aumentando continuamente sus tierras mediante nuevas compras, empleando para explotarlas el trabajo de quienes, careciendo de tierras propias, se verán obligados a ofrecer su trabajo para subsistir.
En el primer establecimiento de Roma se dió a cada habitante dos yugadas de tierra: esto no impidió que muy pronto surgiera en los patrimonios una desigualdad tan grande como la que hoy advertimos en todos los Estados de Europa. Y así las tierras pasaron a ser patrimonio de un pequeño número de propietarios.
Suponiendo que las tierras de un Estado nuevo pertenezcan a un pequeño número de personas, cada propietario hará valer sus tierras con el esfuerzo de sus manos, o las encomendará a uno o varios colonos; en esta economía es preciso que los colonos y labradores encuentren su sustento; tal cosa es absolutamente indispensable ya se exploten las tierras por cuenta del propietario mismo o por la del colono. El excedente del producto de la tierra queda a disposición del propietario; éste transfiere, a su vez, una parte al príncipe o al Gobierno, o bien el colono entrega dicha porción directamente al príncipe, deduciéndola del canon del propietario.
En cuanto al uso a que debe destinarse la tierra, lo primero es dedicar una parte de ella al mantenimiento y alimentación de quienes la trabajan y la hacen producir; el destino del resto depende principalmente del arbitrio y del régimen de vida del príncipe, de los señores del Estado y del propietario; si les gusta beber, cultivarán viñas; si las sedas les encantan, plantarán moreras y criarán gusanos de seda; por añadidura precisa emplear ciertas parcelas de tierra para el sustento de quienes trabajan en ella; si les gustan los caballos, necesitarán praderas, y así sucesivamente.
Ahora bien, si suponemos que las tierras no pertenecen a nadie en particular no es fácil concebir que sobre ellas pueda asentarse una sociedad de hombres; por ejemplo, en las tierras comunales de un poblado, se determina el número de cabezas de ganado que cada uno de los habitantes puede enviar libremente a pastar en ellas; si se dejaran las tierras al primero que las ocupase, en una nueva conquista o descubrimiento de un país, siempre precisaría establecer una regla para fijar la propiedad, y vincular a ella una sociedad de hombres, ya fuese la fuerza o la política la que decidiese esta regla.
Capítulo III De los pueblos
Cualquiera que sea el empleo que se haga de la tierra —pastos, cereales, viñas— los colonos o agricultores que trabajan en ellas deben residir en sus cercanías; de otro modo el tiempo necesario para ir a sus campos y retornar a sus casas consumiría una porción muy importante de la jornada. De ahí la necesidad de poblados esparcidos por todos los campos y tierras cultivadas; en ellos debe haber también veterinarios, y carreteros para los útiles, arados y carretas que se necesitan, sobre todo cuando la aldea está alejada de los burgos y de las villas. La magnitud de un pueblo se halla naturalmente proporcionada, en cuanto al número de habitantes, a la extensión de las tierras que de él dependen, a la mano de obra necesaria para trabajarla y al número de artesanos que encuentran ocupación suficiente en los servicios exigidos por colonos y agricultores; ahora bien dichos artesanos no resultan tan necesarios en la vecindad de las ciudades cuando los agricultores pueden trasladarse a ellas sin perder mucho tiempo.
Si uno o varios propietarios de las tierras dependientes del poblado establecen en éste su residencia, el número de los habitantes será mayor, en proporción a los criados y artesanos que formen su séquito y de las hosterías establecidas para comodidad de los criados y obreros que ganan su vida con estos propietarios.
Si la tierra sólo es apta para sustentar rebaños de carneros, como ocurre con las dunas y las landas, los pueblos serán más escasos y más pequeños, porque la tierra no exige sino un pequeño número de pastores.
Cuando las tierras no producen más que bosques, en terrenos arenosos donde no crece hierba para el sustento de ganado, o cuando se hallan alejadas de ciudades y ríos, lo que hace esos bosques inútiles para el consumo, como se advierte muchas veces en Alemania, no habrá casas y pueblos sino en la medida necesaria para recoger la bellota y cebar los cerdos en la estación conveniente; si la tierra es completamente estéril no habrá en ella ni poblados ni habitantes.
Capítulo IV De los burgos
Existen pueblos donde se han establecido mercados, en interés de algún propietario o señor cortesano. Estos mercados, que se celebran una o dos veces por semana, animan a muchos pequeños artesanos y mercaderes a establecerse en el lugar; o bien compran en el mercado los artículos que a él llegan de los pueblos circundantes, para transportarlos y venderlos en las ciudades; a cambio de ellos adquieren en la ciudad hierro, sal, azúcar y otras mercancías, vendiéndolos a los habitantes de los pueblos en los días de mercado: también se aposentan en estos lugares pequeños artesanos, como cerrajeros, carpinteros y otros, quienes satisfacen las necesidades de los aldeanos que en sus pueblos carecen de tales servicios, y, en fin, estos poblados se convierten en burgos. Situado el burgo en el centro de varias aldeas, cuyos habitantes frecuentan el mercado, es más natural y más fácil que los aldeanos lleven a él sus artículos los días de mercado, para venderlos, y compren con su producto las mercancías necesarias, en lugar de que las mercaderías en cuestión sean llevadas por mercaderes y empresarios a los pueblos, para recibir en cambio los artículos de los aldeanos. 1) Si los mercaderes fueran pasando de aldea en aldea, en los pueblos se multiplicaría, sin necesidad, el gasto de transportes. 2) Tales mercaderes se verían obligados, acaso, a visitar diversos lugares antes de encontrar la calidad y cantidad de los artículos cuya compra les interesa. 3) Los aldeanos se hallarían con frecuencia trabajando en los campos, a la llegada de los mercaderes, y, no sabiendo qué género de mercaderías desean, no tendrían nada dispuesto para ofrecerles en cambio. 4) Casi imposible resultaría fijar en los pueblos los precios de productos y mercaderías entre los mercaderes y los aldeanos. El mercader no se avendría a pagar en un pueblo el precio que allí se solicita por la mercancía, con la esperanza de encontrarla más barata en otro lugar, y los aldeanos rehusarían el precio que el mercader les ofrece por sus productos, ante la expectativa de otro mercader que pueda venir después y la tome a mejor precio.
Todos estos inconvenientes se evitan si los aldeanos se trasladan al burgo en los días de mercado, para vender allí sus productos y comprar en él las mercancías necesarias. Los precios van fijándose en el mercado conforme a la proporción de los artículos que se ofrecen en venta y del dinero dispuesto a comprarlos; todo ello ocurre en el mismo lugar, a la vista de todos los aldeanos de diversos poblados y de los mercaderes o empresarios del burgo. Una vez determinado el precio entre algunos, los otros lo siguen sin dificultad, estableciéndose así el precio del mercado para aquel día. El aldeano regresa a su pueblo y reanuda su trabajo.
La grandeza del burgo se halla naturalmente proporcionada al número de colonos y agricultores precisos para cultivar las tierras que de él dependen, y al número de artesanos y pequeños mercaderes ocupados en las aldeas de la jurisdicción de este burgo, con sus auxiliares y caballerías, y, por último, al número de personas sustentadas por los propietarios de tierras, allí residentes.
Cuando los pueblos de la circunscripción de un burgo, cuyos habitantes llevan ordinariamente sus artículos al respectivo mercado, sean importantes y dispongan de abundantes productos, el burgo adquirirá también importancia y grandeza proporcionales; pero cuando los pueblos circundantes cuenten con escasos productos, el burgo será también pobre y miserable.
Capítulo V De las ciudades
Cuando los propietarios sólo disponen de pequeñas porciones de tierra, viven ordinariamente en los burgos y en las aldeas, cerca de sus tierras y de sus colonos. El transporte de los productos que constituyen su renta, a ciudades lejanas, no les permitirá vivir con holgura en dichas ciudades. En cambio los propietarios dotados de extensas tierras tienen medios para vivir lejos de ellas, gozando de una agradable sociedad, con otros propietarios y señores de la misma condición.
Si un príncipe o señor que, con ocasión de la conquista de un país, ha recibido grandes concesiones de tierra, fija su morada en un lugar placentero, y otros señores deciden establecer allí su residencia, con ánimo de verse a menudo y gozar de una agradable sociedad, este lugar se convertirá en una ciudad: en ella se construirán casas espaciosas, para vivienda de los señores en cuestión; se erigirán otras para los mercaderes, artesanos y profesionales de toda especie, atraídos a ese lugar por la residencia de estos señores. Para servirles harán falta panaderos, carniceros, cerveceros, vinateros y fabricantes de toda clase; estos empresarios edificarán sus casas en el lugar en cuestión, o alquilarán las construídas por cuenta ajena. No existe un gran señor cuyos gastos domésticos, su tren de vida y sus criados no mantengan mercaderes y artesanos de toda especie, como puede verse, por los cálculos detallados que figuran en el Suplemento de este Ensayo.
Como todos estos artesanos o empresarios se sirven mutuamente, a más de servir a la nobleza, suele pasar inadvertido el hecho de que el mantenimiento de unos y otros corresponde finalmente a los señores y propietarios de las tierras. No se advierte que todas las pequeñas casas de una ciudad, tal como aquí la describimos, dependen y subsisten del gasto de las casas grandes. Más adelante veremos que todos los estamentos y habitantes de un Estado subsisten a expensas de los propietarios de las tierras. Todavía crecerá más la ciudad si el Rey o el Gobierno establece en ella tribunales de justicia, ante los cuales eleven sus recursos los habitantes de los burgos y aldeas de la provincia. Un nuevo aumento en el número de empresarios y artesanos de toda clase resultará indispensable para el sostenimiento de las gentes de justicia y de los abogados.
Si en esta misma ciudad se establecen obradores y manufacturas más allá de lo requerido por el consumo interno, para transportar los productos y venderlos en otras tierras, la magnitud de la ciudad será proporcionada al número de obreros y artesanos que subsistan a expensas de los forasteros. Pero dejando a un lado estas ideas para no embrollar el tema de nuestra investigación, podemos decir que la reunión de varios ricos hacendados, que se aposentan en un mismo lugar, basta para formar lo que se llama una ciudad, y que diversas ciudades europeas, en el interior del Continente, deben la cifra de sus vecinos al hecho de dicha reunión; en tal caso, la magnitud de una ciudad se halla naturalmente proporcionada al número de propietarios de tierras que en ella residen, o más bien al producto de las tierras de su pertenencia, después de deducir los gastos de transporte para aquellos cuyas tierras estén más distantes, y la porción que vienen obligados a suministrar al Rey o al Gobierno, y que suele ser consumida en la capital.
Si en esta misma ciudad se establecen obradores y manufacturas más allá de lo requerido por el consumo interno, para transportar los productos y venderlos en otras tierras, la magnitud de la ciudad será proporcionada al número de obreros y artesanos que subsistan a expensas de los forasteros. Pero dejando a un lado estas ideas para no embrollar el tema de nuestra investigación, podemos decir que la reunión de varios ricos hacendados, que se aposentan en un mismo lugar, basta para formar lo que se llama una ciudad, y que diversas ciudades europeas, en el interior del Continente, deben la cifra de sus vecinos al hecho de dicha reunión; en tal caso, la magnitud de una ciudad se halla naturalmente proporcionada al número de propietarios de tierras que en ella residen, o más bien al producto de las tierras de su pertenencia, después de deducir los gastos de transporte para aquellos cuyas tierras estén más distantes, y la porción que vienen obligados a suministrar al Rey o al Gobierno, y que suele ser consumida en la capital.
Capítulo VI De las ciudades capitales
Una capital se forma del mismo modo que una ciudad de provincia, con la diferencia de que los mayores propietarios de todo el país residen en la capital; el Rey o el Gobierno supremo la convierten en residencia suya, y en ella gastan las rentas del Estado; allí se emplazan en última instancia los Tribunales de Justicia; ese es el centro de las modas, y todas las provincias lo toman por modelo; los propietarios de las tierras, residentes en el interior, no dejan de venir a veces a pasar algún tiempo en la capital, y envían a sus hijos para formarlos en ella. Así, todas las tierras del Estado contribuyen más o menos a la subsistencia de los habitantes de la capital.
Si un soberano abandona una ciudad para establecer su residencia en otra, no dejará de seguirle la nobleza y de aposentarse con él en la ciudad nueva, la cual adquirirá grandeza y prestancia a expensas de la primera. Tenemos un ejemplo muy reciente en la ciudad de San Petersburgo, cuyo crecimiento se ha logrado a expensas de Moscú; así vemos arruinarse muchas ciudades antiguas de notoria importancia, y renacer otras en las riberas del mar y de los grandes ríos, para mayor comodidad de los transportes; en efecto el transporte acuático de los artículos y mercaderías necesarios para la subsistencia y comodidad de los habitantes es mucho más barato que el transporte efectuado con vehículos por tierra.
Capítulo VII El trabajo de un labrador vale menos que el de un artesano
El hijo de un labrador, entre los siete y doce años de edad, comienza a ayudar a su padre, ya sea guardando los rebaños, labrando la tierra o dedicándose a actividades rurales que no reclaman habilidad ni artesanía.
Si su padre le hiciese aprender un oficio, la ausencia implicaría una pérdida durante todo el tiempo de aprendizaje, y su progenitor se vería obligado, además, a pagar su sustento y los gastos de formación, durante varios años. Este hijo representaría, pues, una carga para su padre, y el trabajo por él desarrollado no le procuraría ventaja alguna sino al cabo de mucho tiempo. La vida de un hombre (como individuo activo) no se calcula más que en diez o doce años, y como se pierden varios en aprender un oficio, la mayor parte de los cuales exigen en Inglaterra siete años de aprendizaje, un labrador nunca se avendría a que su hijo lo aprendiese, si las gentes de oficio no ganasen más que los agricultores.
Así pues quienes emplean artesanos o gente de oficio, necesariamente deben pagar por su trabajo un precio más elevado que el de un labrador u obrero manual; y este trabajo será necesariamente caro, en proporción al tiempo que se pierda en aprenderlo, y al gasto y al riesgo precisos para perfeccionarse en él.
Las mismas gentes de oficio no hacen aprender el mismo suyo a todos sus hijos; habría demasiado número de ellos para las necesidades de una ciudad o de un Estado, y muchos se encontrarían sin posibilidad de trabajar; sin embargo, este trabajo es siempre naturalmente más caro que el de los labradores.
Capítulo VIII Los artesanos ganan, unos más, otros menos, según los distintos casos y circunstancias
Si dos sastres hacen todos los trabajos de un pueblo, podrá tener uno de ellos más clientes que el otro, sea por su manera de practicar el oficio, sea porque trabaja mejor o confecciona artículos más duraderos que el otro, sea porque sigue con más fidelidad las modas en el corte de los vestidos.
Si muere uno de ellos, encontrándose el otro agobiado de trabajo podrá elevar el precio de sus confecciones, dando a ciertos consumidores preferencia sobre los demás, hasta el punto de que algunos lugareños advertirán que les tiene más cuenta encargar sus trajes en otro pueblo, burgo o ciudad, aunque pierdan tiempo en ir y volver a ella, hasta que venga otro sastre con ánimo de residir en el pueblo y hacerse cargo de parte del trabajo.
Los oficios que reclaman más tiempo para perfeccionarse en ellos, o más habilidad y esfuerzo, deben ser, naturalmente, los mejor pagados. Un ebanista hábil deberá recibir por su tarea un precio más alto que un carpintero común, y un buen relojero más que un herrador.
Las artes y oficios que llevan consigo ciertos riesgos y peligros, como en el caso de los fundidores, marineros, mineros de plata, etc., deben ser pagados en proporción a dichos riesgos. Cuando, además de los peligros, se exige habilidad, la paga será todavía más alta; tal ocurre con los pilotos, buzos, ingenieros, etc. Cuando se precisa capacidad y confianza se paga todavía más caro el trabajo, como ocurre con los joyeros, tenedores de libros, cajeros y otros. Con estos ejemplos, y otros cien que podrían extraerse de la experiencia común, fácilmente se advierte que la diferencia de precio que se paga por el trabajo cotidiano está fundada en razones naturales y obvias.
Capítulo IX El número de labradores, artesanos y otros, que trabajan en un Estado, guarda relación, naturalmente, con la necesidad que de ellos se tiene
Si todos los labradores de un pueblo educan varios hijos para su mismo trabajo, habrá exceso de labradores para cultivar las tierras que a ese pueblo pertenecen, lo cual obligará a que los adultos excedentes vayan a cualquier otra parte para ganarse la vida, como ocurre ordinariamente en las ciudades: si algunos de ellos permanecen junto a su padre, como no todos encontrarán ocupación suficiente, vivirán en un estado de gran pobreza y no se casarán, por falta de medios para criar a sus hijos, o si se casan, los hijos pronto morirán de miseria, con el padre y con la madre, como advertimos a diario en Francia.
Es cierto que las mujeres y las muchachas del pueblo, en las horas que deja libres el trabajo en los campos, pueden ocuparse en hilar, hacer calceta o desarrollar otras actividades cuyo producto pueden vender en las ciudades; pero esto pocas veces basta para criar a los hijos excedentes, los cuales, a fin de cuentas, tendrán que abandonar el pueblo para buscar fortuna en otra parte.
El mismo razonamiento puede hacerse respecto de los artesanos de un pueblo. Si un artesano hace en él todos los trajes, y educa tres hijos en el mismo oficio, como no habrá trabajo sino para el que le suceda, los otros dos tendrán que buscarse su sustento en otro lugar; si no encuentran trabajo en la ciudad cercana tendrán que ir más lejos, a menos que cambien de profesión para ganarse la vida, convirtiéndose en lacayos, soldados, marineros, etc. Es fácil darse cuenta, siguiendo este mismo razonamiento, que el número de labradores, artesanos y otros, que ganan su vida trabajando, deben guardar relación con el empleo y la necesidad que de ellos se tiene en los burgos y en las ciudades.
Pero si cuatro sastres bastan para hacer todos los trajes de un poblado y surge un quinto sastre, éste sólo podrá conseguir trabajo a expensas de los otros cuatro, de tal suerte que si la tarea se reparte entre los cinco sastres, el trabajo de cada uno será insuficiente, y todos ellos vivirán con mayor pobreza.
Ocurre a menudo que los labradores y artesanos no tienen ocupación suficiente cuando existen en número excesivo para repartirse el trabajo. También sucede que se ven privados de su habitual ocupación por accidentes o por una variación en el consumo; puede acontecer también que el trabajo abunde y aun sea excesivo, según los casos y circunstancias. Sea como quiera, cuando carecen de trabajo abandonan los pueblos, burgos o ciudades donde residen, en número tal que los que permanezcan en el poblado guarden constantemente proporción con el empleo suficiente para permitirles subsistir; y cuando sobreviene un aumento constante de trabajo, hay algo que ganar, y otros afluyen para compartir la tarea.
Con todo ello, fácil es colegir que resultan perfectamente inútiles las Escuelas de Caridad, en Inglaterra, y los proyectos encaminados en Francia a aumentar el número de artesanos. Si el Rey de Francia enviase cien mil súbditos suyos, por su cuenta, a Holanda, para que aprendiesen a trabajar como marineros, serían inútiles si no se hicieran a la mar más barcos que antes. Es cierto que resultaría muy ventajoso para un Estado enseñar a sus súbditos a confeccionar productos que de ordinario se adquieren en el extranjero, y todos los demás artículos que allí se compran, pero ahora sólo estoy considerando un Estado, en sí mismo.
Capítulo X El precio y el valor intrínseco de una cosa en general es la medida de la tierra y del trabajo que interviene en su producción
Un acre de tierra produce más trigo o alimenta más ovejas que otro acre. El trabajo de un hombre es más caro que el de otro, según la destreza y las circunstancias, como hemos explicado ya. Si dos acres de tierra son de la misma calidad, el uno alimentará tantos corderos y producirá la misma cantidad de lana que el otro, suponiendo que el trabajo sea el mismo, y la lana producida por el uno se venderá al mismo precio que la producida por el otro.
Si la lana producida en una de esas parcelas se destina a confeccionar un vestido de estameña, y la lana de la otra para un traje de paño fino, como este último exigirá mayor cantidad de trabajo, y un trabajo más caro que el de la estameña, puede llegar a ser diez veces más cara, aunque uno y otro vestidos contengan la misma cantidad de lana, de la misma calidad. La cantidad del producto de la tierra, y la cantidad, lo mismo que la calidad, del trabajo, se reflejarán necesariamente en el precio.
Una libra de lino convertida en finos encajes de Bruselas, exige el trabajo de catorce personas durante un año, o el de una persona durante catorce años, como puede advertirse mediante el cálculo de las diferentes partes del trabajo registrado en el Suplemento. También se advierte que el precio pagado por esos encajes basta para atender al sustento de una persona durante catorce años, y para pagar, por añadidura, los beneficios de todos los empresarios y comerciantes interesados.
El resorte de acero fino que regula la marcha de un reloj de Inglaterra se vende ordinariamente a un precio en el que la proporción del material con el trabajo, o del acero con el resorte, es como de uno a un millón, de manera que el trabajo absorbe en este caso el valor casi entero del resorte, conforme al cálculo que reproducimos en el Suplemento.
De otro lado, el precio del heno de una pradera, en el lugar mismo, o de un bosque que se quiera talar, se fija por la materia o producto de la tierra, de acuerdo con su calidad.
El precio de un cántaro de agua del río Sena no vale nada, porque su abundancia es tan grande que el líquido no se agota; pero por él se paga un sueldo en las calles de París, lo cual representa el precio o la medida del trabajo del aguador.
Mediante estas inducciones y ejemplos, espero haber aclarado que el precio o valor intrínseco de una cosa es la medida de la cantidad de tierra y de trabajo que intervienen en su producción, teniendo en cuenta la fertilidad o producto de la tierra, y la calidad del trabajo.
Pero ocurre a menudo que muchas cosas, actualmente dotadas de un cierto valor intrínseco, no se venden en el mercado conforme a ese valor: ello depende del humor y la fantasía de los hombres y del consumo que de tales productos se hace.
Si un señor abre canales y erige terrazas en su jardín, el valor intrínseco estará proporcionado a la tierra y al trabajo, pero el precio en verdad no seguirá siempre esta proporción: si ofrece el jardín en venta, puede ocurrir que nadie esté dispuesto a resarcirle la mitad del gasto que ha hecho; y también puede suceder que si varias personas lo desean, le ofrezcan el doble del valor intrínseco, es decir, del valor de la finca y del gasto realizado.
Si los campesinos de un Estado siembran más trigo que de ordinario, es decir mucho más del que hace falta para el consumo del año, el valor intrínseco y real del trigo corresponderá a la tierra y al trabajo que intervinieron en su producción; pero a causa de esta excesiva abundancia, y existiendo más vendedores que compradores, el precio del trigo en el mercado descenderá necesariamente por debajo del precio o valor intrínseco. Si, a la inversa, los agricultores siembran menos trigo del necesario para el consumo, habrá más compradores que vendedores, y el precio del trigo en el mercado se elevará por encima de su valor intrínseco.
Jamás existe variación en el valor intrínseco de las cosas, pero la imposibilidad de adecuar la producción de mercancías y productos a su consumo en un Estado, origina una variación cotidiana, y un flujo y reflujo perpetuos en los precios del mercado. Sin embargo, en las sociedades bien administradas, los precios de los artículos, y mercaderías en el mercado, cuyo consumo es bastante constante y uniforme, no difieren mucho del valor intrínseco, y cuando los años no son estériles o abundantes en demasía, los regidores de la ciudad se hallan en condiciones de fijar el precio de mercado de muchas cosas, como el pan y la carne, sin que nadie tenga motivo de queja.
La tierra es la materia, y el trabajo la forma de todos los productos y mercaderías, y como quienes la trabajan necesariamente han de subsistir a base del producto de la tierra, parece que podría encontrarse una relación entre el valor del trabajo y el del producto de la tierra: este será el tema del siguiente capítulo.
Capítulo XI De la paridad o relación entre el valor de la tierra y el valor del trabajo
No parece que la Providencia haya dado el derecho de posesión de las tierras a un hombre, con preferencia a otro. Los títulos más antiguos están fundados en la violencia y la conquista. Las tierras de México pertenecen hoy a los españoles, y las de Jerusalén a los turcos. Pero cualquiera que sea la forma en que se llegue a adquirir la propiedad y posesión de las tierras, hemos advertido ya que siempre corresponden a un número de personas reducido en comparación con la totalidad de los habitantes.
Si el propietario de una gran extensión de terreno trata por sí mismo de hacerlo valer, empleará esclavos, o gentes libres, para trabajarlo si emplea numerosos esclavos, habrá de contar con capataces, para hacerlos trabajar; también le serán precisos esclavos artesanos, que habrán de procurarle todas las comodidades y ventajas de la vida, a él mismo y a las personas por él empleadas; por último tendrá que hacer aprender oficios a otros para dar continuidad al trabajo.
En este régimen económico, el propietario habrá de ofrecer un modesto pasar a sus obreros esclavos, y los medios para que éstos alimenten a sus hijos. Dará también a sus capataces ventajas proporcionales a la confianza y autoridad que posean; también será preciso que mantenga a los esclavos a los cuales hace aprender oficios, durante el tiempo que dure su aprendizaje, sin provecho, y que otorgue a los esclavos artesanos que trabajan, así como a sus capataces, forzosamente entendidos en los oficios, una subsistencia de nivel más alto que la de los esclavos trabajadores, ya que la pérdida de un artesano sería más onerosa que la de un trabajador, lo cual obliga a tener más cuidado de aquéllos, atendiendo a lo que cuesta siempre que alguien aprenda un oficio, para reemplazarlos.
En este supuesto, el trabajo del esclavo adulto más vil corresponde, por lo menos, y tiene el mismo valor que la cantidad de tierra destinada por el propietario para su sustento y sus mínimas necesidades, y aun el doble de la cantidad de tierra necesaria para educar un hijo hasta la edad de trabajo, considerando que la mitad de los niños que nacen mueren antes de los diecisiete años, según los cálculos y observaciones del célebre doctor Halley: así, precisa criar dos hijos para que uno llegue a la edad de trabajar, y parece que este cómputo no es aún suficiente para dar continuidad al trabajo, porque los hombres libres mueren en toda edad.
Es cierto que la mitad de los niños nacidos, que mueren antes de la edad de diecisiete años, sucumben con mucha más frecuencia en los primeros años de su vida que en los siguientes, ya que más de un tercio de los que nacen muere durante el primer año. Esta circunstancia parece disminuir el gasto que se requiere para criar un hijo hasta la edad en que comienza a trabajar; pero como las madres pierden mucho tiempo cuidando a sus hijos en sus enfermedades durante la infancia, y como las muchachas aun adultas no igualan el trabajo de los varones, y apenas ganan con qué subsistir, parece que, para conservar uno de cada dos niños criados, hasta la edad viril o hasta el momento en que se hallan aptos para trabajar, precisa emplear tanto producto de la tierra como para la subsistencia de un esclavo adulto, ya sea que el propietario mismo los crie en su casa o haga criar a estos muchachos, ya sea que el padre esclavo los crie en una casa o en una aldea aparte. De ello deduzco que el trabajo cotidiano del esclavo más vil corresponde en valor al doble del producto de la tierra de que subsiste, ya sea que el propietario se la transfiera para su propia subsistencia y la de su familia, ya los aloje y alimente con su familia en su casa. Trátase de una materia que no es susceptible de cálculo exacto, y en la cual ni siquiera es muy necesaria la precisión; basta con que no nos alejemos mucho de la realidad.
Si el propietario emplea en sus trabajos vasallos o aldeanos libres, probablemente les dará mejor trato que a los esclavos, siguiendo en esto la costumbre del lugar; pero aun en este supuesto, el trabajo del labrador libre debe corresponder, en valor, al doble del producto de la tierra, necesario para su sustento; ahora bien, para el propietario siempre sería más ventajoso mantener esclavos que individuos libres, teniendo en cuenta que cuando haya criado un número excesivo en proporción a las necesidades de su trabajo, podrá vender los excedentes, como hace con el ganado, y logrará obtener un precio proporcional al gasto que haya hecho para criarlos hasta la edad viril o hasta el momento en que puedan empezar a trabajar, ello sin contar con los casos de enfermedad o de vejez.
Del mismo modo se puede estimar el trabajo de los artesanos esclavos en el doble del producto de la tierra, por ellos consumido; y el de los capataces de trabajo, también del mismo modo, según las ventajas y comodidades que se les procure sobre las de quienes trabajan bajo su vigilancia.
Los trabajadores o artesanos, cuando disponen libremente de su doble porción, si son casados emplearán una parte para su propio sustento, y la otra para el de sus hijos.
Si son solteros, dejarán de lado una pequeña parte de su doble porción, para ponerse en estado de matrimonio, constituyendo un pequeño fondo destinado a la adquisición del ajuar doméstico; pero la mayor parte consumirá la doble porción para su propio sustento.
Por ejemplo el trabajador casado se contentará viviendo a base de pan, queso, legumbres, etc.; raras veces comerá carne; beberá poco vino o cerveza, no dispondrá sino de vestidos viejos y de mala calidad, que usará el mayor tiempo posible: el remanente de su doble porción lo destinará a la crianza y sustento de sus hijos; en cambio, el trabajador soltero comerá carne siempre que pueda, se procurará trajes nuevos, y por consiguiente empleará su doble porción para el propio sustento, con lo cual consumirá., en su persona, doble cantidad de productos de la tierra que el trabajador casado.
No tengo en cuenta ahora el gasto de la mujer: supongo que su trabajo apenas bastará para su propio sustento. Cuando veo un gran número de niños pequeños en uno de estos pobres hogares, supongo que ciertas personas caritativas contribuirán de algún modo a su subsistencia, sin lo cual el marido y la mujer habrán de privarse de una parte de lo indispensable, con el ánimo de asegurar el sustento de sus hijos.
Para comprender mejor este asunto conviene saber que un trabajador pobre puede mantenerse, conforme al cálculo más bajo, con el producto de un acre y medio de tierra, alimentándose con pan y legumbres, llevando vestidos de cáñamo y zuecos; en cambio si consume vino y carne, trajes de paño, etc., tendrá que gastar para ello, aun sin embriaguez ni golosina, esto es, sin caer en ningún exceso, el producto de cuatro a diez acres de tierra de mediana calidad, como son, en promedio, la mayor parte de las tierras de Europa; yo he mandado hacer cálculos, que pueden verse en el Suplemento, para establecer la cantidad de tierra a base de la cual un hombre puede procurarse el producto de cada especie de alimento, vestido y otras cosas necesarias para subsistir, durante un año, según el género de vida de nuestra Europa, en la cual los habitantes de diversos países se alimentan y subsisten de modo bastante diferente.
Por esta razón no he precisado a cuánta tierra corresponde, en valor, el trabajo del aldeano o del obrero más vil, cuando dije que valía el doble del producto de la tierra que sirve para sustentarlo, ya que esa cantidad varía según el género de vida de los distintos países. En algunas provincias meridionales de Francia, el aldeano se mantiene con el producto de un acre y medio de tierra, pudiendo estimarse su trabajo como equivalente al producto de tres acres. Pero en el Condado de Middlesex, el aldeano gasta ordinariamente el producto de cinco a ocho acres de tierra, y su trabajo puede estimarse, también, en el doble.
En el país de los iroqueses, en que los habitantes no cultivan la tierra, y viven exclusivamente de la caza, el cazador más vil puede consumir el producto de cincuenta acres de tierra, ya que verosímilmente será precisa dicha extensión para alimentar los animales que a consume durante un año, con tanta más razón cuanto que estos salvajes no tienen el suficiente talento para producir pastos, roturando una zona del bosque, sino que lo encomiendan todo al capricho de la Naturaleza.
Se puede estimar, por tanto, que el trabajo de este cazador se equipara, en valor, al producto de cien acres de tierra. En las provincias meridionales de China, la tierra produce al año tres cosechas de arroz, y rinde hasta cien granos por semilla, cada vez, por el gran esmero con que trabajan en la agricultura y por la excelencia de la tierra, que no descansa jamás. Los aldeanos, que allí trabajan casi desnudos, no comen sino arroz, ni beben sino agua de arroz; parece ser que un acre sustenta más de diez personas, y así no es extraño que el número de habitantes sea muy grande. Sea como fuere, de estos ejemplos se infiere que a la Naturaleza le es indiferente que las tierras produzcan hierba, bosques o cereales, y que en ellas pueda nutrirse un número grande o pequeño de vegetales, animales u hombres.
Los granjeros en Europa corresponden, al parecer, a los capataces de esclavos obreros de otros países, y los maestros artesanos bajo cuya dirección trabajan varios compañeros, a los inspectores de esclavos artesanos.
Estos maestros artesanos saben aproximadamente qué tarea puede hacer cada día un "compañero" artesano en cada oficio y les pagan, a menudo, en proporción al trabajo que realizan; y así estos compañeros trabajan tanto como pueden, por su propio interés sin necesidad de vigilancia alguna.
Como los granjeros y maestros artesanos en Europa son todos empresarios y trabajan a su propio riesgo, unos se enriquecen y ganan más que el doble de su subsistencia, otros se arruinan y quiebran, como explicaremos más en detalle cuando nos ocupemos de los empresarios, pero en su mayoría se mantienen al día con su familia; podría estimarse que el trabajo o inspección de estas gentes vienen a ser, poco más o menos, el triple del producto de la tierra que sirve para mantenerlos. Es cierto que si bien estos granjeros y maestros artesanos rinden el trabajo de diez agricultores o compañeros, serían igualmente capaces de dirigir el trabajo de veinte, según la extensión de sus granjas o el número de sus clientes, circunstancia que hace incierto el valor de su trabajo o vigilancia-
A base de estas inducciones y de otras que podrían hacerse por el mismo estilo, se advierte cómo el valor del trabajo cotidiano guarda relación con el producto de la tierra, y que el valor intrínseco de una cosa puede medirse por la cantidad de tierra que para su producción se emplea, y por la cantidad de trabajo que interviene en ella, es decir por la cantidad de tierra cuyo producto se atribuye a los propietarios; y como todas estas tierras pertenecen al príncipe o a los propietarios, todas las cosas que tienen ese valor intrínseco lo poseen a expensas de ellos.
El dinero o la moneda, que encuentra en el cambio las proporciones de valor, es la medida más certera para juzgar de la paridad entre la tierra y el trabajo, y de la relación que uno y otro tienen en los diferentes países, variando dicha paridad según la mayor o menor cantidad de producto de la tierra que se atribuye a los que la trabajan.
Por ejemplo, si un hombre gana una onza de plata, diariamente, con su trabajo, y otro no gana más que media onza en el mismo lugar, se puede concluir que el primero tiene disponible el doble de producto de la tierra que el segundo.
Sir William Petty, en un breve manuscrito del año 1685, estima esta paridad o ecuación de la tierra y del trabajo como la consideración más importante en materia de aritmética política, pero la investigación practicada por él, un poco a la ligera, resulta arbitraria y lejana de las reglas de la Naturaleza, porque no ha tenido en cuenta las causas y principios, sino tan solo los efectos, lo mismo que ha ocurrido con Mr. Locke, Mr. Davenant y todos los demás autores ingleses que han escrito sobre la materia.
Capítulo XII Todas las clases y todos los hombres de un Estado subsisten o se enriquecen a costa de los propietarios de tierras
Sólo el príncipe y los propietarios de las tierras viven con independencia; todas las demás clases y todos los habitantes están contratados o son empresarios. En el capítulo siguiente encontramos la prueba y detalle de este aserto.
Si el príncipe y los propietarios de las tierras cercaran sus haciendas, y no quisieran dejar trabajar a nadie en ellas, es evidente que no habría alimento ni vestido para ninguno de los habitantes del Estado: por consiguiente no sólo todos los habitantes del Estado subsisten a base del producto de la tierra que por cuenta de los propietarios se cultiva, sino también a expensas de los mismos propietarios de las fincas de las cuales derivan todos sus haberes.
Los granjeros retienen ordinariamente los dos tercios del producto de la tierra, uno para los gastos y sustento de quienes les ayudan, y otro como beneficio de su empresa: de estos dos tercios el granjero sustenta generalmente a todos cuantos viven en el campo, directa o indirectamente, e incluso a muchos artesanos o empresarios de la ciudad, proveedores de las mercancías de la ciudad que en el campo se consumen.
El propietario recibe ordinariamente el tercio del producto de su tierra, y a base de este tercio no solamente procura sustento a todos los artesanos y otras personas a las que da empleo en la ciudad, sino también a los carreteros que llevan los productos del campo a las ciudades.
Generalmente se supone que la mitad de los habitantes de un Estado subsiste y habita en las ciudades, y la otra mitad en el campo; siendo así, el granjero que posee los dos tercios o los cuatro sextos de la tierra, del producto de ésta cede directa o indirectamente un sexto a los habitantes de la ciudad, a cambio de las mercancías que de ellos recibe; unido esto al tercio o a los dos sextos que el propietario gasta en la ciudad, resultan los tres sextos o una mitad del producto de la tierra. Este cálculo no lo hacemos sino para dar una idea general de la proporción; pero, en el fondo, si la mitad de los habitantes permanece en la ciudad, gastará más de la mitad del producto de la tierra, puesto que los de la ciudad viven mejor que los del campo y gastan más productos de la tierra, ya que todos son artesanos o dependientes de los propietarios, y por consiguiente están mejor mantenidos que los ayudantes y dependientes de los granjeros.
Sea como fuere, si examinamos los medios de subsistencia de un habitante, encontraremos siempre, al remontarnos hasta el origen, que estos medios surgen del fondo del propietario, ya sea en los dos tercios del producto que se atribuye al granjero, ya sea del tercio que resta al propietario.
Si un propietario no tuviese más cantidad de tierra que la encomendada a un solo granjero, éste obtendría de ella una subsistencia mejor que aquél; pero los señores y propietarios de grandes tierras en las ciudades, tienen, a veces, varios centenares de colonos, y en cada Estado no son sino un reducido número, en relación con el total de los habitantes.
Evidentemente en las grandes ciudades existen a menudo empresarios y artesanos que viven del comercio exterior, y, por consiguiente, a expensas de los propietarios de tierras en país extranjero: pero hasta ahora me limito a considerar un solo Estado, en relación a su producto y a su industria, para no complicar mi argumento con circunstancias accidentales.
La tierra pertenece a los propietarios, pero sería inútil para ellos si no se cultivase. Cuanto más se la trabaje, en igualdad de circunstancias, mayor será la cuantía de sus productos; y cuanto más se elaboran estos productos, siendo iguales todas las cosas, mayor valor poseerán como mercancías. Todo esto hace que los propietarios tengan necesidad de otros habitantes, como éstos la tienen de los propietarios; pero en esta economía son los propietarios que disponen y dirigen sus dominios, quienes han de dar el giro y movimiento más ventajoso al conjunto. Así, todo en un Estado depende principalmente del arbitrio, los modos y maneras de vivir de los propietarios de las tierras, como trataré de esclarecer a lo largo de este Ensayo.
Es la necesidad y la urgencia lo que permite subsistir en el Estado a los granjeros y artesanos de toda especie, a los comerciantes, oficiales, soldados y marinos, criados y todos los demás elementos que trabajan o son empleados en el Estado. Toda esta clase de trabajadores no sólo sirve al príncipe y a los propietarios, sino que sus componentes se sirven mutuamente, unos a otros; de esta suerte existen muchos que no trabajan directamente para los propietarios de las tierras, y así pasa inadvertido que subsisten de sus fondos, y viven a expensas suyas. En cuanto a los que ejercen profesiones que no son necesarias, como los bailarines, comediantes, pintores, músicos, etc., sólo se les mantiene en el Estado para diversión u ornato, y su número es siempre muy reducido, en comparación con el resto de los habitantes.
Capítulo XIII La circulación y el trueque de bienes y mercaderías, lo mismo que su producción, se realiza en Europa por empresarios a riesgo suyo
El colono es un empresario que promete pagar al propietario, por su granja o su tierra, una suma fija de dinero (ordinariamente se la supone equivalente, en valor, al tercio del producto de la tierra) sin tener la certeza del beneficio que obtendrá de esta empresa. Emplea parte de la tierra en criar ganados, en producir cereales, vino, heno, etc., a su buen juicio, sin posibilidad de prever cuál de estos artículos le permitirá obtener el mejor precio. El precio de estos productos dependerá, en parte, del tiempo, y, en parte, del consumo; si hay abundancia de trigo en relación con el consumo, el precio se envilecerá; si hay escasez el precio será más caro.
¿Quién sería capaz de prever el número de nacimientos y muertes entre los habitantes del Estado, en el curso del año? ¿Quién podría prever el aumento o la disminución del gasto que puede acaecer en las familias? Sin embargo, el precio de los artículos producidos por el colono depende naturalmente de estos acontecimientos imprevisibles para él, lo cual significa que conduce la empresa de su granja con incertidumbre.
La ciudad consume más de la mitad de los artículos alimenticios producidos por el colono. Este los lleva al mercado de la ciudad, o los vende en el del burgo más cercano, o bien otras personas se convierten en empresarios para realizar este transporte. Estos últimos se obligan a pagar al colono, por sus productos, un precio fijo, que es el del mercado del día, para obtener en la ciudad un precio incierto, pero suficiente para sufragar, además, los gastos del transporte, que todavía les deje, como remanente, un beneficio. Ahora bien, la variación diaria de los precios de los productos en la ciudad, aun sin ser considerable, hace incierto su beneficio.
El empresario o comerciante que acarrea los productos del campo a la ciudad no puede permanecer en ella para venderlos al menudeo, esperando que sean solicitados para el consumo: ninguna de las familias de la ciudad soportará por sí misma la compra inmediata de los productos necesarios para una temporada, ya que cada familia puede aumentar o disminuir su cifra, y el volumen de consumo, o, por lo menos, escoger a su gusto el tipo de mercaderías a consumir. En las familias apenas si se hace provisión copiosa de otro artículo que viven del vino. Sea como fuere, la mayoría de los ciudadanos viven al día, y, sin embargo, son los que representan la mayor parte del consumo, pero no pueden hacer provisión alguna de productos del campo.
Por esta razón muchas gentes en la ciudad se convierten en comerciantes o empresarios, comprando los productos del campo a quienes los traen a ella, o bien trayéndolos por su cuenta: pagan así, por ellos un precio cierto, según el del lugar donde los compran, revendiéndolos al por mayor, o al menudeo, a un precio incierto.
Estos empresarios son los comerciantes, al por mayor, de lana y cereales, los panaderos, carniceros, artesanos y mercaderes de toda especie que compran artículos alimenticios y materias primas del campo, para elaborarlos y revenderlos gradualmente, a medida que los habitantes los necesitan.
Estos empresarios no pueden saber jamás cuál será el volumen del consumo en su ciudad, ni cuánto tiempo seguirán comprándoles sus clientes, ya que los competidores tratarán, por todos los medios, de arrebatarles la clientela: todo esto es causa de tanta incertidumbre entre los empresarios, que cada día algunos de ellos caen en bancarrota.
El artesano que ha comprado la lana del comerciante, o directamente del productor, no puede saber qué beneficio obtendrá al vender sus paños y telas al sastre. Si este último no cuenta con una venta razonable, no acumulará paños y telas del artesano, y menos todavía si ciertos tejidos pasan de moda.
El lencero es un empresario que compra telas al fabricante, a un determinado precio, para revenderlas a un precio incierto, porque él no puede prever la cuantía del consumo; ciertamente es libre de fijar un precio y obstinarse en él, negándose a vender a precio más bajo; pero si sus clientes lo abandonan para comprar más barato a otro lencero, incurrirá en gastos cada vez mayores, mientras espera vender al precio que se ha propuesto, y esto lo arruinará tanto o más que si vendiera sin ganancia.
Los tenderos y detallistas de toda especie son empresarios que compran a un precio cierto, y revenden en sus tiendas o en las plazas públicas a un precio incierto. Lo que estimula y mantiene activo este género de empresarios en un Estado, es que los consumidores, clientes suyos, prefieren pagar un precio algo mayor, para tener a su alcance, a medida que las necesitan, pequeñas cantidades, en lugar de hacer provisiones, a lo cual se agrega que la mayor parte carecen de medios para hacer provisiones, comprando directamente al productor.
Todos estos empresarios se convierten en consumidores y clientes unos de otros, recíprocamente; el lencero, del vinatero; éste, del lencero. En un Estado va siendo su número proporcionado a su clientela, o al consumo que ésta hace. Si existen sombrereros en exceso en una ciudad o en una calle, para el número de personas que en ella compran sombreros, algunos de los menos acreditados ante la clientela caerán en bancarrota; si el número es escaso, otros sombrereros considerarán ventajosa la empresa de abrir una tienda, y así es como los empresarios de todo género se ajustan y proporcionan automáticamente a los riesgos, en un Estado.
Todos los otros empresarios, como los que benefician las minas, o los de espectáculos, edificaciones, etc — lo mismo que los empresarios de su propio trabajo, que no necesitan fondos para establecerse, como los buhoneros, caldereros, zurcidoras, deshollinadores, aguadores, etc.—, subsisten con incertidumbre, y su número se proporciona al de su clientela. Los maestros artesanos, zapateros, sastres, ebanistas, peluqueros, etc., que emplean oficiales en proporción a los encargos que reciben, viven en la misma incertidumbre, porque sus clientes pueden abandonarles de un día a otro: los empresarios de su propio trabajo en las artes y en las ciencias, pintores, médicos, abogados, etc., subsisten con la misma incertidumbre. Si un procurador o abogado gana cinco mil libras esterlinas al año, sirviendo a sus clientes o en el ejercicio de su práctica profesional, y otro no gana más que quinientas, se pueden también considerar inciertos los ingresos que reciben de quienes los emplean.
Acaso podría afirmarse que los empresarios tratan de lucrarse cuanto pueden, en su profesión, y aun de engañar a sus clientes, pero esta cuestión queda fuera de mi tema.
Por todas estas inducciones y por otras muchas que podrían hacerse acerca de un tema cuyo objeto son todos los habitantes de un Estado, cabe afirmar que si se exceptúan el príncipe y los terratenientes, todos los habitantes de un Estado son dependientes; que pueden, éstos, dividirse en dos clases: empresarios y gente asalariada; que los empresarios viven, por decirlo así, de ingresos inciertos, y todos los demás cuentan con ingresos ciertos durante el tiempo que de ellos gozan, aunque sus funciones y su rango sean muy desiguales. El general que tiene una paga, el cortesano que cuenta con una pensión y el criado que dispone de un salario, todos ellos quedan incluídos en este último grupo. Todos los demás son empresarios, y ya se establezcan con un capital para desenvolver su empresa, o bien sean empresarios de su propio trabajo, sin fondos de ninguna clase, pueden ser considerados como viviendo de un modo incierto; los mendigos mismos y los ladrones son "empresarios" de esta naturaleza. En resumen, todos los habitantes de un Estado derivan su sustento y sus ventajas del fondo de los propietarios de tierras, y son dependientes.
Es cierto, sin embargo, que si algún habitante percibe altos emolumentos, o un empresario poderoso ha ahorrado capital o riqueza, es decir, si tiene almacenes de trigo, lana, cobre, oro o plata, o de alguna otra mercadería o artículo de uso o consumo constante en un Estado, y posee un valor intrínseco real, podrá considerársele, con razón, como independiente, por la cuantía de ese caudal. Podrá disponer de él para adquirir una hipoteca, para obtener una renta de la tierra, o de fondos públicos garantizados con tierra: podrá, incluso, vivir mucho mejor que los propietarios de pequeñas parcelas, y aun adquirir la propiedad de algunas de ellas.
Pero los productos y mercaderías, incluso el oro y la plata, se hallan mucho más sujetos a accidentes y pérdidas que la propiedad de las tierras; y de cualquier manera que hayan sido ganados o ahorrados, siempre salen del fondo de los propietarios actuales, sea por ganancia, o ahorrando parte de los emolumentos destinados a su subsistencia.
El número de los poseedores de dinero en un gran Estado es, a menudo, bastante considerable; y aunque el valor de todo el dinero que en el Estado circula apenas excede en la actualidad de la novena o la décima parte del valor del producto que se saca de la tierra, sin embargo, como los poseedores de dinero prestan sumas de las cuales obtienen interés, sea hipotecando las tierras, o por los mismos productos y mercaderías del Estado, las sumas que se les deben exceden, con frecuencia, las disponibilidades monetarias del Estado, y a menudo se convierten en un estamento tan importante que en ciertos casos rivalizarían con los propietarios de tierra, si éstos no fueran con frecuencia, a la vez, propietarios de dinero, y si los poseedores de grandes caudales no tratasen siempre, también, de convertirse en propietarios de tierras.
No obstante, siempre podría afirmarse con verdad que todas las sumas ganadas o ahorradas por ellos salieron del fondo de los actuales propietarios: pero como muchos de éstos se arruinan diariamente en un Estado, y otros, al adquirir la propiedad de sus tierras, los reemplazan, la independencia otorgada por la propiedad de las tierras sólo beneficia a quienes conservan la posesión de ellas; y como todas las tierras tienen siempre un dueño o propietario actual, infiero que es siempre del fondo de éstos de donde todos los habitantes del Estado derivan su sustento y riqueza. Si estos propietarios se limitaran a vivir de sus rentas, no había duda alguna en nuestro aserto, y en este caso sería mucho más difícil, a los demás habitantes, enriquecerse a su costa.
Estableceré, pues, el principio de que los propietarios de tierras son los únicos individuos naturalmente independientes en un Estado; que todas las clases restantes son dependientes, ya sean empresarios o asalariados, y que todo el trueque y la circulación del Estado se realiza por mediación de estos empresarios.
Capítulo XIV Las fantasías, modos y maneras de vivir del príncipe, y en particular de los propietarios de las tierras, determinan los usos a que esas tierras se destinan en un Estado, y causan, en el mercado, las variaciones de los precios de todas las cosas
Si el propietario de un latifundio (y quiero proceder en mi argumentación como si no hubiera ningún otro en el mundo) lo cultiva por sí mismo, procederá a su arbitrio en cuanto a la utilización de las tierras. 1º. Destinará necesariamente una parte al cultivo de cereales, para el mantenimiento de todos los agricultores, artesanos y mayordomos que trabajan para él; otra parte se aplicará a alimentar los bueyes, carneros y otros animales necesarios para su vestido y alimento, o para otras comodidades, según sus gustos; 2º dedicará una porción de sus tierras a parques, jardines y árboles frutales, o a viñedos, según su inclinación, y a praderas para procurar pasto a los caballos, de los cuales se sirva para su recreo, etc.
Supongamos ahora que para evitar tantos cuidados y desvelos haga un cálculo con los mayordomos de sus labriegos; que les dé granjas o parcelas de su tierra; que les deje el cuidado de atender ordinariamente a todos estos agricultores sobre los cuales actúa como mayordomo, de tal modo que, convertidos así los mayordomos en granjeros o empresarios, ceden a los labradores, por el trabajo de la tierra o granja, otro tercio del producto, tanto para su sustento como para su vestido y otras comodidades, análogas a las que tenían cuando el propietario administraba su trabajo. Supongamos, además, que el propietario haga un cálculo con los capataces de los artesanos, respecto a la cantidad de alimento y de otras cosas que antes les procuraba; que los convierta en maestros artesanos; que establezca una medida común, como el dinero, para fijar el precio al cual los granjeros les venderán lana o lienzo, y que los cálculos de estos precios estén regulados de tal modo que los maestros artesanos tengan las mismas ventajas y satisfacciones que tenían, poco más o menos, cuando eran capataces; y que los oficiales artesanos cuentan también con un sustento semejante al de pasada época. El trabajo de los oficiales artesanos se regulará por jornal o a destajo; las mercancías por ellos confeccionadas, ya sean sombreros, medias, zapatos, trajes, etc., serán vendidas al propietario, a los colonos, a los agricultores y a los otros artesanos, respectivamente, a un precio susceptible de procurar a todos las mismas ventajas de que gozaban; y los colonos venderán a un precio conveniente sus productos y materias primas.
Ocurrirá, por lo pronto, que los capataces, transformados en empresarios, se convertirán también en dueños absolutos de quienes bajo su dirección trabajan, y tendrán, así, más empeño y satisfacción trabajando por su cuenta. Suponemos, pues, que tras este cambio todos los habitantes de esa vasta hacienda de nuestro ejemplo subsisten lo mismo que antes; como consecuencia digo que se emplearán todas las parcelas y granjas de esta gran propiedad para los mismos fines y usos a que se destinaban.
En efecto, si algunos de los colonos siembran en su granja o parcela más cereales que de ordinario, será necesario que críen un número más reducido de carneros, y tendrán menos lana y menos carne para vender; por consiguiente, habrá demasiado grano y poca lana para el consumo de los habitantes. La lana se encarecerá, obligando a los habitantes a llevar sus trajes durante más tiempo del acostumbrado, y habrá un gran mercado de granos y un excedente para el siguiente año. Y como suponemos que el propietario ha estipulado en dinero el pago del tercio de los productos del campo, los colonos con exceso de trigo y escasez de lana no estarán en condiciones de pagarle sus rentas. Si les condona su deuda, al año siguiente tendrán buen cuidado de producir menos trigo y más lana; porque los colonos se esfuerzan siempre por emplear sus tierras produciendo aquellos artículos que a su juicio obtendrán un precio más alto en el mercado. Pero si en el año siguiente dispusieran de lana en exceso y hubiera escasez de cereales para el consumo, cambiarían de nuevo, de un año a otro, el empleo de las tierras, hasta proporcionar aproximadamente sus productos al consumo de los habitantes. Así, un granjero que haya logrado ajustarse, poco más o menos, a las exigencias del consumo, destinará una porción de sus tierras a praderas, para disponer de heno; otra a cereales, a lana, y así sucesivamente; y no cambiará de método a menos que no advierta alguna variación considerable en el consumo; pero en el ejemplo presente hemos supuesto que todos los habitantes viven casi del mismo modo que vivían cuando el propietario mismo administraba sus tierras, y, por consiguiente, los colonos emplearán la tierra para los mismos usos que antes.
Disponiendo, el propietario, de un tercio del producto de la tierra, es el protagonista en las posibles variaciones del consumo. Los labradores y artesanos viven al día, y no cambian su modo de vivir sino por necesidad; existen algunos colonos maestros artesanos u otros empresarios acomodados que varían en sus gastos y consumo, y éstos toman siempre por modelo a los señores y propietarios de las tierras. Los imitan en su vestido, en su cocina y en su modo de vivir. Si los colonos se huelgan en vestir buena ropa blanca, sedas o encajes, el consumo de estas mercaderías será mayor que el de los propietarios mismos.
Si un señor o un propietario, que ha dado todas sus tierras en arriendo, tiene el capricho de cambiar su régimen de vida; si, por ejemplo, disminuye el número de sus criados y aumenta el de sus caballos, sus criados no sólo se verán obligados a abandonar la hacienda de este señor, sino que también habrán de hacerlo, en proporción, los artesanos y labradores antes ocupados en procurarles su sustento: la porción de tierra que se empleaba en mantenerlos será utilizada en mayor escala como praderas para los caballos, y si todos los propietarios de un Estado procediesen del mismo modo, pronto se multiplicaría el número de caballos y disminuiría el de los habitantes.
Cuando un propietario ha despedido un gran número de criados y aumentado el número de sus caballos, habrá demasiado trigo para el consumo de los habitantes, y, por consiguiente, el trigo se venderá a bajo precio; en cambio, el heno será caro.
Esto hará que los colonos aumenten la extensión de sus praderas y disminuyan las cantidad de trigo, para guardar proporción con el consumo. Es así como los caprichos o fantasías de los propietarios determinan el empleo que se da a las tierras, y ocasionan las variaciones del consumo que son causa de las de los precios en el mercado. Si todos los terratenientes, en un Estado, administraran por sí mismos las tierras, las emplearían en producir lo que les agradara; y como las variaciones del consumo están principalmente motivadas por su régimen de vida, los precios que ofrecen en el mercado deciden a los colonos a todas las variaciones introducidas en el empleo y uso de las tierras.
Paso por alto en esta oportunidad las variaciones de los precios del mercado que pueden resultar de la abundancia o esterilidad de los años, y el consumo extraordinario ocasionado por ejércitos extranjeros o por otras circunstancias; procedo así para no complicar el asunto, considerando sólo un Estado en su situación natural y uniforme.
Capítulo XV La multiplicación y el descenso en el número de habitantes de un Estado dependen principalmente de la voluntad, de los modos y maneras de vivir de los terratenientes
La experiencia nos muestra que se pueden multiplicar los árboles, plantas y otros vegetales hasta donde lo permita la extensión de tierra que se destine a sustentarlos.
La misma experiencia nos revela que se pueden multiplicar igualmente todas las especies de animales, hasta la cifra tolerada por la extensión de tierra destinada a sustentarlos. Si se crían caballos, ganado vacuno o lanar, podrá multiplicarse fácilmente su número hasta donde lo permita la tierra en que se alimentan. Se puede, incluso, mejorar las praderas que procuran dicho sustento, haciendo que discurran por ellas muchos arroyuelos y torrentes, como ocurre en el Milanesado. Se puede cosechar heno, y mediante este arbitrio criar los animales en los establos, nutriéndolos en mayor número que si se les dejase pastando libremente por las praderas. Es posible, a veces, alimentar los corderos con nabos, como en Inglaterra ocurre, gracias a lo cual un acre de tierra permitirá alimentar un número mayor que si sólo produjera hierba.
En una palabra, podríamos multiplicar todo género de animales, hasta la cifra deseada, y aun al infinito, si se dispusiera, hasta el infinito también, de tierras adecuadas para nutrirlos. La multiplicación de los animales no tiene otros límites que los medios más o menos abundantes que se destinan a alimentarlos. Indudablemente si todas las tierras se destinaran al mero sustento del hombre, la especie humana se multiplicaría hasta la cifra que esas tierras podrían sustentar, tal como seguidamente explicaremos.
No hay país donde la población se multiplique tan copiosamente como en China. Las gentes pobres viven, allí, únicamente de arroz y agua de arroz; trabajan casi desnudas, y en las provincias meridionales levantan tres abundantes cosechas de arroz, cada año, gracias al gran desvelo de sus habitantes por la agricultura. La tierra no descansa jamás y da, cada vez, más de ciento por uno; quienes cubren su cuerpo con vestidos, los llevan en su mayor parte de algodón, planta que exige tan poca tierra para crecer, que un acre posiblemente puede producir la cantidad de algodón suficiente para vestir cinco personas adultas.
Todos se casan, pues así lo manda su religión, y crían tantos hijos como pueden alimentar. Consideran como un crimen el empleo de las tierras para parques o jardines de placer, como si de este modo se arrebatara a los hombres la posibilidad de su sustento. Llevan a los viajeros en sillas de manos, y ahorran el trabajo de los caballos en todo cuanto puede atenderse mediante el esfuerzo humano. Su número es increíble, según las relaciones de viaje ; sin embargo, están obligados a hacer morir a muchos de sus hijos en la misma cuna, cuando no ven el modo de criarlos, conservando sólo el número de los que pueden alimentar. Mediante un trabajo rudo y obstinado extraen de los ríos una extraordinaria cantidad de pescado, y de la tierra todo cuanto se puede obtener de ella.
Sin embargo cuando llegan años estériles mueren de hambre por millares, a pesar de los desvelos del Emperador, que almacena arroz en grandes cantidades para trances semejantes. Aun siendo, como son, numerosos los habitantes de la China, necesariamente guardan proporción con los medios de subsistencia, y no rebasan la cifra de los que el país puede sustentar según el género de vida que les es propio ; y sobre este pie, un solo acre de tierra basta para alimentar a varios de ellos.
De otro lado no hay país donde la multiplicación de las gentes sea más limitada que entre los salvajes del interior de América. Menosprecian la agricultura, viven en los bosques y hallan su sustento en la caza de animales allí comunes. Como los árboles consumen el jugo y substancia de la tierra, hay poca hierba para alimentar a esos animales; y como cada indio consume varios al año, de cincuenta a cien acres, no dan alimento bastante para un solo indio.
Uno de estos pequeños poblados de indios suele disponer de unas cuarenta leguas cuadradas como coto de caza. Entre ellos se riñen guerras crueles y constantes por cuestión de límites, y el número de los habitantes se proporciona a los medios que encuentran de subsistir a base de la caza.
Los habitantes de Europa cultivan la tierra y producen cereales para su subsistencia. La lana de sus carneros les permite vestirse. El trigo es el grano de que se alimenta la mayor parte de sus gentes, aunque muchos aldeanos hacen su pan de centeno, y en el Norte, de cebada y de avena. La cantidad de alimento de los aldeanos y del resto del pueblo no es la misma en todos los lugares de Europa, pues las tierras son a menudo diferentes en cuanto a excelencia y fertilidad.
La mayoría de las tierras de Flandes y una parte de las de Lombardía rinden de dieciocho a veinte veces el trigo sembrado, sin descanso alguno: la campagna de Nápoles todavía más. Hay algunas tierras en Francia, en España, en Inglaterra y en Alemania que cosechan cantidades semejantes.
Cicerón nos informa que las tierras de Sicilia producían en sus días diez por uno, y Plinio el Viejo afirma que las tierras leontinas de Sicilia daban cien veces la semilla, las de Babilonia hasta ciento cincuenta, y algunas tierras de Africa todavía más.
Hoy las tierras de Europa pueden rendir, una con otra, seis veces la semilla; de tal manera que queda un saldo de cinco veces la semilla para el consumo de los habitantes. Las tierras descansan ordinariamente el tercer año, produciendo trigo candeal durante el primero, y sarraceno en el segundo.
En el Suplemento hemos registrado los cálculos de la tierra necesaria para la subsistencia de un hombre, en los diferentes supuestos de su modo de vivir.
Mediante esos datos comprobaremos que un hombre que vive con pan, ajo y tubérculos, que va vestido de cáñamo, usa ropa interior muy burda, se calza con zuecos y no bebe más que agua, como es el caso de muchos aldeanos en las regiones meridionales de Francia, puede subsistir a base del producto de un acre y medio de tierra de calidad mediana, que rinde seis veces la semilla y descansa una vez cada tres años.
De otro lado, un hombre adulto, calzado con zapatos de cuero y medias, que lleva vestidos de lana, vive en una casa y muda su ropa interior, posee un lecho, sillas, una mesa y otras cosas necesarias, que bebe moderadamente cerveza o vino y come todos los días carne, manteca, queso, pan, legumbres, etc., todo ello en cantidad suficiente pero moderada, puede procurarse todo esto con el producto de cuatro o cinco acres de tierra de mediana calidad. Es cierto que en estos cálculos no se reserva ninguna tierra para el mantenimiento de las caballerías, sólo se trata de las necesarias para labrar la tierra y para el transporte de los productos alimenticios a diez millas de distancia.
Cuenta la historia que cada uno de los primeros romanos mantenía su familia con el producto de dos jornales de tierra, equivalentes a un acre de París, o sean trescientos treinta pies cuadrados, poco más o menos. Iban, también, casi desnudos; no consumían vino ni aceite, dormían sobre paja y apenas disfrutaban de comodidades; pero como trabajaban mucho la tierra, que es bastante buena en los alrededores de Roma, cosechaban gran cantidad de granos y legumbres.
Si los propietarios de tierra tuviesen en cuenta el aumento de población y se estimulara a los aldeanos a casarse jóvenes, y a tener hijos, con la promesa de proveer a su subsistencia, destinando las tierras solamente a esto, sin duda se multiplicarían hasta el número que las tierras pudiesen soportar, de acuerdo con los productos de las parcelas necesarias a la subsistencia de cada uno, ya sea un acre y medio, o cuatro a cinco acres por persona.
Pero si, en lugar de esto, el príncipe o los propietarios de las tierras las emplean para otros usos que el sustento de los habitantes; si, teniendo en cuenta el precio ofrecido en el mercado por los productos alimenticios y mercaderías, los labriegos propenden a destinar la tierra a otros usos distintos de los del sustento de sus semejantes (porque hemos visto que el precio que los propietarios ofrecen en el mercado, y el consumo que hacen, determinan el empleo que se da a las tierras, del mismo modo que si ellos mismos las explotaran), el número de habitantes disminuirá necesariamente. Algunos, por falta de empleo, se verán obligados a abandonar el país; otros, careciendo de los medios necesarios para criar a sus hijos, no se casarán nunca, y sólo lo harán en época tardía, después de haber ahorrado algo para sostener su hogar.
Si los propietarios de las tierras que viven en el campo se trasladan a ciudades alejadas de sus dominios, será preciso criar caballos, para transportar a la ciudad sus medios de subsistencia, y los de los criados, artesanos y otros servidores, atraídos a la ciudad por los señores que en ella residen.
El transporte de los vinos de Borgoña a París cuesta, a menudo, más que el vino, en el lugar de su producción; por consiguiente las tierras empleadas para el sustento de las caballerías empleadas en el transporte y para alimentar a los arrieros, superan en extensión a las que producen vino, y procuran sustento a quienes participan en su producción. Cuantos más caballos se crían en un Estado, tanto más reducidos son los medios de subsistencia disponibles para los habitantes. El mantenimiento de los caballos de carroza, de caza o de parada, exige a menudo tres o cuatro acres de tierra, por animal.
Pero cuando los señores y los propietarios de tierras adquieren en las manufacturas extranjeras sus lienzos, sedas y encajes, y para pagarlos envían al exterior los artículos alimenticios de su propio país, disminuyen con ello extraordinariamente las posibilidades de subsistencia de sus compatriotas, y aumentan las de las extranjeros, que muchas veces se convierten en enemigos del propio Estado.
Si un propietario o señor polaco, a quien sus colonos pagan anualmente una renta aproximadamente igual al producto del tercio de su tierra, acostumbra usar telas, lienzos, etc., de Holanda, pagará por estas mercancías la mitad de su renta, y acaso empleará la otra mitad para la subsistencia de su familia en otros artículos y mercaderías burdas, producidas en Polonia: así, la mitad de su renta, en nuestro supuesto, corresponde a la sexta parte del producto de sus tierras, y esta sexta parte será absorbida por los holandeses, a quienes los colonos polacos la entregarán en forma de trigo, lana, cáñamo y otros artículos. He aquí pues una sexta parte de la tierra de Polonia sustraída a sus habitantes, ello sin contar con el pienso para los caballos de coches, carrozas y parada, que se crían en Polonia, para atender el régimen de vida propio de los señores; además, si sobre los dos tercios del producto de las tierras que se atribuyen a los colonos, éstos, siguiendo el ejemplo de sus dueños, consumen manufacturas extranjeras, y saldan su importe, al exterior, en materias primas de Polonia, habrá un buen tercio del producto de las tierras polacas sustraído a la subsistencia de los habitantes, y, lo que es peor, la mayor parte de ese producto se enviará al extranjero, procurando, a menudo, sustento a los enemigos del Estado. Si los propietarios de las tierras y los señores de Polonia se avinieran a consumir en un principio manufacturas de su propio Estado, por deficientes que fueran, poco a poco harían mejorar su calidad, y ocuparían en su producción un mayor número de sus conciudadanos, en lugar de dar esta ventaja a los extranjeros: y si todos los Estados mostraran un parecido empeño en no dejarse engañar por los demás en el comercio, cada Estado adquiriría importancia en proporción a sus productos y a la laboriosidad de sus habitantes.
Si las damas de París se complacen en llevar encajes de Bruselas, y Francia paga dichos encajes con vino de Champagne, hará falta pagar el producto de un solo acre, destinado al cultivo de lino, con el producto de más de 16,000 acres de viñedo, si mis cálculos son exactos. Explicaremos esto con más detalle en otro lugar y los cálculos podremos verlos en el Suplemento. Por ahora me limitaré a observar que en este tipo de comercio se sustrae gran copia del producto de la tierra a la subsistencia de los franceses, y que todos los artículos enviados a países extranjeros, cuando en compensación no se reciben otros igualmente valiosos, tienden a disminuir el número de habitantes del Estado.
Cuando he dicho que los propietarios de tierras podrían multiplicar los habitantes en proporción al número de los que dichas tierras pueden mantener, supongo que la mayor parte de los hombres no desean cosa mejor que casarse, si pueden hallarse en condiciones de mantener sus familias, con el régimen de vida que ellos mismos disfrutan, es decir que si un hombre se contenta con el producto de un acre y medio de tierra, contraerá matrimonio siempre que esté seguro de tenerlo bastante para mantener a su familia del mismo modo; pero si aspira a vivir del producto de cinco a diez acres, no se apresurará a casarse, a menos que no piense sostener a su familia en un nivel más bajo.
Los hijos de la nobleza, en Europa, se educan en la abundancia, y como se da ordinariamente la mayor parte del patrimonio a los primogénitos, los segundones no tienen prisa por casarse; en su mayoría permanecen solteros, ya sea en el ejército o en los claustros, pero raramente se encontrará quienes no estén dispuestos a casarse, si les ofrecen herederas y fortunas, es decir, el medio de mantener una familia en el pie de vida que han conocido, y sin el cual correrían el peligro de hacer a sus hijos desgraciados.
También en las clases inferiores del Estado encontramos muchos hombres que, por orgullo o por razones semejantes a las de la nobleza, prefieren permanecer solteros y gastar en sí mismos la pequeña hacienda que tienen, en lugar de constituir una familia. Sin embargo, la mayor parte de estas gentes crearían muy a gusto un hogar, si pudiesen contar con el sustento suficiente de acuerdo con sus deseos: creerían perjudicar en cambio a sus hijos si los criaran para verlos caer en una clase inferior a la suya. No hay sino un reducido número de habitantes en un Estado que evitan el matrimonio por puro espíritu de libertinaje; todas las clases bajas no piden otra cosa que vivir y criar hijos que puedan por lo menos vivir como ellos. Cuando los labradores y artesanos no se casan, es porque esperan ahorrar lo suficiente para ponerse en situación de constituir una familia, o de encontrar alguna muchacha que lleve a la misma una pequeña dote; y proceden así porque ven a diario muchos otros de su clase que, por no tomar las precauciones más elementales, forman un hogar y caen en la más espantosa miseria, viéndose obligados a privarse de su propio sustento para alimentar a sus hijos.
Por las observaciones del señor Halley, en Breslau, Silesia, advertimos que entre todas las mujeres capaces de procrear y comprendidas entre las edades de dieciséis y cuarenta y cinco años, no hay una, entre seis, que dé a luz efectivamente un hijo cada año, cuando, según el señor Halley debería haber cuatro o seis que cada año tuviesen descendencia, sin contar las estériles o las que abortan. La razón por la cual cuatro mujeres de cada seis no tienen hijos cada año, es que no pueden casarse a causa de los sinsabores e impedimentos con que tropiezan. Una muchacha tiene cuidado de no convertirse en madre, si no está casada; no puede casarse si no encuentra un hombre que quiera correr el riesgo. La mayor parte de los habitantes en un Estado son asalariados o empresarios; la mayor parte son dependientes, viven en la incertidumbre de si encontrarán con su trabajo o sus empresas, el medio de mantener su hogar, en el pie que se imaginan; esto hace que no todos se casen, o que se casen tan tarde, que de seis mujeres, o de cuatro, por lo menos, susceptibles de procrear un hijo cada año, no se encuentra efectivamente sino una de cada seis, que se convierta en madre.
Si los propietarios de las tierras ayudan a sostener las familias, no hará falta sino una sola generación para aumentar el número de habitantes en la medida necesaria para que los productos de las tierras puedan suministrar medios de subsistencia. Los hijos no requieren tanta cantidad de producto como las personas adultas. Unos y otros pueden vivir, más o menos, del producto de la tierra, según lo que consuman. Las gentes del Norte, donde la tierra produce poco, suelen vivir con tan pequeña cantidad de productos, que han enviado colonos y enjambres humanos para invadir las tierras del Sur, aniquilando a sus habitantes para apropiarse sus tierras. Según las diferentes maneras de vivir, cuatrocientos mil habitantes podrían subsistir con el mismo producto de la tierra que regularmente sólo sustenta a cien mil. Un hombre que vive del producto de un acre y medio de tierra será quizá más robusto y enérgico que el que gasta el producto de cinco a diez acres. Me parece así bastante claro que el número de habitantes de un Estado dependa de los medios a ellos asignados para su sustento; y como los medios de subsistencia dependen del método de cultivar la tierra, y el uso de ésta depende, a su vez, de la voluntad, del gusto y del género de vida de los propietarios de la misma, es evidente que de ellos depende la multiplicación o decrecimiento de la población de los países.
La multiplicación del número de habitantes, o incremento de la población, puede acelerarse sobre todo en los países cuyos habitantes se contentan con vivir más pobremente y gastar el mínimo del producto de la tierra; pero en los países en que todos los aldeanos y labriegos tienen por costumbre comer a menudo carne, o beber vino o cerveza, no es posible que se dé sustento a tantos habitantes.
El caballero William Petty y, después de él, el señor Davenant, Inspectores de Aduanas en Inglaterra, parecen alejarse mucho de los designios de la Naturaleza, cuando tratan de calcular la propagación de los hombres, por generaciones progresivas desde Adán, el primer padre. Sus cálculos parecen puramente imaginarios, y trazados al azar. Considerando lo que han podido observar acerca de la propagación efectiva de los seres humanos en ciertos distritos, ¿cómo podrían justificar la disminución de los países populosos, que antes se veían en Asia. en Egipto e incluso en los pueblos de Europa? Si hace diecisiete siglos había veintiséis millones de habitantes en Italia, país que en la actualidad apenas cuenta con seis millones, ¿cómo podría determinarse, conforme a las progresiones del señor King, que Inglaterra, disponiendo hoy de cinco a seis millones de habitantes, tendrá probablemente trece millones dentro de un cierto número de años? Vemos a diario que los ingleses, en general, consumen más cantidad de productos de la tierra que sus padres, y ésta es la razón verdadera de que haya menos habitantes que en el pasado.
Los hombres se multiplican como los ratones en una granja, si cuentan con medios ilimitados para subsistir. Los ingleses en las colonias se harán más numerosos, en proporción, dentro de tres generaciones, que en Inglaterra en treinta, porque en las colonias encuentran para el cultivo nuevas tierras roturadas de donde expulsan a los salvajes. En todos los países los hombres han reñido guerras por las tierras, y por los medios de subsistencia. Cuando las guerras han aniquilado o disminuído a los habitantes de un país, los salvajes, y las naciones civilizadas pronto las repueblan en los días de paz, sobre todo cuando el príncipe o los propietarios de las tierras procuran el necesario estímulo.
Un Estado que ha conquistado diversas provincias, puede lograr por los tributos que impone a los pueblos por él vencidos, un aumento de subsistencia para sus habitantes. Los romanos sacaban gran parte de la suya de Egipto, de Sicilia y de Africa, y es esto lo que hacía que Italia tuviera entonces una población tan numerosa.
Un Estado donde se encuentran minas, y talleres para confeccionar artículos que no exigen gran cantidad del producto de la tierra, para su envío a países extranjeros, y que retira, en cambio, muchos artículos alimenticios y otros productos de la tierra, ve incrementarse el fondo disponible para la subsistencia de sus súbditos.
Los holandeses cambian su trabajo, sea mediante la navegación, la pesca o las manufacturas, con los extranjeros, generalmente, contra el producto de las tierras. Sin esto Holanda no podría sostener, a base de sus propias posibilidades, la mitad de su población. Inglaterra obtiene del extranjero cantidades considerables de madera, cáñamo y otras materias o productos de la tierra, y consume gran cantidad de vino que paga con productos de las minas, manufacturas, etc. Esto les ahorra una gran cantidad de productos de la tierra; sin esta ventaja, los habitantes de Inglaterra, teniendo en cuenta el gasto que se hace para sustentarlos, no podrían ser tan numerosos como lo son en efecto. Las minas de carbón ahorran muchos millones de acres de tierra que de otro modo habrían de destinarse para la producción de madera.
Pero todas estas ventajas son refinamientos y casos accidentales a los cuales no aludo aquí más que de pasada. El procedimiento natural y constante de aumentar el número de habitantes de un Estado es darles empleo en él y hacer que las tierras produzcan lo necesario para sostenerlos. Es también un problema al margen de mi investigación saber si vale más tener una gran cantidad de habitantes pobres y mal alimentados que un número más pequeño pero mejor atendido. Un millón de habitantes que consumen el producto de seis acres por cabeza, o cuatro millones que viven del de un acre y medio.
Capítulo XVI Cuanto más trabajo hay en un Estado tanto más rico se considera, naturalmente
Mediante un detallado cálculo que reproduzco en el Suplemento puede advertirse con facilidad cómo el trabajo de veinticinco personas útiles basta para procurar a otras cien, útiles también, todas las cosas necesarias para la vida, de acuerdo con el consumo que se hace en nuestra Europa.
Evidentemente en estos cálculos la alimentación, el vestido, la vivienda, son de tipo modesto, no obstante lo cual procuran una vida decente y agradable. Cabe presumir que una tercera parte de los habitantes de un Estado son demasiado jóvenes o demasiado viejos para el trabajo cotidiano, y una sexta parte está compuesta de propietarios de tierras, enfermos y diferentes clases de empresarios que no contribuyen con su trabajo a las diferentes necesidades de las empresas. Todo esto implica que una mitad de los habitantes no trabajan o, por lo menos, no desarrollan actividad alguna en el aspecto de que estamos tratando. Así que si veinticinco personas hacen todo el trabajo necesario para sustentar a otras cien, existirán veinticinco personas de las cien, que se hallan en condiciones de trabajar, pero que no hacen nada.
Las gentes de guerra y los criados de las familias acomodadas, se incluyen entre esas veinticinco personas; si se utilizan las restantes para perfeccionar, mediante un trabajo adicional, las cosas necesarias para la vida, como por ejemplo, en confeccionar ropa blanca fina, telas más acabadas, etc., el Estado podrá considerarse rico en proporción a ese aumento de trabajo, aunque no haya añadido nada a la subsistencia y mantenimiento de los hombres.
El trabajo procura una satisfacción adicional en lo referente al alimento y a la bebida. Un tenedor, un cuchillo finamente trabajados se tienen en mayor estima que los que se confeccionaron toscamente y a toda prisa; otro tanto puede decirse de una casa, de un lecho, de una mesa y, en general, de todo cuanto es necesario para las comodidades de la vida.
Es cierto que resulta indiferente en un Estado que se acostumbre a vestir con paños burdos o con telas finas, si unos y otros son igualmente duraderos, y que se coma delicadamente o en forma tosca, con tal de que se tenga alimento suficiente y que la salud sea buena. En efecto, beber, comer y vestirse son una misma cosa, ya se realicen estas actividades de modo conveniente o grosero, puesto que en suma nada queda en el Estado de este género de riquezas.
Pero siempre resulta correcto decir que aquellos Estados cuyos habitantes se visten con paños finos, llevan buena ropa blanca, comen con mayor delicadeza y aseo, son más ricos y estimados que aquellos otros donde todo es tosco y grosero, y que los Estados donde se ven más habitantes que viven al estilo de los primeros, son más estimados que aquellos otros donde, en proporción, se ven menos.
Ahora bien, si empleásemos las veinticinco personas, por cada cien de que hemos hablado, en procurar cosas duraderas, como por ejemplo, en extraer de las minas hierro, plomo, estaño, cobre, etc., y en elaborarlos para confeccionar utensilios e instrumentos para la comodidad de los hombres —vasijas, vajilla, y otras cosas útiles, más duraderas que las que se confeccionan con barro— el Estado no sólo parecerá más rico sino que lo será realmente.
Lo será sobre todo si se emplea a estos habitantes en extraer del seno de la tierra, oro y plata, metales que no sólo son duraderos, sino, por decirlo así, permanentes, que no se consumen por el fuego, que se aceptan de modo general como medida de valor y pueden cambiarse en todo momento por artículos necesarios para la vida. Y si estos habitantes trabajan en atraer oro y plata al Estado a cambio de los artículos y mercaderías que ellos confeccionan y envían a los países extranjeros, su trabajo será igualmente útil, y beneficiará considerablemente al Estado.
En efecto, el punto que parece determinar la grandeza relativa de los Estados es el acervo de reserva que poseen, más allá del consumo anual, y los almacenes de telas, de ropa blanca, de trigo, etc., para servir en los años estériles, y, en caso de necesidad, en los de guerra. Y como el oro y la plata pueden comprar siempre todo eso, incluso de los enemigos del Estado, el verdadero acervo de un país consiste en el oro y en la plata, cuya cantidad actual, mayor o menor, determina necesariamente la grandeza relativa de los Reinos y de los Estados.
Si por costumbre se atrae oro y plata del extranjero mediante la exportación de artículos y productos del Estado, como trigo, vinos, lanas, etc., ello permitirá enriquecer al Estado a expensas de la disminución del número de habitantes; pero si el oro y la plata se obtienen del extranjero a cambio del trabajo de los habitantes, así como de las manufacturas y artículos donde interviene pequeña cantidad de productos de la propia tierra, esto engrandecerá al Estado en forma útil y sustancial.
Es cierto que en un gran Estado no se podrían emplear las veinticinco personas por cada cien, de que hemos hablado, en la confección de artículos que pueden ser consumidos en el extranjero. Un millón de personas harán más telas, por ejemplo, que las necesarias para el consumo anual en toda la Tierra conocida, en las transacciones comerciales, porque la mayor parte de los habitantes de cada país se viste siempre con telas toscas, fabricadas en el mismo.
Raramente se encontraría una nación con cien mil personas empleadas en la tarea de vestir al extranjero, como puede verse en el Suplemento con relación a Inglaterra, que entre todas las naciones de Europa es la proveedora de mayor cantidad de telas para la exportación.
A fin de que el consumo de manufacturas de un Estado llegue a adquirir importancia en el extranjero, es preciso hacerlas buenas y estimables mediante un gran consumo en el interior del propio Estado; hace falta también desacreditar en el propio país las mercaderías extranjeras, y dar mucho trabajo a los conciudadanos.
Si se encontrara ocupación bastante para las veinticinco personas de cada cien en cosas útiles y ventajosas al Estado, yo no encontraría inconveniente en que se estimulase aquel tipo de trabajo que sólo sirve para ornato y diversión de las gentes.
Un Estado no se considera rico por las mil futesas que afectan a la elegancia de las damas y de los hombres, que sirven para juegos y diversiones, sino por las mercaderías que son útiles y cómodas. Durante el sitio de Corinto Diógenes se puso a hacer rodar un tonel, para no parecer ocioso mientras los demás trabajaban. En la actualidad tenemos grupos enteros, tanto de hombres como de mujeres, afanados en ejercicios y trabajos tan útiles para el Estado como el de Diógenes.
Por poco que el trabajo de un hombre contribuya al ornato y aun a la diversión en un Estado, vale la pena estimularlo, a menos que dicho individuo no encuentre otro medio de ocuparse útilmente.
Es siempre la iniciativa de los propietarios de las tierras lo que estimula o desalienta las diferentes ocupaciones de los habitantes y los diferentes géneros de trabajo que éstos arbitran.
El ejemplo del Príncipe, seguido por su Corte, puede determinar, por lo común, las aficiones y gustos de los propietarios de tierras, del mismo modo que el ejemplo de éstos influye naturalmente sobre todas las clases subalternas. Así, no es dudoso comprender que un príncipe puede, por el solo ejemplo, y sin traba alguna, imprimir el giro que más le plazca al trabajo de sus súbditos.
Si cada propietario, en un Estado, no tuviese más que una pequeña porción de tierra, semejante a la que por lo común se destina al trabajo de un solo colono, apenas existirían ciudades; los habitantes serían más numerosos y el Estado más rico si cada uno de estos propietarios ocupara en trabajos útiles a los habitantes que en su tierra encuentran el sustento.
Pero cuando los señores poseen grandes posesiones de tierra, necesariamente arrastran consigo el lujo y la ociosidad. Que un abad, a la cabeza de cincuenta monjes, viva del producto de extensas y hermosas posesiones, o un señor, con cincuenta criados y caballos que sólo mantiene para su servicio, viva de sus tierras, sería indiferente al Estado si pudiese permanecer en constante paz. Pero un señor con cincuenta caballos es útil al Estado en tiempo de guerra; puede ser también de provecho en la magistratura y para mantener el orden en el Estado, en tiempo de paz, y por lo menos en cualquier circunstancia procura al Estado un estimable ornato. En cambio, es opinión común que los monjes no son de utilidad ninguna, ni significan ornato en paz ni en guerra, salvo en el Paraíso.
Los conventos de frailes mendicantes son mucho más perniciosos para un Estado que los de los otros monjes. Los últimos no hacen otro daño sino ocupar tierras que podrían procurar al Estado militares y magistrados, pero los mendicantes, que no desempeñan por su parte ningún trabajo útil, perturban el trabajo de los otros habitantes. Arrancan a los pobres, en forma de limosnas, parte de los medios de subsistencia que los haría más vigorosos en su trabajo. Obligan a perder mucho tiempo en conversaciones inútiles, ello sin contar con la cizaña que llevan a las familias, y con que muchos de ellos son gente viciosa. La experiencia permite observar que los Estados que abrazaron el protestantismo y no tienen ni monjes ni mendigos, se han convertido visiblemente en los más poderosos. Disfrutan también de la ventaja de haber suprimido un gran número de fiestas en las que el trabajo se interrumpe, en los países católicos, romanos, donde la laboriosidad de los habitantes sufre sustanciales interrupciones.
Si se quisiera sacar partido de todo, en un Estado, podríase, a mi juicio, disminuir el número de mendigos incorporándolos al estamento de los monjes, a medida que fueran ocurriendo vacantes o defunciones, sin prohibir este retiro a quienes no pudieran dar muestras de su aptitud para las dotes especulativas, o fuesen capaces de hacer avanzar las artes en la práctica, por ejemplo, en algunos aspectos de las matemáticas. El celibato de las gentes de iglesia no es tan desventajoso como vulgarmente se cree, según se ha establecido en el capítulo anterior. En cambio lo que sí es muy perjudicial es su holgazanería.
Capítulo XVII De los metales y de las minas y particularmente del oro y de la plata
Así como la tierra produce más o menos trigo, según su fertilidad y el trabajo que en ella se invierta, así también las minas de hierro, plomo, estaño, oro, plata, etc., producen más o menos cantidad de estos metales según la riqueza de las minas y la cantidad y calidad de trabajo que en ellas se invierte, sea para excavar la tierra, para drenar las aguas o para realizar labores de fundición, refinado, etc. El trabajo de las minas de plata es caro por razón de la mortalidad que causa, ya que los obreros apenas si resisten cinco o seis años en este trabajo.
El valor real o intrínseco de los metales, como el de todas las cosas, está proporcionado a la tierra y al trabajo necesario para su producción. El gasto de la tierra para obtener este producto no es considerable más que en tanto que el propietario de la mina puede obtener de ella un beneficio mediante el trabajo de los mineros, cuando se encuentran en dichos terrenos filones más ricos que de ordinario. La tierra necesaria para el sustento de los mineros y de los trabajadores (es decir, para el pago del trabajo de la mina), constituye a menudo el renglón principal, y a menudo determina la ruina del empresario.
El valor de los metales en el mercado, lo mismo que el de todas las mercaderías o artículos, unas veces está por encima y otras por debajo del valor intrínseco, y varía en proporción a su abundancia o escasez, según el consumo que de ellos se hace.
Si los propietarios de las tierras y las otras clases sociales subalternas de un Estado, que imitan a los primeros, renunciaran al uso del estaño y del cobre, en el supuesto, aunque falso, de que son nocivos a la salud, y generalmente se sirvieran de vajilla y batería de barro, dichos metales se cotizarían a un precio bajo en los mercados, suspendiéndose el trabajo que antes se destinaba a extraerlos de la mina; pero como estos metales se consideran útiles y de ellos nos servimos en los usos de la vida, tendrán siempre en el mercado un valor correspondiente a su abundancia o a su rareza, y al consumo que de ellos se hace; y así se continuará extrayéndolos de la mina para reembolsar la cantidad de dichos metales que en el uso diario se destruyen.
El hierro no sólo es útil para los usos de la vida común; podría decirse que, en cierto modo, es necesario, y si los americanos, que no se servían de él antes del descubrimiento de su Continente hubiesen descubierto las minas y conocido las aplicaciones de este metal, sin duda hubiesen trabajado en la producción del mismo, por costosa que hubiera sido.
El oro y la plata no solamente pueden servir para los mismos usos que el estaño y el cobre, sino, además, para la mayor parte de los usos que se hacen del plomo y del hierro.
Tienen todavía, sobre dichos metales, la ventaja de que el fuego no los consume, y son tan duraderos que pueden considerarse como substancias permanentes. No es, pues, extraño que si los hombres han encontrado útiles los otros metales, estimaran el oro y la plata ya antes de utilizarlos en los cambios. Los romanos los apreciaban desde la fundación de Roma, no obstante lo cual no se sirvieron de ellos mediante la acuñación de moneda sino quinientos años después. Acaso todas las demás naciones hicieron lo mismo, y no adoptaron estos metales para usos monetarios sino mucho más tarde de haberse servido de ellos para otros usos ordinarios. Sin embargo, ya en los historiadores más antiguos encontramos que desde tiempo inmemorial los pueblos se servían del oro y de la plata para fines monetarios, en Egipto y en Asia, y el Génesis nos dice que ya en tiempos de Abraham se acuñaban monedas de plata.
Supongamos ahora que la primera plata se encontró en una mina del Monte Niphates, en la Mesopotamia. Es natural creer que uno o varios propietarios de tierras, encontrando bello y útil ese metal, hicieron uso de él, estimulando al minero o al empresario para que se ocupara en los trabajos de la mina, sacando ventaja de esa producción y cediendo a cambio de su trabajo y del de sus ayudantes, la cantidad de productos de la tierra que era precisa para su sustento.
Como este metal iba siendo cada vez más estimado en la Mesopotamia —puesto que los grandes propietarios compraban grandes copas de plata, y las clases subalternas, según sus recursos y ahorros, podían comprar pequeños cubiletes de ese metal— el empresario de la mina, viendo que su producto tenía una salida constante, procedió a asignarle un valor, proporcional a su calidad o a su peso, en relación con todas las demás mercaderías o artículos que recibía en cambio.
Mientras los habitantes consideraban ya este metal como cosa preciosa y duradera, y se esforzaban por poseer algunas piezas del mismo, el empresario, único que podía distribuirlo, estaba en cierto modo en condiciones de exigir, en cambio, una cantidad arbitraria de otros artículos y mercaderías.
Supongamos ahora que más allá del río Tigris, y, por consiguiente, fuera de Mesopotamia, se descubriese una mina de plata, cuyas vetas resultaran ser incomparablemente más ricas y abundantes que las del Monte Niphates, y que el trabajo de esa nueva mina, fácil de drenar, resultara menor que el de la primera.
Es natural creer que el empresario de esa nueva mina se encontraría en disposición de suministrar plata a precio más bajo que la del Monte Niphates; y que los habitantes de Mesopotamia, deseosos de poseer piezas y objetos de plata, encontrarían más conveniente para ellos transportar sus mercaderías fuera del país, y cederlas al empresario de la nueva mina a cambio de ese metal, en vez de recurrir al antiguo empresario. Este, encontrando menos salida a su producción, forzosamente disminuiría sus precios; pero si el empresario nuevo bajase, en proporción, el suyo, el antiguo necesariamente habría de cesar en sus labores, y entonces el precio de la plata, como el de las demás mercancías y artículos, se regularía necesariamente a base del que estableciera la mina nueva. La plata costaría entonces menos a los habitantes de allende el Tigris que a los de Mesopotamia, puesto que éstos estaban obligados a incurrir en los gastos de un largo transporte de sus artículos y mercaderías, para adquirir la plata.
Fácilmente puede comprenderse que una vez descubiertas diversas minas de plata, y cuando ya los propietarios de las tierras se hubiesen aficionado a este metal, éste fuera codiciado también por otros estamentos sociales, y que las piezas o fragmentos de plata, aunque no estuviesen trabajados, se solicitaran con afán, porque nada más fácil que hacer con ellos los artículos deseados, en proporción a su cantidad y peso. Como este metal era estimado, por lo menos, de acuerdo con el valor que su producción costaba, algunas gentes que lo poseían, encontrándose en apuros, podían constituirlo en prenda, para obtener, a cambio, las cosas de que tenían necesidad, y aun vender incluso dichas piezas de modo definitivo.
De ahí ha procedido la costumbre de regular el valor de las cosas, en proporción de su cantidad, es decir de su peso, con referencia a todos los demás artículos y mercaderías. Pero como la plata se puede alear con el hierro, el plomo, el estaño, el cobre, etc., que son metales menos raros y cuya extracción de las minas se efectúa con menor gasto, el trueque de la plata estuvo sujeto a frecuentes fraudes, y esto hizo que diversos reinos establecieran Casas de Moneda para certificar, mediante una acuñación pública, la verdadera cantidad de plata que cada moneda contenía, y entregar a los particulares que a dichas Casas llevaban barras o lingotes de plata, la misma cantidad de piezas, provistas de una impronta o certificado de la verdadera cantidad de plata que contenían.
Los gastos de estos certificados o contrastes se pagan unas veces por el público y otras por el príncipe, medida que se seguía en pasadas épocas en Roma, y hoy en Inglaterra; a veces, los que llevan plata para su acuñación, soportan los gastos, como es costumbre en Francia.
Casi nunca se encuentra oro puro y plata pura en las monedas. Los antiguos ignoraban incluso el arte de refinar estos metales hasta su máxima perfección. Solían fabricar sus monedas con plata fina; sin embargo, las que conservamos de griegos, romanos, judíos y asiáticos nunca se caracterizaron por una absoluta pureza. Hoy los técnicos son más expertos, y se conoce ya el secreto de hacer la plata completamente pura. Las diferentes maneras de refinarla no son de mi incumbencia; varios autores han tratado de ello, entre ellos Mr. Boizard. Explicaré únicamente que hace falta incurrir en muchos gastos para refinar la plata, siendo ésta la razón de que se prefiera, por ejemplo, una onza de plata pura a dos onzas de plata que contenga una mitad de cobre o de otra aleación. Para desprender el otro metal de aleación y extraer la onza de plata pura, contenida en esas dos onzas, hay que invertir trabajo y costo, mientras que mediante una simple fundición se puede alear un metal cualquiera con la plata, en la proporción deseada. Cuando, a veces, se alea el cobre con la plata pura, es para hacerla más maleable y apta para las obras que se desee efectuar. Pero en la estimación de la especie metálica, no se cuenta para nada el cobre u otro metal de aleación, y sólo se considera la cantidad de plata real y verdadera. Por esto se hace siempre un ensayo o contraste para conocer la cantidad de plata verdadera.
Hacer el ensayo no es otra cosa sino refinar, por ejemplo, un trocito de la barra de plata objeto de nuestro ensayo, para saber qué cantidad contiene de plata verdadera, y juzgar de toda la barra a base de ese fragmento.
Se corta entonces un fragmento de la barra, de doce granos, por ejemplo, y se pesa exactamente en una balanza de tal precisión que basta la milésima parte de un grano para que el equilibrio se trastorne. A continuación se refina con agua regia o utilizando el fuego, es decir, se suprime el cobre o el otro metal de aleación. Una vez obtenida la plata pura se la vuelve a pesar en la misma balanza, y si el peso resulta ser, entonces, de once granos, en lugar de doce que tenía, el fiel contraste dice que la barra es de once dineros de fino, es decir, que contiene once partes de plata verdadera, y una doceava parte de cobre o aleación. Esto resultará bien claro para quien se tome la molestia de presenciar uno de estos ensayos. No existe en ello misterio alguno. El ensayo del oro se hace del mismo modo, con la única diferencia de que los grados de finura o pureza del oro se dividen en veinticuatro partes, a las que se llama quilates, porque el oro es más precioso. Estos quilates se dividen en treintaidosavos (mientras que los grados de finura de la plata se dividen en doce partes llamadas dineros, y estos dineros en veinticuatro granos cada uno). El uso ha consagrado para el oro y la plata el término de "valor intrínseco", para designar y significar la cantidad de oro y plata verdadera que la barra contiene. Sin embargo, en este ensayo me he servido siempre del término "valor intrínseco" con referencia a la cantidad de trabajo que entra en la producción de las cosas, porque no he encontrado término más apropiado para expresar mi pensamiento.
Por lo demás hago esta advertencia para no incurrir en equivocaciones, pues de este modo cuando no nos refiramos al oro o a la plata el término será siempre bueno sin ningún equívoco.
Hemos visto que los metales, tales como el oro, la plata, el hierro, etc., sirven para distintos usos, y tienen un valor real proporcionado a la cantidad de tierra y trabajo empleados en su producción. En la Segunda Parte de este Ensayo veremos cómo la necesidad ha obligado a los hombres a servirse de una medida común, para determinar, en sus tratos, la proporción y valor de los artículos alimenticios y mercaderías cuyo intercambio desean efectuar. La única cuestión es precisar cuál debe ser el artículo o mercadería más adecuado para esta medida común, y si ha sido la necesidad, y no el gusto lo que ha inducido a dar preferencia al oro, a la plata y al cobre, materias de las que generalmente nos servimos hoy para este uso.
Los artículos alimenticios corrientes, como los cereales, vinos, carne, etc., tienen, en efecto, un valor real, y satisfacen ciertas necesidades de la vida, pero son bienes perecederos y aun incómodos para el transporte, y poco aptos, por consiguiente, para servir como medida común.
Mercaderías tales como las telas, ropa blanca, cueros, etc., son también perecederas, y no pueden subdividirse sin alterar en cierto modo su valor para los usos humanos. Ocasionan, como los comestibles, muchos gastos de transporte; su conservación es, además, costosa, y por consiguiente tales artículos resultan poco adecuados para servir de medida común.
El hierro, siempre útil y bastante duradero, no dejaría de servir como medida, a falta de objetos mejores. El fuego lo consume, y se necesita un gran volumen a causa de su abundancia. Fué utilizado como medida común después de Licurgo, hasta la guerra del Peloponeso: pero como su valor se basaba por necesidad en su esencia intrínseca, o estaba en proporción con la suma de tierra y de trabajo necesarios para producirlo, se necesitaba una gran cantidad para representar un pequeño valor. Lo curioso es que tratándolo con vinagre se deterioraba su calidad, con lo cual dejaba de servir a los usos humanos, y solamente se utilizaba para el trueque: así no podía ser de utilidad sino para el austero pueblo de Esparta, y ni siquiera entre ellos se mantuvo en uso, en cuanto los espartanos extendieron su comunicación a otros países. Para arruinar a los lacedemonios no hizo falta sino encontrar ricas minas de hierro, hacer monedas semejantes a las suyas y obtener con ellas artículos alimenticios y otras mercaderías; en cambio los lacedemonios no podían obtener productos del extranjero a cambio de su hierro deteriorado. A la sazón no les interesaba comerciar con el extranjero, y únicamente se ocupaban de la guerra.
El plomo y el estaño tienen la misma desventaja que el hierro en cuanto al volumen, y el fuego los consume igualmente: pero en caso de necesidad no servirían mal para el cambio, si el cobre no fuese mucho más adecuado y duradero.
El cobre sirvió de moneda a los romanos, en forma exclusiva, hasta el año 484 de la fundación de Roma, y en Suecia todavía se utiliza para los pagos de importancia: sin embargo, su volumen es demasiado grande para efectuarlos, y los mismos suecos prefieren ser pagados en oro y en plata, y no en cobre.
En las colonias de América se han utilizado como moneda el tabaco, el azúcar y el cacao, pero estas mercancías son demasiado voluminosas, perecederas y de calidad desigual; por consiguiente son poco adecuadas para servir de moneda o de medida común del valor.
Tan sólo el oro y la plata son de pequeño volumen, de calidad homogénea, fáciles de transportar y de subdividir sin merma, adecuados para su conservación, hermosos y brillantes en los objetos que con ellos se confeccionan, y duraderos casi hasta la eternidad. Cuantos han usado otros artículos como moneda, retornan necesariamente a aquéllos, en cuanto pueden obtener cantidad bastante, mediante el cambio. Sólo en las transacciones más pequeñas resultan inadecuados el oro y la plata. Para expresar el valor de un liard o dinero, las piezas de oro e incluso de plata resultarían demasiado pequeñas para ser manejadas con comodidad. Se dice que en las transacciones menudas los chinos cortaban con tijeras, en pequeñas tiras de plata, fragmentos que luego pesaban con precisión. Pero en cuanto entablaron comercio con Europa comenzaron a servirse del cobre para tales tratos.
No es pues extraño que todas las naciones hayan llegado a servirse como moneda del oro y de la plata, constituyéndolos en medida común de los valores, y del cobre para los pagos pequeños. La utilidad y la necesidad les han inducido a ello, y no el capricho ni el mutuo consenso. La plata exige en su elaboración un gran trabajo, y un trabajo muy caro para producirla. Lo que encarece el trabajo de los mineros de plata es que apenas pueden dedicarse a esas actividades durante cinco a seis años, a causa de la gran mortalidad de ese oficio así se explica que una pequeña moneda de plata corresponda a tanta cantidad de tierra y de trabajo como una pieza de cobre de mayor tamaño.
Es preciso que la moneda o medida común de los valores corresponda, en forma real e intrínseca, es decir, en el precio de la tierra y del trabajo, a las cosas que a cambio de ella se reciben. De otro modo la moneda sólo tendría un valor imaginario. Si, por ejemplo, un príncipe o una república dieran circulación legal, en sus dominios, a algo que no tuviese semejante valor real e intrínseco, no solamente los demás Estados rehusarían aceptarla conforme a ese patrón, sino que los habitantes del propio país la rechazarían, tan pronto como se persuadieran de su escaso valor real. Cuando, a fines de la primera guerra púnica, los romanos quisieron dar al as de cobre, con peso de dos onzas, el mismo valor que antes tenía el as, con peso de una libra, o sea doce onzas, semejante arbitrio no pudo mantenerse mucho tiempo en el cambio. En la historia de todos los tiempos se advierte que cuando los príncipes reducen el valor de sus monedas, manteniendo el mismo valor nominal, todas las mercancías y artículos alimenticios se encarecen en la misma proporción en que las monedas se debilitan.
Dice Locke que el consentimiento de los hombres ha dado un valor al oro y a la plata. Esta afirmación no admite réplica puesto que la necesidad absoluta no ha tenido en ello arte ni parte. Es el mismo consentimiento lo que ha dado y da todos los días un valor a los encajes, a la ropa blanca, a los paños finos, al cobre y a otros metales. Hablando en puridad los hombres podrían subsistir sin todo esto, pero no podemos concluir de ello que todos estos artículos no tengan sino un valor imaginario. Poseen un valor en proporción a la tierra y al trabajo que en su producción intervienen. El oro y la plata, como las demás mercancías y artículos alimenticios, no pueden obtenerse sino con gastos aproximadamente proporcionados al valor que se les otorga; y cualesquiera cosas que los hombres produzcan mediante su trabajo, este trabajo debe procurarles lo suficiente para su subsistencia. Es el gran principio que oímos todos los días a las gentes humildes, ajenas a nuestras especulaciones, y que viven de su trabajo o de sus empresas. "Todo el mundo debe vivir."